La sombra del caudillo (1960) como parte
del patrimonio cultural de México. Análisis
crítico de una película emblemática

The shadow of the Caudillo (1960) as part of Mexico’s
Cultural Heritage: Critical Analysis of an Iconic Film

Jorge Alberto Rivero Mora

Universidad Veracruzana, México

[email protected]

https://orcid.org/0000-0003-0555-1226

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2025.n013.8250 Recibido: 15.5.25 / Aprobado: 20.6.25

RESUMEN

El artículo analiza los motivos por los cuales la cinta La sombra del caudillo (1960), del prestigiado director Julio Bracho (basada en la novela homónima del reconocido escritor Martín Luis Guzmán) se convirtió en la obra “maldita” del cine mexicano al ser censurada por el gobierno del entonces presidente Adolfo López Mateos antes de su exhibición comercial por incomodar a las clases políticas y militares del régimen priísta. Ello muestra cómo las expresiones artísticas se interrelacionan con las realidades históricas de periodos específicos de la historia de México. El texto recurre a la categoría de patrimonio cultural, que ha cobrado protagonismo por el peso que le otorgan organismos internacionales como la Unesco, para señalar que una película de la calidad e importancia histórica de La sombra del caudillo debería ser revalorada por sus cualidades estéticas y, también, por su contenido crítico, ya que, censurada durante tres décadas, permite activar la memoria, confrontar el presente e incluso proyectar futuros.

PALABRAS CLAVE: cine mexicano / literatura / patrimonio cultural / censura / PRI

ABSTRACT

The article examines the reasons why the film La sombra del caudillo (1960), directed by the renowned filmmaker Julio Bracho and based on the homonymous novel by acclaimed writer Martín Luis Guzmán, became the “cursed” work of Mexican cinema after being censored by the government of President Adolfo López Mateos prior to its commercial release, as it unsettled the political and military elites of the PRI regime. This case illustrates how artistic expressions are interwoven with the historical realities of specific periods in Mexico’s history. The text draws on the category of cultural heritage —emphasized by international organizations such as UNESCO—to argue that a film of the aesthetic quality and historical significance of La sombra del caudillo should be reappraised not only for its artistic merits but also for its critical content, since, having been censored for three decades, it offers the possibility to reactivate memory, confront the present, and even envision possible futures.

KEYWORDS: Mexican cinema / literature / cultural heritage / censorship / PRI

La ideología de la Revolución mexicana
se puede escribir en el puño de una camisa

Jorge Ibargüengoitia

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

En el terreno de la posmodernidad o de las llamadas modernidades múltiples, es habitual encontrar en distintos autores respuestas fragmentadas de realidades evanescentes; propuestas concretas que se fragilizan a la luz de nuevas interpretaciones; espacios en que las entradas y salidas de los distintos saberes se multiplican y se entreveran con el cúmulo de experiencias, vivencias y conocimientos adquiridos.

En este horizonte, soy un total convencido de los aciertos y aportes que brindan este tipo de enunciaciones abiertas, que entremezclan discursos, fusionan disciplinas, hibridan conocimientos y cimentan puentes entre los diversos saberes y metodologías. En todo caso, me resultan útiles y operativos para ponderar críticamente a la reconocida novela de Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo (1929), a partir de la particular relación que puede extraerse desde la historia, la literatura y la cinematografía mexicana.

Para ello, como insumo central del presente texto me apoyaré en la versión fílmica de dicha novela, en el entendido de que la cinematografía es un tipo de representación artística de la realidad; es decir, un complejo metadiscurso que integra a su vez diversos discursos o narrativas (fotografía, ambientación, música, montaje, soporte literario, edición, etcétera), las cuales proporcionan a los ámbitos histórico, historiográfico, sociológico y antropológico, múltiples posibilidades de significaciones que nos ayudan a vincular a este tipo de discursos fílmicos con el contexto específico de una época.

Así, con el telón de fondo del sexenio de Adolfo López Mateos (1958-1964), mostraré los motivos por los cuales la cinta La sombra del caudillo (1960), del prestigiado director Julio Bracho, se convirtió en la película “maldita” del cine mexicano, pero también quiero enfatizar las particulares relaciones que se expresan entre dicho discurso fílmico y la literatura (la novela homónima de Martín Luis Guzmán). Asimismo, quiero subrayar cómo estas expresiones artísticas se interrelacionan con la realidad histórica de una época, ya que, en un primer momento, el contenido crítico de la novela y la película misma (tres décadas después) incomodó a las clases políticas y militares del régimen hegemónico priísta, lo que provocó que el gobierno del entonces presidente Adolfo López Mateos, prohibiera la exhibición comercial del filme.

En otras palabras, a partir de la contextualización de la cinta, expondré cómo las obras (literaria y cinematográfica) resultan un magnífico ejemplo para mostrar cómo en México la esfera de la política condiciona en muchos aspectos a los ámbitos artísticos y culturales; es decir, evidenciaré cómo el espacio de lo político en México puede ser tanto causa como efecto de distintos fenómenos culturales y, a su vez, cómo estos últimos pueden incidir en una determinada expresión política.

En este escenario, me interesa puntualizar cómo la película, paradójicamente con el apoyo inicial del Estado mexicano y, posteriormente, con su abierta y autoritaria censura, nos muestra cómo el régimen priísta a través de distintas legislaciones jurídicas en materia artística (entre ellas la cinematográfica), podía prohibir cualquier mínima expresión crítica dirigida a un régimen todopoderoso y consolidado, pero con constantes crisis por su autoritarismo y corrupción.

Para lo anterior, quiero apoyarme en la categoría de patrimonio cultural como una variante que en las últimas décadas ha cobrado un notable protagonismo por el peso que le otorgan organismos internacionales como la Unesco. Para ello, comprobaré cómo una novela o un filme, con estrechos vínculos con el pasado histórico de México, nos permiten activar la memoria, confrontar el presente y proyectar futuros. Por lo tanto, nos permiten ahondar en los elementos de identidad (individual y colectiva) que subyacen en función de los temas que se abordan en la cinta y, sobre todo, nos alienta a reflexionar qué tanto hemos cambiado o qué tan vigente puede resultar una obra como La sombra del caudillo (en sus variantes literaria y fílmica).

Si bien se presenta como una muy desafortunada expresión de censura de un régimen autoritario, lo cierto es que esta relevante obra fílmica alentó a abrir (lamentablemente a medias) los oxidados cerrojos de una cinematografía mexicana poco propensa a abordar denuncias políticas y, menos aún, cuando estas señalan, con toda su crudeza, las irregularidades del régimen revolucionario hecho gobierno. En este derrotero, la cinta, en mi opinión, es una obra artística digna de ser revalorada como una importante muestra de patrimonio cultural, tanto por sus cualidades estéticas, como también por su contenido crítico, así como por el marco jurídico en el que se circunscribió la película.

CINEMATOGRAFÍA Y PATRIMONIO CULTURAL

La cinematografía como representación artística proporciona al ámbito histórico e historiográfico, múltiples posibilidades de lecturas, interpretaciones y significados en relación con el contexto de una particular época histórica. En este sentido, el cine, al ser un medio de comunicación de carácter lúdico y accesible, se convierte en un útil mecanismo para aprehender la realidad histórica de un tiempo y espacio determinados y construir conocimiento. De esta manera, por las implicaciones artísticas y políticas, la película La sombra del caudillo —que se convirtió por muchos motivos en un parteaguas del cine mexicano— también puede apreciarse como un excelente producto artístico y, me atrevo a señalar, como parte del patrimonio cultural de México, tal como ha sucedido con otras películas en el plano internacional1.

Más allá de los orígenes y variantes del patrimonio cultural como concepto de análisis —tanto en sus diferentes significados como en los usos sociales que se le han dado, así como las acciones que los aparatos gubernamentales han realizado en su nombre, sobre todo en un contexto moderno en que las aparentes verdades consolidadas se fragmentan—, me detendré en dos de las principales tendencias que han discutido este importante asunto.

Por un lado, está la posición que el Estado priísta posrevolucionario defendió durante la primera mitad del siglo pasado, al difundir ampliamente el concepto de patrimonio cultural a través de distintos aparatos ideológicos; es decir, en este caso se alude a un concepto pragmático y utilitario que se difundió desde el poder político para homogeneizar a todos los miembros de una nación tan diversa como la nuestra, a través de valores culturales compartidos, y para que, de esta manera, dicho patrimonio refleje la identidad, la cultura y la historia nacionales (Althusser, 1974).

Dicha concepción –velada o abiertamente– buscó ocultar las diferencias sociales y culturales de la heterogénea sociedad mexicana; renegó o minimizó el conflicto inherente en un colectivo amorfo y diverso; y simuló los anómalos mecanismos institucionales que las clases hegemónicas —y el Estado mismo— utilizaron para privilegiar los bienes que forman parte del patrimonio cultural de una nación. Todo lo anterior, en nombre de una falaz y artificiosa homogeneidad cultural.

Pero también en el campo del patrimonio cultural, existe la posición divergente a la antes citada, como la que encabezan el historiador Enrique Florescano o antropólogos de la talla del extinto Guillermo Bonfil Batalla y Néstor García Canclini. Ellos, a diferencia del discurso estatal, afirmaron con contundencia que el patrimonio cultural no debe verse como un producto definido y consolidado, sino como una construcción social en permanente transformación (Florescano, 1998). En este sentido, Florescano destaca los siguientes puntos:

1. En cada época se rescatan y seleccionan los bienes que, desde diferentes espacios, se identifican como patrimonio cultural (tangibles e intangibles).

2. Los grupos sociales dominantes realizan la selección bajo criterios excluyentes. Así, generalmente el Estado selecciona los bienes de acuerdo con su particular proyecto histórico y respondiendo a sus determinados intereses (el muralismo en México, por ejemplo).

3. Por lo tanto, y más allá de las posiciones antagónicas, el patrimonio cultural es la expresión del choque y la interacción entre distintos intereses sociales y políticos que conforman a la nación mexicana.

Sobre el tema vale la pena volver a García Canclini y a Bonfil Batalla, para ponderar al patrimonio cultural como espacio, no solo de cuestiones materiales o tangibles, sino también de lucha simbólica entre clases, identidades y grupos sociales, así como de discursos y prácticas —en términos de Jacques Derrida— en permanente construcción-deconstrucción.

En este sentido, considero que desde diversos enfoques hay una constante en las lecturas en torno al patrimonio cultural y es precisamente aquella que refiere que los bienes tangibles e intangibles encuentran elementos comunes, uniformes u homogéneos. Considero que se debe hablar en plural y señalar que existen diversos patrimonios culturales que, en el caso de México, se desdoblan en múltiples expresiones que caracterizan a un país con marcadas diferencias culturales y profundas desigualdades.

En este orden de ideas, quiero poner en la mesa de debate el concepto de patrimonio cultural a través de la cinematografía mexicana de la pasada centuria y, en específico, una cinta emblemática de dicha industria fílmica. A partir de La sombra del caudillo¸ intento mostrar cómo desde la ruptura de las fronteras entre los saberes —es decir, desde un diálogo abierto entre grupos sociales y culturales diferentes— se pueden realizar lecturas simultáneas del pasado y de la historia, las cuales, a su vez, pueden examinarse y representarse de diversas maneras.

Por lo tanto, planteo que, contrario al anacrónico discurso estatal del siglo pasado, en la época del dominio del partido oficial que (des)calificaba, reglamentaba o prohibía expresiones artísticas de talante crítico, considero que la cultura mexicana puede examinarse como la suma de rasgos que la definen y caracterizan en términos identitarios, pero también porque estos valores se desdoblan y redefinen a través del sincretismo, del intercambio de experiencias y de la reconfiguración de diversos discursos.

En el caso específico de la cinematografía, sin duda es una expresión más del patrimonio cultural de México, no solo por los valores artísticos o estéticos que emanan del llamado séptimo arte, sino por las múltiples dimensiones que abarca. Ha servido para construir imaginarios colectivos sobre distintos tópicos de la identidad nacional, aunque también ha forjado diversos estereotipos que, en ocasiones, han distorsionado la realidad (en torno a los roles de género, el mestizaje, la desigualdad o la modernización en la vida cotidiana, por ejemplo). Como señaló Emilio García Riera, “el cine mexicano fue, durante décadas, espejo e instrumento de pedagogía emocional para varias generaciones”.

Pero aunado a lo anterior, desde su dimensión de repositorio y de archivo audiovisual, el cine mexicano y sus miles de filmes han dado cuenta de numerosas transformaciones sociales, económicas, políticas y de vida cotidiana de México. Por lo tanto, esta faceta del cine como resguardo de la memoria e identidad, concibe una dimensión patrimonial que se fortalece y resignifica cuando se incorpora a los distintos acervos fílmicos como la Cineteca Nacional, el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), la Filmoteca de la UNAM o plataformas digitales, donde se resguardan filmes de gran valor histórico.

Por citar un ejemplo en el que se puede constatar cómo el cine ha fungido como patrimonio cultural de México, es sin duda el trabajo pionero del investigador Aurelio de los Reyes. En su extensa producción académica ha resaltado el valor documental de los orígenes del cine en México y sus estudios han servido en demasía para reconstruir la cultura visual y los imaginarios de etapas claves de la historia del país —como el Porfiriato y la Revolución— y, por ende, el patrimonio cultural mexicano (García Riera, 1992).

En este sentido, la historia —en tanto un saber que establece relaciones dialógicas con otras disciplinas—, encuentra importantes insumos en la literatura y en la cinematografía para asir la realidad de un periodo temporal determinado y para entender pasajes significativos y coyunturales de un país tan convulso como México. Examinaremos a continuación una obra emblemática de la industria fílmica de dicho país de la segunda mitad del siglo xx.

LA SOMBRA DEL CAUDILLO: DE LOS VÍTORES A LA MALDICIÓN

La sombra del caudillo es la gran película
del cine mexicano

José Revueltas

En el presente apartado se pondrá en operación un discurso crítico que pondere las diversas lecturas y posturas que se puedan examinar a la luz de nuestro presente —desde la mirada múltiple que privilegia la posmodernidad o las modernidades múltiples— en términos de la ruptura de fronteras entre los saberes histórico, literario, fílmico e historiográfico. Esto se hará a través de una lectura hermenéutica que subyace en la película La sombra del caudillo (1960) del director mexicano Julio Bracho, quien realizó una afortunada adaptación, si no totalmente fiel a la soberbia novela de Martín Luis Guzmán, sí muy respetuosa de la obra original.

Para organizar mi exposición me respaldaré en las vicisitudes que el filme padeció para convertirse en la película “maldita” del cine mexicano. Así fue nombrada por varios especialistas en el tema, debido a la abyecta censura que ejerció contra ella el régimen del entonces presidente priísta, Adolfo López Mateos. Esta autoritaria medida gubernamental en contra de una obra artística de enorme calidad, ilustra claramente cómo el sistema político priísta movía a su antojo los hilos de la censura, especialmente en contra de obras que tenían una fuerte dosis de crítica al sistema y que mostraban con crudeza las incongruencias de un régimen que, en numerosas ocasiones, mostró su cariz corrupto, autoritario y represor2.

Cabe señalar que, en 1960, año de la realización de la cinta, el país conmemoraba los primeros ciento cincuenta años de su independencia y el primer medio siglo de una revolución con tintes justicieros en sus orígenes, y que el partido oficial en el poder utilizó discursiva, ideológica y pragmáticamente. Así, en un clima de “mayor apertura”, el presidente Adolfo López Mateos condecoró a Martín Luis Guzmán con el Premio Nacional de Literatura e incluso declaró ante la prensa que “el país ya estaba listo para llevar a la pantalla grande la novela La sombra del caudillo”.

Quiero puntualizar brevemente que la novela de la Revolución mexicana abrió una veta literaria relevante que, desde el punto de vista testimonial, varios autores recuperaron para retratar las facetas más cruentas de la revuelta armada. Entre ellos destaco a Rafael F. Muñoz, Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, escritores muy dotados en el oficio, quienes ofrecieron una imagen desencantada y pesimista de los resultados nocivos que trajo consigo la Revolución mexicana. Ellos, aunque cada uno a su manera exhibieron con todas sus flaquezas determinados acontecimientos históricos (como la Revolución mexicana), normalmente investidos de una impostada aura gloriosa.

Para propósitos de este trabajo, de manera sucinta puedo señalar que la novela de Guzmán, La sombra del caudillo, fue una obra publicada en Madrid en 1929, durante el destierro del autor debido a su posición crítica a los gobiernos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles y por su adhesión al movimiento vasconcelista. En este panorama, narra la turbia historia de la sucesión presidencial en los años previos a la revolución institucionalizada y es una abierta y aguda crítica al caudillismo represor de la segunda década del siglo xx (Guzmán, 1999).

Curiosamente, la novela logró evadir a los órganos censores del Estado, no obstante que la trama y los personajes resultaban fácilmente identificables con políticos reales, en esta peculiar relación literatura- realidad. Por ejemplo el caudillo, cuya sombra se proyecta en toda la novela (o en la película misma) es el victorioso general Álvaro Obregón; el poco escrupuloso personaje de Hilario Jiménez evoca a Plutarco Elías Calles y el autoritario y sentimental militar Ignacio Aguirre representa a una mezcla de Adolfo de la Huerta (exiliado del país en 1924 tras su fallida rebelión) y del general Francisco Serrano, asesinado en 1927 junto con varios de sus partidarios en el municipio de Huitzilac, Morelos.

Es así que, en 1960, en el contexto del lopezmateismo y el pleno furor de la ideología hecha gobierno del nacionalismo revolucionario, se produjo la cinta. Esta se convirtió en un hito de la cinematografía mexicana, no solamente por su carácter de obra prohibida por un régimen inseguro y vulnerable, sino también por sus profundas repercusiones históricas y políticas, ya que el filme, al igual que su modelo literario, recreó con fidelidad la atmósfera de corrupción, ilegalidad e ineficacia de la clase política triunfante del mitificado levantamiento armado de 1910, que gestó, dio orden y legitimidad al sistema político que reinó por décadas en México.

Conviene mencionar brevemente que, en 1960, era más que evidente el declive de la época de oro del cine mexicano en términos de una boyante industria que tanta fama y prestigio le dio a dicho país décadas atrás. Sin embargo, el agotamiento de temas y argumentos, la caída gradual de la cantidad y calidad de películas producidas al año, así como el fallecimiento de importantes estrellas fílmicas (como Pedro Infante o Jorge Negrete) dejaron en una situación de crisis a un espacio artístico que, años después, tuvo que reinventarse para sobrevivir.

Curiosamente, desde el discurso fílmico y su particular narrativa, Bracho se adelantó a lo que desde el horizonte de enunciación de la Academia histórica mexicana se denominó como corriente revisionista. Se trata de una vertiente representada por un grupo nutrido de historiadores que, desde finales de los años sesenta del siglo xx, examinó los pobres resultados de la “heroica y popular” Revolución mexicana, que para el inicio del sexenio de Adolfo López Mateos ya daba muestras palpables de crisis y agotamiento (Martínez Assad, 2002).

Conviene subrayar que la Revolución mexicana, durante la primera mitad del siglo xx, permeó notoriamente en el naciente espacio de la academia de historia en México, pero también en la literatura de dicho país, con autores de la talla de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Emilio Rabasa, José Rubén Romero o Mauricio Magdaleno. Todos ellos, además de talentosos escritores, fueron testigos de batallas y de muchos de los censurables vericuetos del poder (Trejo, 1986).

Ahora bien, no quiero ahondar en la temática de la novela de la Revolución mexicana que por sí sola daría espacio para intensos debates, ya que es un género en el que se pueden utilizar diferentes criterios de análisis (por ejemplo: estructura, estilo, tema y temporalidad), pero sí quiero enfatizar cómo la obra, aunque alude a importantes temas del pasado reciente de México, no puede calificarse como un ensayo histórico que recree fielmente lo que sucedió durante los años de 1927 a 1929. Sin embargo, considero que la novela, más allá de los elementos de ficción insertos y que buscan el entretenimiento del lector, el texto invita a la reflexión en torno a diversos rasgos de la cultura política mexicana, basada en la traición y en la ausencia de valores.

En este sentido, considero que tanto Martín Luis Guzmán con su obra literaria, como el director Julio Bracho con la adaptación fílmica de la primera, nunca pretendieron hacer historia en términos estrictos, como establecen los cánones de la Academia. Pero sí hacen con sus respectivos relatos una mordaz crítica a una peculiar clase política emanada de la revolución, que utilizó dicha coyuntura para dotarse de legitimidad, en contextos en los que más bien abundan la corrupción, las ineptitudes, las traiciones y los “chaquetazos” (cambio de partido e ideología de algunos personajes) de una clase política cínica, corrupta y voraz, como describen ambos con nitidez.

Cito, a manera de ejemplo, el diálogo entre los protagonistas de la trama de la novela y de la cinta: los generales Ignacio Aguirre e Hilario Jiménez, personajes que debaten con enojo (e incluso cinismo) mientras se sinceran en torno a los designios del caudillo, entonces presidente, aludiendo a Álvaro Obregón.

Ignacio Aguirre: Estamos hablando con el corazón en la mano, Hilario, no con frases buenas para engañar a la gente. Ni a ti ni a mí nos reclama el país. Nos reclaman (dejando a un lado tres o cuatro tontos y tres o cuatro ilusos) los grupos de convenencieros que andan a caza de un gancho de donde colgarse; es decir, tres o cuatro bandas de politiqueros... ¡Deberes para con el país!

Hilario Jiménez: Franqueza por franqueza. Yo no creo lo mismo, o no lo creo por completo. Mis andanzas en estas bolas3 van enseñándome que, después de todo, siempre hay algo de la nación, algo de los intereses del país, por debajo de los egoísmos personales a que parece reducirse la agitación política que nosotros hacemos y que nos hacen. (Guzmán, 1999, pp. 141-142)

En este panorama, el diálogo anterior, así como los discursos literario y cinematográfico de Guzmán y de Bracho, nos muestran hasta qué punto la temporalidad es relativa, ya que los políticos mexicanos, más allá de los contextos históricos en que se desenvuelven, reproducen patrones de conducta similares: ya fuera a finales de los años veinte, época en que está ambientada la novela; o 1960, año en que Julio Bracho hace la adaptación cinematográfica de la novela, o en 2025, año en que realicé esta ponderación.

Ahora bien, resulta útil recordar que el director Julio Bracho es uno de los autores cinematográficos más importantes de la cinematografía mexicana, ya que dirigió varios de los clásicos de la época de oro del cine mexicano como ¡Ay qué tiempos, señor don Simón! (1941), Historia de un gran amor (1942) y Distinto amanecer (1943). Bracho destacó por su propuesta cinematográfica novedosa y detallada y por poseer una formación cultural e intelectual mayor a la de otros directores contemporáneos.

Quiero subrayar que, en palabras del cineasta Julio Bracho, los derechos de la novela para realizar su versión cinematográfica fueron otorgados de palabra por el propio Martín Luis Guzmán veinte años antes de su realización. Es decir, para Bracho, la adaptación fílmica de la novela La sombra del caudillo fue la culminación de un largo sueño y la materialización de una obra artística que siempre deseó dirigir.

Existen testimonios de la actriz Diana Bracho, hija del talentoso director, en los que cuenta que vivió obsesionado durante ¡veinticinco años! con la adaptación fílmica de La sombra del caudillo, hasta que en 1960, cobijado por el apoyo gubernamental de Adolfo López Mateos, consiguió el financiamiento estatal que le ofreció el entonces muy activo Banco Cinematográfico, además del apoyo del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), así como la espontánea y generosa colaboración de importantes estrellas de aquellos años como Tito Junco, Ignacio López Tarso, José Elías Moreno, Carlos López Moctezuma, Víctor Manuel Mendoza y Kitty de Hoyos.

Así, este importante filme fue realizado en el formato de cooperativa; es decir, tanto técnicos y actores aportaron parte de su salario para la realización de la cinta, que alcanzó un ambicioso costo de tres millones de pesos (doscientos cuarenta mil dólares de aquellos años) y las ganancias obtenidas serían repartidas entre los integrantes de la cooperativa. Incluso había tanto optimismo en el gremio cinematográfico que se esperaba construir un hospital para actores con los ingresos de la taquilla.

De esta manera, Julio Bracho realiza una notable adaptación del texto literario y dirige, con la madurez y sapiencia que dan los años, una sólida historia que, además de contar con un elenco muy costoso, tuvo la participación del propio novelista Martín Luis Guzmán quien prologa la obra. Incluso poco antes de su exhibición comercial, la película fue enviada al festival de cine de Karlovy Vary de Checoslovaquia, en el que la película ganó el premio a mejor dirección y Tito Junco obtuvo el de actor protagónico.

No obstante estos blasones y que el estreno comercial de la película en México se planeaba en grande, con el aparente respaldo del gobierno federal, una amplia y copiosa publicidad y su exhibición en numerosas salas de las principales ciudades de México, de manera abrupta e intempestiva la laureada película fue censurada por la Secretaría de Gobernación, cuyo titular era el —ya para entonces muy autoritario— Gustavo Díaz Ordaz. Por lo anterior, quiero poner en relevancia cómo discursos artísticos (como la literatura o la cinematografía) exponen la realidad histórica de un periodo determinado, pero también son parte integral de la realidad misma, como a continuación se mostrará.

LEGISLACIÓN CINEMATOGRÁFICA. UN CAMINO TORTUOSO
E INCONCLUSO

Desde sus orígenes a finales del siglo xix, el cine mexicano intentó regular tanto la observación como los contenidos de las “vistas cinematográficas”. Pero recién en junio de 1913 se dan los cimientos de la legislación sobre esta novedosa actividad, con el primer Reglamento de cinematógrafos que se instituyó durante el gobierno del sátrapa Victoriano Huerta. En agosto de 1913, esta legislación se modificó para censurar previamente los contenidos; es decir, si los órganos censores consideraban que se ultrajaba la autoridad, la moral, el orden o el pudor, la producción de dichos filmes era cancelada (Berrueco, 2009).

Más adelante, en 1919, durante el gobierno de Venustiano Carranza, la Ley de Imprenta estableció en su artículo 19 que si las exhibiciones cinematográficas cometían faltas a la moral o al orden, estas se atribuirían tanto a los autores de las películas, como a los empresarios del cinematógrafo. Sin embargo, si bien el aparato jurídico que rigió la industria cinematográfica tardó varios años en consolidarse, es oportuno señalar que, en ese contexto, el mayúsculo éxito comercial del cine mexicano contribuyó a la inauguración en 1917, de los primeros grandes estudios de la Ciudad de México, Azteca Films, fundados por el fotógrafo Enrique Rosas y la notable actriz, directora y productora Mimí Derba (De los Reyes, 1981).

Dos décadas después y ya con una industria cinematográfica afianzada, el presidente Lázaro Cárdenas reformó el artículo 73 de la Constitución para declarar que el cine mexicano adquiría carácter federal. Asimismo, estableció una disposición que hacía obligatoria la exhibición de películas mexicanas en todas las salas del país. Este acuerdo fue ratificado en 1941 y se convirtió en el gran primer paso para proteger e incentivar a una industria que cobró su mayor auge en la llamada época de oro, durante los años cuarenta y cincuenta.

Así, para 1941, durante el periodo presidencial de Manuel Ávila Camacho, el Reglamento de Supervisión Cinematográfica, sustituyó el término censura por autorizaciones, pero ahora la facultad normativa del cine se trasladó a la Secretaría de Gobernación. En este escenario, el 14 de abril de 1942 se fundó el Banco Cinematográfico S. A., por iniciativa del Banco Nacional de México y con el apoyo financiero del gobierno federal. Sin embargo, esta institución se utilizó más con fines comerciales que artísticos, lo que incentivó la producción de películas menores. Además, no se atacó el peso de los monopolios fílmicos como el del estadounidense William Jenkins quien acaparaba el 80 % de las salas de cine del país, a través de la empresa Operadora de Teatros y Cadena de Oro.

Más allá de estas incongruencias, los productores cinematográficos lograron la exención de impuestos de exhibición sobre las películas locales y sobre la importación de materiales y equipo. En el año 1949 se promulgó la Ley de la Industria Cinematográfica, que estipuló en su artículo 2 que la Secretaría de Gobernación era la dependencia oficial que autorizaba la exhibición de películas; más adelante, en 1952, esta ley sufriría una serie de reformas (Soberón, 1995).

Este último dato resulta importante porque, a escasos días de su estreno nacional, las copias de la cinta La sombra del caudillo fueron requisadas por órdenes del entonces secretario de Gobernación Gustavo Díaz Ordaz. Las razones de la requisición son sencillas —aunque desde otra óptica también resulten complejas—: un día antes de la exhibición de la película, la Secretaría de la Defensa Nacional envió un escueto comunicado en el que afirmaba que el filme de Bracho “denigraba a México y sus instituciones, además de ofrecer una visión falsa de la historia y del Ejército mexicano” (Vega, 1996).

De esta manera, como ha sucedido en otras oportunidades, los intereses políticos no entendieron de razones artísticas y cortaron de tajo cualquier expresión crítica. Y es que, dentro del aparato militar del régimen, estaban insertos importantes obregonistas que vieron la cinta de Julio Bracho como una afrenta. El director, tristemente sorprendido, realizó esfuerzos desesperados por lograr el estreno, pero Adolfo López Mateos prefirió ahogar una crisis institucional severa encabezada por el secretario de Defensa, Agustín Olaechea, que obtener el reconocimiento a cuentagotas de algunos intelectuales e integrantes de la comunidad artística mexicana.

Con el paso de los años, la película adquirió su carácter de “maldita” o “prohibida” y nadie se responsabilizó del destino de las copias de la cinta. El director Julio Bracho quedó moralmente destrozado y sumamente endeudado por los gastos que implicó una película cuyas ganancias proyectadas se volvieron una quimera. Martín Luis Guzmán, ya para entonces montado en la comodidad del apoyo y reconocimiento gubernamentales, nunca apoyó a Bracho, por lo que la carrera artística de este notable director de cine prácticamente quedó destrozada hasta el día de su muerte en 1978.

La película se convirtió en la leyenda negra de la censura gubernamental de obras artísticas de gran valor y, como suele suceder con obras prohibidas de gran valía, comenzó a circular en copias clandestinas de video. Sin embargo, en uno de los clásicos gestos presidenciales de querer “curarse en salud”, el entonces mandatario Carlos Salinas, sin previo aviso y con una polémica paralela ocasionada por la cinta Rojo amanecer, la película La sombra del caudillo se estrenó comercialmente el 25 de octubre de 1990, aunque solo se mantuvo una semana en el cine Gabriel Figueroa.

El daño ya estaba hecho y lo que pudo ser la gran película del cine mexicano, como la calificara el gran escritor José Revueltas, se convirtió en uno de los más penosos, absurdos y tristes casos de censura cinematográfica a nivel mundial. No solamente se prohibió la exhibición de una película de gran manufactura, sino que terminó de manera muy ingrata con la vida artística de uno de los más importantes directores de cine de México.

Si bien la cinta La sombra del caudillo se convirtió en la película maldita del cine mexicano, hoy en día podemos apreciar esta obra como una muestra tangible del patrimonio cultural de un país como México, cuya producción fílmica es muy amplia. Pero también nos permite observar hasta qué punto el control gubernamental ha estado presente para dictaminar qué obras sí valen la pena salir a la luz y qué otras tienen que vivir en el ostracismo y el olvido.

REFLEXIONES FINALES

En el presente trabajo examiné a detalle algunas de las diversas motivaciones que llevaron a los discursos literario y cinematográfico a romper con la idea de una historia de bronce de una Revolución mexicana en apariencia epopéyica, homogénea y triunfante. Y es precisamente desde una mirada inter y transdisciplinaria que se intenta cuestionar los conocimientos consolidados e instituidos para dialogar con otros saberes provenientes de la literatura o la cinematografía, para entender con mayor profundidad la historia de la cual formamos parte activa.

Por lo tanto, quise mostrar cómo una obra emblemática de la literatura —La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán— derivó en una de las mejores realizaciones del cine mexicano y cómo este filme puede ser considerado parte esencial del patrimonio cultural de dicho país. También intenté ponderar críticamente a una coyuntura histórica: más allá de su mitificación, concebirla como un espacio en movimiento, abierto y activo, que evidencia los tipos de transmisión, recepción y reconfiguración de los discursos históricos, pero también otros, como el literario y el fílmico.

De este modo, hoy en día vivimos en carne propia los resultados de una revolución que, en mi opinión, extravió su camino, como tan bien documentaron en sus relatos literatos como Martín Luis Guzmán o Jorge Ibargüengoitia. Desde el ámbito académico, desde la corriente del revisionismo histórico, puedo enfatizar que la clase política actual, lejos de reparar en nuevas interpretaciones de lo que representa la Revolución mexicana actualmente, escasea la reflexión profunda sobre por qué supuestos ideológicos que se mantuvieron indemnes, hoy en día se han derrumbado.

Considero que la enseñanza principal del presente ensayo es que las lecturas de los acontecimientos no se cierran con determinadas miradas, sino que deben estar abiertas a nuevos debates, interpretaciones y representaciones de lo histórico (literario, cinematográfico, musical, teatral, pictórico, etcétera). Solamente la reflexión crítica sobre la realidad nos puede conducir a una lectura más profunda y plural de ella, sin celebraciones estériles ni autocomplacencias, como nos sugieren los textos críticos y reflexivos como La sombra del caudillo y su memorable adaptación cinematográfica.

REFERENCIAS

Althusser, L. (1974). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Ediciones Nueva Visión.

Berrueco, A. (2009). Nuevo régimen jurídico del cine mexicano. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. https://repositorio.unam.mx/contenidos/5012451

De los Reyes, A. (1981). Cine y sociedad en México (1896-1930). Universidad Nacional Autónoma de México; Cineteca Nacional.

Florescano, E. (Comp.). (1998). El patrimonio cultural de México. Conaculta; Fondo de Cultura Económica.

García Riera, E. (1992). Historia documental del cine mexicano (vol. 1). Universidad de Guadalajara.

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  1. 1 Las películas Metrópolis (1927), del cineasta Fritz Lang, Wizard of Oz (El mago de Oz) (1939), del director estadounidense Victor Fleming y Los Olvidados del director hispano Luis Buñuel, son los únicos tres filmes que forman parte del Registro de la Memoria del Mundo, creado por la Unesco y que tiene como objetivo salvaguardar y difundir el patrimonio documental más representativo de las distintas lenguas, pueblos y culturas del planeta.

  2. 2 Para esta reconstrucción de los acontecimientos, me apoyé en el interesante texto de Patricia Vega: La película maldita del cine mexicano, incluida en su libro A gritos y sombrerazos (1996), pp. 159-169.

  3. 3 En términos coloquiales, la palabra “bolas” alude a la idea de una Revolución mexicana desordenada y muy confusa en términos ideológicos y de facciones.