El origen de los fundamentalismos y su impacto en nuestros días. La intolerancia en la religión
y la política en un mundo globalizado

The Origin of Fundamentalisms and Their Impact on Our Days. Intolerance in Religion and Politics in a Globalized World

Martín Mac Kay Fulle

Universidad de Lima, Perú

Amackay@ulima.edu.pe

https://orcid.org/0000-0002-2233-2781

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2024.n012.7688          Recibido: 23.9.24 / Aprobado: 19.11.24

RESUMEN

El presente ensayo intenta explicar cómo se originaron los movimientos fundamentalistas religiosos a partir de la aparición del monoteísmo y, posteriormente, del enfrentamiento del mundo occidental con el islam. Asimismo, intentará desarrollar el origen y la evolución del fundamentalismo político, en especial del fascismo, a partir de ciertos contextos de crisis en occidente y del empuje de ideas, tanto populistas como nacionalistas.

PALABRAS CLAVE: fundamentalismo / intolerancia / ideología / nacionalismo / populismo / democracia

ABSTRACT

This essay attempts to explain how religious fundamentalist movements originated from the emergence of monotheism and subsequently the confrontation between the Western world and Islam. It will also attempt to develop the origin and evolution of political fundamentalism, especially fascism, from certain contexts of crisis in the West and the push of both populist and nationalist ideas.

KEYWORDS: fundamentalism / intolerance / ideology / nationalism / populism / democracy

INTRODUCCIÓN

Desde los albores de la civilización, las creencias religiosas han desempeñado un papel crucial en la configuración de las sociedades. El surgimiento del monoteísmo marcó una transformación radical en la manera en que los seres humanos entendían su relación con lo divino y, a su vez, consigo mismos. Pero ¿cómo ha influido este cambio en la aparición de movimientos fundamentalistas religiosos? ¿Y de qué manera estos movimientos han afectado la dinámica entre el mundo occidental y el islam?

La historia no se detiene en el ámbito religioso. El fundamentalismo también ha encontrado su lugar en la arena política, en la que ideologías extremas, como el fascismo, han surgido en contextos de crisis, alimentadas por ideas populistas y nacionalistas. A través de crisis económicas y sociales, y del empuje de ideas populistas y nacionalistas, estos movimientos han dejado una marca indeleble en la historia del siglo xx.

Sin embargo, en la era de la globalización, estos fundamentalismos —tanto religiosos como políticos— se presentan como fuerzas crecientes que desafían los logros de un mundo interconectado, destacando y amplificando sus falencias. ¿Qué rol juegan estos movimientos en la política contemporánea? ¿Cómo han evolucionado desde sus orígenes y qué lecciones podemos aprender de su desarrollo? En un mundo cada vez más globalizado, ¿cómo continúan influyendo en nuestra realidad diaria?

Este artículo explorará estos interrogantes, llevando al lector a través de un recorrido histórico que examina las raíces del fundamentalismo religioso y político. Al comprender el origen y la evolución de estos movimientos, podremos apreciar mejor los desafíos que enfrentamos hoy. Prepárese para un viaje intelectual que no solo busca informar, sino también invitar a la reflexión crítica sobre los temas más apremiantes de nuestro tiempo.

¿QUÉ ES EL FUNDAMENTALISMO?

A partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, ha sido una constante leer, escuchar y ver en los medios de prensa el término “fundamentalismo”. A su vez, ha sido común asociar —equivocadamente— este término con el mundo islámico, el pueblo árabe y nuestro mundo contemporáneo, así como pensar que un fundamentalista es alguien tradicional, conservador y apegado a sus doctrinas.

La realidad es totalmente diferente. El fundamentalismo no es un solo movimiento que sigue a rajatabla la doctrina de una ideología, ya sea de carácter religioso o político, y ni siquiera se trata de un movimiento ligado a admirar o pretender vivir como en un pasado muy lejano. Este error tan común proviene del uso mismo de la palabra “fundamento”, utilizado por primera vez por los protestantes norteamericanos a inicios del siglo xx (Armstrong, 2018, p. 22). Estos protestantes evangélicos trataban de “diferenciarse del espíritu liberal y secular que imperaba en la época. El movimiento expresaba un consenso sobre ciertos fundamentos y hechos religiosos recogidos en las Sagradas Escrituras” (Saborrido & Borrelli, 2016, p. 10).

Existen diferentes tipos de fundamentalismos. Algunos se basan en lo doctrinario, mientras que otros se apoyan en el estudio y lectura de los textos guías. Lo que sí tienen en común —a través de los siglos y en diferentes contextos culturales— es el sentir ser combatientes de la lucha primigenia entre el bien y el mal, en la cual la única manera de evitar el exterminio y triunfar sobre las fuerzas de la oscuridad es combinar algunas prácticas ancestrales y estrategias modernas. Por ejemplo, tener un líder carismático y un buen aparato de propaganda, muy acorde a lo que las masas (sobre todo jóvenes) quieren oír.

Como bien lo define Armstrong, el fundamentalismo, “para evitar la contaminación cultural, a menudo rechaza las tendencias dominantes de la sociedad y crea una contracultura” (2018, p. 23). Hoy el fundamentalismo se focaliza en su enfrentamiento con la cultura occidental, la cual utiliza a la globalización como herramienta para expandirse. Esta coyuntura, sumada a la rebeldía y a la búsqueda de identidad de millones de jóvenes, han vuelto atractivos a los grupos fundamentalistas. A través de ellos, la juventud inconforme siente que puede transformar sus deseos en realidad, usando su intuición y su espiritualidad, sin apegarse a lo que se asume como “socialmente correcto” y es impuesto por quienes detentan el poder.

Al leer lo antes mencionado podríamos suponer la existencia de una postura muy positiva hacia estos movimientos contraculturales, pero nunca hay que olvidar que tales movimientos, dentro de una lucha sin fin, se autodefinen como los correctos personajes de un drama en el que solo puede existir un ganador. La victoria supone el fin de la existencia de los otros protagonistas del mundo o, en todo caso, en su categorización como entes errados y, por lo tanto, sujetos a una obligatoria sumisión. El fundamentalismo es una autoexclusión, como lo menciona Kienzler citando a Thomas Meyer en su obra Fundamentalismus: este movimiento “pretende ofrecer, en la medida en que condena toda posible alternativa, certezas absolutas, sostén firme, auxilio permanente y orientación incuestionable” (Kienzler, 2000, p. 11).

Un elemento más para aclarar lo que define al fundamentalismo nos lo entrega Juan José Ferrer (2003): “todo movimiento religioso, social y político, basado en la interpretación literal de los textos sagrados y en la negación de conocimientos científicos” (p. 64). La negación de hechos científicamente comprobados es una herramienta sustancial para imponer una ideología extremista en la que no hay más opción que una sola verdad que, además, no puede ni debe ser cuestionada.

A esta idea debemos agregar que, sobre todo en el caso del fundamentalismo religioso, este entra en contradicciones al sustentar que su postura es ortodoxa y fiel a sus orígenes, cuando en toda religión dichos orígenes son oscuros y más bien (sobre todo en las religiones monoteístas) se compusieron de muchas variantes que coexistieron hasta que una de ellas tomó el mando, escribió el dogma y lo impuso, dejando al resto fuera de la norma y catalogando de herejía a todos los que no lo acatan. Como bien menciona Anthony Appiah, “las religiones tienen una tendencia cismática que implica que siempre hay desacuerdos sobre quién pertenece a ellas y quién no” (Appiah, 2019, p. 69).

Concluyendo, el aceptar ser parte de un fundamentalismo es en gran parte aceptar la antigua noción de civilización, en la que se crea lo que Mary Beard denomina “la frontera entre nosotros y ellos”. El otro termina siendo sinónimo de barbarie, ser bárbaro es algo peyorativo y ser distinto a la regla es considerado errado (Beard, 2019, pp. 14-15).

Pero como ya se ha mencionado líneas más arriba, esta historia viene de mucho tiempo atrás, cuando aún el mundo y su devenir se moldeaba a orillas del Mediterráneo. De nuestros ancestros hemos aprendido y mejorado que la mejor forma de asentar ideas e instituciones fundamentalistas es creando un poderoso antagonista a lo que nuestro grupo religioso o político considera sagrado. Como lo menciona Umberto Eco, “tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo existe, es preciso construirlo” (Eco, 2021, pp. 14-15).

Quizás esta es la razón por la cual occidente no observa, no les da importancia a sus propios movimientos fundamentalistas o, en todo caso, los acepta a regañadientes, mientras observa, persigue y enfrenta a aquellos que provienen de otras culturas (por ejemplo, el islam). Lo que sucede entre el mundo cristiano occidental y el mundo musulmán extendido prácticamente en todo el globo es un claro enfrentamiento de extremismos (de uno y otro lado). En un mundo cada vez más interconectado, algunos sectores intolerantes e integristas insisten en imponer una única verdad: la suya propia.

Es muy importante diferenciar a los grupos fundamentalistas de los integristas. Solemos confundirlos, ya que ambos —como bien menciona Umberto Eco—, son “dos conceptos estrechamente ligados y las dos formas más evidentes de intolerancia” (Eco, 2019. p. 35). Mientras los fundamentalistas no necesariamente son intolerantes, eso no sucede con los integristas. Así también, ser fundamentalista se relaciona a ser conservador y tradicional, mientras que “hay integrismos que se presentan como progresistas y revolucionarios” (Eco, 2019, p. 39), tanto en el aspecto religioso como en el político.

LA RAÍZ DEL FUNDAMENTALISMO RELIGIOSO Y POLÍTICO

Como vemos, el fundamentalismo se convirtió en una palabra cotidiana a partir de los terribles atentados que hubo al iniciarse el nuevo siglo. Terribles actos terroristas en Nueva York, París, Londres o Madrid hicieron que el público de la aldea global descubriese a estos grupos conservadores religiosos. Unas cuantas décadas más atrás, luego de acabada la Guerra Fría, ese mismo público observó la aparición de grupos extremistas de derecha, los llamados neonazis, quienes ingresaron en la arena política de un mundo occidental desbordado por temas como la inmigración ilegal y la falta de empleo, factores que favorecieron a los ultranacionalistas. Hoy vemos cómo grupos de un nacionalismo chovinista se van apoderando de a pocos del escenario político, tanto en Europa como en las Américas.

Tanto el fundamentalismo religioso como el político han tomado las primeras planas de la prensa, pero su participación en el devenir de la historia se remonta a mucho tiempo atrás. Lo que nosotros observamos hoy en día en nuestros periódicos, noticieros y sinnúmero de redes sociales es lo que para Klaus Kienzler es la última transformación del fundamentalismo en tres campos: la religión, la política y la filosofía. Una transformación que empezó en la década de 1970, cuando una serie de acontecimientos se sucedieron y formaron una especie de “tormenta perfecta” que afectaría la relación entre las tres grandes sociedades monoteístas del mundo.

Es en los setenta, para ser precisos en 1977, debido a lo mal que le fue a Israel en la guerra del Yom Kipur, que el partido Likud (derecha conservadora) inicia una serie de victorias electorales. En el año 1978 se inicia el papado de Juan Pablo II como respuesta a la aparición de la Teología de la Liberación. En 1979, debido a la corrupción del Sah y su cercanía con el imperialismo norteamericano, en Irán se desata una revolución que lleva al ayatolá Jomeini al poder. Y en 1980 llega a la presidencia de los Estados Unidos un Ronald Reagan que plantea una doctrina para por fin acabar con el enemigo soviético (Kienzler, 2000, pp. 9-10).

El fundamentalismo actual es solo el último de los eslabones de una gran cadena que se origina con la llegada de creencias religiosas y políticas que veían en ellas el único camino hacia lo que podríamos denominar salvación o hegemonía, de acuerdo con el tipo de fundamentalismo que abordemos. En esencia, el fundamentalismo proviene de las primeras sociedades que recurren al pasado “como una fuente pura para encontrar allí una esencia sobre la cual desarrollar un proyecto político o religioso en el presente” (Saborrido & Borrelli, 2016, p. 11).

En el aspecto político, quizás es la antigua Roma, tanto en sus etapas republicana como imperial, las que nos muestra ese tipo de idea fundamentalista en la que solo existe un ente capaz de llevar la civilización y evitar la barbarie. Como dice Máximo Décimo Meridio, personaje principal de la cinta Gladiador (Ridley Scott 2000): “He visto parte del resto del mundo, es brutal, cruel y oscuro, Roma es la luz”. Ese tipo de postura civilizatoria será luego tomada por los estados que surgieron de la disolución del imperio y dieron lugar a la Europa moderna, en donde el patriotismo fue llevado en unos casos a un peligroso extremismo. Ya en tiempos romanos, grandes políticos y oradores como Catón “el viejo” y Cicerón nos hablaban del patriotismo desinteresado, la perfección de la constitución romana y, finalmente, el rechazo a las costumbres importadas (Pérez Fernández, 2016, pp. 76-80).

En el aspecto religioso, la religión judeocristiana aparece como la principal candidata para encabezar los orígenes de dicho fundamentalismo, dada su tendencia a considerar a la ortodoxia como “el lado correcto de la fe” (Kienzler, 2000, p. 22). En cambio, religiones politeístas previas y contemporáneas al cristianismo primitivo fomentaron “la convivencia de las más dispares comunidades religiosas siempre y tanto estas no atentaran contra la seguridad del Estado” (Barceló, 2003, p. 44).

Umberto Eco recalca que “ningún politeísmo ha fomentado nunca una guerra de grandes dimensiones para imponer a sus propios dioses. No es que los pueblos politeístas nunca hayan hecho guerras, pero se trataba de conflictos tribales donde la religión no tenía nada que ver”. (Eco, 2016, p. 312). Son los dos monoteísmos, el cristianismo y el islam, quienes han desencadenado la violencia para imponer un único Dios.

En el caso específico del cristianismo católico, este se diferencia del cristianismo protestante (que observa los textos) y del judaísmo (que observa el comportamiento), en que la iglesia romana “ensalza (…) la tradición y los dogmas” (Kienzler, 2000, p. 27), lo cual provoca la intolerancia contra otros grupos (también cristianos) y su siguiente persecución. Tal fue el caso de arrianos, nestorianos y monofisitas.

Esto no significa que toda la Iglesia católica sea fundamentalista, dado que “los fundamentalismos de tipo religioso son corrientes de pensamiento insertas o vinculadas con confesiones religiosas más amplias que no son fundamentalistas en sí mismas” (Saborido & Borrelli, 2016, p. 11). Lo que sí es cierto es que luego de persecuciones que duraron prácticamente 190 años, los cristianos crearon una iglesia que —amparada en un apoyo imperial— decidió excluir y acosar a aquellos que tuvieran un dogma diferente al romano o una fe totalmente distinta. En pocas palabras, el perseguido y martirizado se transformó en persecutor y verdugo.

Según Appia (2019),

De todas las religiones puede decirse que tienen tres dimensiones. Sin duda existe un cuerpo doctrinal. Pero también está aquello que uno hace, llamémosle la práctica. Y luego está la cuestión de con quién se hacen esas cosas, llamémoslo la comunidad o hermandad”. (p. 62)

El fundamentalismo se concentra sobre todo en la primera de estas dimensiones. Cuando se vuelve extremista y violento, pasa a controlar las otras dos dimensiones y borrar de un zarpazo las libertades individuales. Primero el cristianismo, luego el islam, pero en sí todas las religiones han pasado por etapas en que han impulsado estas actitudes.

El inicio del fundamentalismo religioso: el monoteísmo

Como ya mencionamos líneas arriba, el politeísmo, salvo por un tema de la integridad del estado, siempre tuvo puertas abiertas a la tolerancia religiosa que integraba en su panteón nativo a deidades de pueblos vecinos e inclusive a enemigos. Los egipcios incluyeron deidades libias, nubias, sirias y mesopotámicas, así como de zonas aún muy lejanas como el este del África. Los griegos hicieron lo propio con dioses egipcios como Isis y Apis, mientras los monarcas persas toleraron también a los dioses de los pueblos sometidos. El caso de los hebreos queda registrado en el Antiguo Testamento: los emperadores romanos adoptaron a cuanta deidad encontraron en las provincias conquistadas. Ejemplo de ello fue la aceptación del culto de Mitra que llegó desde el actual Irán y primero se hizo popular entre las tropas, para luego difundirse entre otros sectores de la población (Mac Kay & Olavarría, 2022, p. 67).

Es recién cuando, por un contexto de debilidad en el imperio, con problemas tanto internos como externos, los cesares se vieron en la necesidad de tomar medidas drásticas contra cualquier grupo que se transformara en un peligro para la propia existencia del Estado romano. Lo hicieron a partir de un monoteísmo férreo que cuestionaba la divinidad del emperador, así como de toda la mitología en torno a la creación del imperio y su destino como dirigencia del mundo. El cristianismo primitivo se convirtió en un problema que debía ser liquidado rápidamente para evitar su expansión o, en todo caso, la aparición de grupos similares, sobre todo en un tiempo como el siglo iii, cuando la pugna por el poder y las invasiones de pueblos fronterizos se volvió cotidiana (véase la Figura 1).

Emperadores como Maximino “el Tracio” (235), Decio (249-251) y Valeriano (256-259) y posteriormente —durante la llamada tetrarquía— gobernantes como Diocleciano, Maximiano, Constancio y Galerio, realizaron la mayor de las persecuciones entre los años 303 y 313 al intentar, más allá de consolidar su poder imperial, restaurar los tradicionales cultos grecolatinos de la religión clásica alrededor del dios Júpiter y el semidiós Hércules. En frente se encontraron con una necia turba que consideraba su fe antes que las leyes del Estado. Como explica Jerry Toner: “Diocleciano, en cualquier caso, intentó restaurar la salud del imperio impulsando la moralidad tradicional. Para ello, centró sus arremetidas contra un grupo religioso radical que, según le parecía a él, había ofendido a los dioses con sus nuevas creencias” (Toner, 2021, p. 196).

Figura 1

Contexto de los inicios del cristianismo

Nota. Los primeros cristianos fueron vistos como un grupo extremista dentro del Imperio romano, por lo que fueron perseguidos y martirizados. Esto llevó al grupo a una postura fundamentalista, tanto antes como luego de adquirir su supremacía frente a otras confesiones dentro del imperio. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Estas persecuciones no intentaban erradicar una ideología religiosa por sus dogmas (aún no muy claras ni para sus propios seguidores) ni por sus prácticas. Su función era impedir una ruptura al interior del Imperio, en tiempos en los que se sentían diversas amenazas que potenciaban un probable fin del orden conocido hasta entonces. Las persecuciones fueron una medida política más que una medida religiosa. Recordemos las palabras de Martínez Hoyos sobre los libros sagrados: “reflejan el momento en que fueron escritos. El peligro no está en ellos sino en la intolerancia del que propone una exégesis corta de miras (…) El problema no estaría en las religiones sino en la utilización que los seres humanos hacen de ellas” (Martínez Hoyos, 2020, p. 13).

La tradición cristiana sostiene que miles fueron martirizados y muertos por orden de los emperadores mencionados y por mano de funcionarios de la burocracia imperial. Pero como menciona Catherine Nixey en su obra La edad de la penumbra (2021), la realidad fue otra. Son los cristianos, en un afán de imitar el sacrificio de Cristo, los que en un fanatismo nunca antes visto, intentan sacrificarse mediante la búsqueda del martirio, cometiendo cualquier delito que los acercase a la pena capital. Existen incluso registros de los intentos por parte de las autoridades de salvar a los acusados, pero estos se niegan ya que buscan la vida eterna. Su convicción era tal, pues gracias a la crucifixión “los cristianos habían sido salvados, los demás no” (Nixey, 2021, p. 46). Una convicción que era clara herencia del judaísmo. En el caso de no ser ejecutados, las fuentes romanas nos hablan de suicidios, a veces de manera colectiva. Pero, pese a todo esto, “en la práctica, el número de cristianos ejecutados no debió de ser muy alto, quizás unos pocos centenares” (Toner, 2021, p. 196).

Toda esta visión del cristianismo como un movimiento subversivo irá terminando con la promulgación, por parte de Constantino I, del Edicto de la Tolerancia de Nicomedia (311) y el Edicto de Milán (313), documentos que dictan a la religión de Cristo como parte de los cultos oficiales del Imperio y permiten la devolución de los bienes de los antes perseguidos (véase la Figura 2). Desde este instante, la iglesia empieza a crecer en tamaño e influencia en la corte. Posteriormente, gracias al primer Concilio de Nicea (325), se dictaminaron los cánones del cristianismo o Credo Niceno, según el cual todos aquellos grupos que no siguiesen dicho credo serían considerados herejes.

Figura 2

Constantino I y el crecimiento del cristianismo en Roma

Nota. Constantino “el grande” fue el emperador romano que aprovechó el crecimiento del cristianismo dentro del Imperio para llegar al poder. Tras su ascenso, el cristianismo se acercaba a ser la única doctrina religiosa permitida dentro del Estado. Posteriormente, los perseguidos fueron los persecutores. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Finalmente, en el año 380, el emperador Teodosio I mediante el Edicto de Tesalónica hizo que el cristianismo niceno se volviera la única religión oficial dentro del Imperio y las denominadas herejías empezaron a ser perseguidas. Tiempo después, lo mismo sucedería con las antiguas religiones, incluidas la del panteón grecorromano. Los perseguidos se volvieron perseguidores.

Miles de seguidores de las religiones clásicas, ahora llamados despectivamente páganos, debieron abandonar su fe y convertirse al cristianismo niceno so pena de ser castigados e inclusive muertos por turbas fanatizadas e incentivadas por supuestos hombres santos. De igual modo, los cristianos que no compartían la idea de un dios trinitario, sino que tenían una concepción distinta de la naturaleza de Cristo, tuvieron que huir del imperio y crear sus propias iglesias en el medio y lejano oriente. Tal fue el caso de los seguidores de Arrio, Nestorio y Pelagio.

Desde el inicio de esta relación entre Estado y cristianismo se pensó en tener una fe única y clara para toda la población del imperio, empezando por los mismos cristianos. Como afirma Reza Aslan,

Constantino era militar, no teólogo, y por eso estas discrepancias lo ponían nervioso, de modo que exigió una respuesta firme al problema de la naturaleza de Jesús y la relación entre el Padre y el Hijo. Para presentarse a una población dividida como el único líder verdadero de Imperio, necesitaba un acuerdo sobre la esencia del único líder verdadero del cielo. (Aslan, 2019, p. 170)

Esa respuesta sería Nicea.

La idea de una única fe, un único pueblo, había sido tomado de los textos sagrados como el Antiguo Testamento judaico, en el que fuera del pueblo elegido, solo queda gente infiel que merecía el castigo de Dios. Por así decirlo, el castigo que se les dio a sodomitas y gomorritas se trasladó a todos aquellos que no compartían las ideas registradas en Nicea. Eso sí, la esclavitud seguiría existiendo y otras malévolas formas de castigo a los herejes aparecieron. Los tiempos de la intolerancia mantenida por siglos por el politeísmo habían llegado a su fin (Toner, 2021, p. 214).

¿Cómo así una religión de pocos se volvió la religión oficial del Imperio más formidable del planeta? La respuesta es sencilla. En un tiempo de tanta turbulencia provocada por las luchas, tanto internas como externas, cuando la posibilidad de perderlo todo estaba tan cerca y la muerte era una opción en cualquier momento, la aparición de una religión que “aportaba consuelo, compañía y un sentido a esta vida, sino que además ofrecía la promesa de la felicidad eterna en la siguiente” (Nixey, 2021, p. 36) se volvió sumamente popular.

La llegada al poder de un emperador como Constantino I “el grande”, el cual, según las fuentes históricas no cristianas de la época, era un hombre cruel y déspota, permitió a los cristianos no solo movilizarse con libertad dentro del Imperio sino también ingresar a los círculos de poder para, de esta manera, ser un fiel soporte del nuevo soberano en tiempos en que la traición era la característica más saltante alrededor del trono. A esta coyuntura hay que agregarle que “muchos hombres de talento y ambición se apresuraron a integrarse” (Toner, 2021, p. 212) a la nueva religión patrocinada por el Estado (ver Figura 2).

Constantino depositó su confianza en los antiguos perseguidos, teniendo en claro que esta religión monoteísta calzaba perfecto con su idea de control imperial alejado de la famosa tetrarquía de la que su padre fue miembro. La nueva tesis era: un Imperio, un emperador y un dios. Constantino entendió perfectamente que el monoteísmo cristiano era especialmente intransigente frente al resto y esto haría de sus seguidores un arma fanática a favor de su idea de unidad. Fue entonces que, en compensación a esta lealtad, “La iglesia tan recientemente perseguida, se encontró de repente como inesperada receptora de asombrosas cantidades de dinero” (Nixey, 2021, p. 111).

Y no solo los creyentes anónimos del cristianismo, pues, desde la jerarquía, los obispos se encontraron con mucho dinero en las manos. Asimismo, Constantino permitió que un grupo aún pequeño dentro de la población del Imperio pudiese, con la venia del Estado y pese a la tolerancia expuesta en Nicomedia en el año 311, atacar y saquear los templos de la religión tradicional; luego permitió también destruirlos hasta los cimientos y, en el mejor de los casos para la supervivencia de la impresionante arquitectura grecorromana, transformar los templos en iglesias. Ejemplos de estas destrucciones o transformaciones se observan en muchos de los templos ptolemaicos en Egipto. Mientras templos como el de Serapis en Alejandría fue destruido hasta los cimientos, el templo de File o el famoso templo de Luxor se transformaron en iglesias.

Otro caso interesante de analizar es el ataque de las hermosas estatuas de las deidades clásicas. Los bellos cuerpos de mármol eran decapitados, mutilados en sus extremidades, cercenados en sus partes íntimas o desfigurados en sus rostros. Las estatuas —antes admiradas y adoradas como si fuesen realmente la manifestación de las deidades en la tierra— eran vistas por los nuevos persecutores cristianos como contenedores de demonios y, por lo tanto, blancos para destruir. Ni hablar de los objetos que eran posibles de fundir y transformarse en oro, el cual se repartía entre las huestes destructoras y los fondos imperiales.

Pero lo más penoso, más allá del descalabro de impresionantes edificios y del saqueo de sus tesoros artísticos, fue que, al dejar de funcionar estos edificios, desaparecieron los centros del saber, ya que los templos eran (desde siglos atrás) sedes de escuelas filosóficas, así como recipientes de las bibliotecas públicas más importantes. “La guerra contra los templos paganos era también una guerra contra los libros que con frecuencia se almacenaban en su interior para que estuvieran seguros” (Nixey, 2021, p. 108).

Es así como un pequeño grupo de fanáticos, apoyados por un gobernante como Constantino (asesinó a su cuñado Licinio, a su primogénito Crispo y a su segunda esposa Fausta), que intentó buscar, a toda costa el poder, logró, mediante la violencia y el terror, asentarse en él y construir los cimientos de la que sería en muy poco tiempo la religión predominante alrededor del Mediterráneo y posteriormente de todo el globo.

Es más, el inicio de la destrucción del mundo clásico y sus conocimientos (la edad oscura) se inició mucho antes de la caída de Roma occidental en el año 476. El oscurantismo medieval se inició siglo y medio antes, cuando, tras reunirse con los obispos, Constantino propició la persecución de los cristianos arrianos. No existe comparación entre los ríos de sangre que corrieron a partir de la llegada de los cristianos al poder con aquellos que fueron víctimas de las persecuciones imperiales. La piedad cristiana de los siglos iv hasta tiempos del medioevo fue en realidad una férrea maquinaria de castigos, que la primitiva iglesia llamó misericordia.

Fue así que los tiempos del conocimiento, de la admiración a la vida y la belleza de los clásicos se olvidó, y vino un tiempo en el que se exigía el ascetismo, la abstinencia y el autocastigo. Breve, pero duro, el Occidente europeo le dijo adiós al teatro, a la costumbre de los baños o a la alegría de las fiestas. Asimismo, el pensamiento liberal de los clásicos que, por ejemplo, consideró la sexualidad como algo natural y cotidiano, casi desapareció y, en su remplazo, llegó la vida monástica, que fue vista como el único y verdadero camino.

Ver un mundo sin límites para el cuestionamiento fue el mayor de los delitos; ejemplo de ello fue el linchamiento de la matemática y filósofa alejandrina Hipatia, alrededor del 415 d.C., a manos de una turba de cristianos sedientos de borrar de la faz de la tierra a cualquiera que fuese un recuerdo de los tiempos en donde lo divino iba más allá de un templo o de una sola fe. El caso de Hipatia fue de los primeros enfrentamientos entre grupos fundamentalistas. No solo eran violentos los engrandecidos cristianos, sino también los judíos y paganos alejandrinos (Eco, 2016, p. 299).

Tras la desaparición casi total de los “no creyentes”, el cristianismo transformó en canon al Nuevo Testamento, un conjunto de lecturas desarrolladas entre el 150 a 200 d.C. Estos textos fueron realizados en un “proceso muy lento y en él jugó un papel importante la autoría, real o fingida, de un escrito por parte de un apóstol. La inspiración como tal no desempeño papel alguno” (Tamayo, 2016, p. 210).

No será hasta que algunos siglos después, una cultura hambrienta de conocimiento y con una inicial apertura hacia otras civilizaciones, rescataría de las cenizas lo que hoy llamamos Occidente. Como bien comenta Violet Moller en su obra La ruta del conocimiento (2019), Occidente renace en las ciudades islámicas de Alejandría, Bagdad y Córdoba, para luego trasladarse nuevamente a Europa desde las urbes cristianas de Toledo, Salerno, Palermo y Venecia, justamente las ciudades europeas con mayores contactos con el mundo musulmán. Mundo que aprenderá —por la traumática experiencia de las cruzadas organizadas por los europeos medievales— el significado del fundamentalismo en su máxima expresión.

Entonces, ¿por qué muchos ven equivocadamente al mundo islámico como sinónimo del fundamentalismo religioso? ¿Será, como menciona Martínez Hoyos, que el mundo occidental tiene una manía persecutoria con respecto al islam, pese a que los datos empíricos demuestran que no es real ese miedo? ¿Es la islamofobia una creación del enemigo necesario basado en una desprecio e ignorancia que mira la paja en el ojo ajeno y no la vara en el propio? (Martínez Hoyos, 2020, p. 14).

Lo cierto es que, a lo largo de los siglos, el cristianismo en todas sus variantes (pero especialmente la católica), mantuvo, hasta la actualidad, corrientes fundamentalistas que se basan en cuatro principios. El primero es la aceptación de que los libros sagrados deben ser leídos con un sentido literal, dado que fueron “dictados” por Dios; segundo, la lectura debe obviar la interpretación, porque esta genera múltiples opciones; en tercer lugar, el lenguaje bíblico es algo real, no es metafórico; como cuarto punto, el fundamentalismo acepta la posibilidad de que Dios utilice la violencia si esto lleva a un fin primordial y, finalmente, el fundamentalismo ve a la modernidad como enemiga de la fe (Tamayo, 2016, pp. 228-229).

El origen de la religión islámica

A diferencia de lo que piensa la mayoría, la religión islámica nació muy lejos de lo que hoy conocemos como fundamentalismo. Más bien, como lo menciona Tariq Ali:

en sus orígenes, el judaísmo, el cristianismo y el islam fueron tres versiones distintas de lo que hoy denominaríamos un movimiento político. La política y la cultura de la época requerían que se crease un sistema de creencias convincente que permitiera resistir contra la opresión imperial y/o unir a un pueblo muy diverso. (Ali, 2005, p. 69)

En el caso de la religión islámica, fue la segunda opción (la de unir a un pueblo muy diverso) la que provocó su aparición, expansión, evolución y consolidación, a partir de la prédica del profeta Mahoma en la primera mitad del siglo vi después de Cristo. Tanto con el discurso como con las armas, el Mahoma o Mohammed expandió la idea de un único dios, Alá (al-lāh), el cual, por intermedio del arcángel Gabriel (Yibril), enseñó al profeta la verdadera fe (véase la Figura 3).

Es importante mencionar que, previa a la aparición de Mahoma y su movimiento religioso, el mundo árabe era un conjunto de tribus seminómadas y politeístas dedicadas a comerciar y guerrear entre ellas, siendo vasallas o aliadas de los grandes imperios de la antigüedad. Con Roma, por ejemplo, fueron intermediarios del comercio que unía el Mediterráneo con la lejana India (Breton, 2009). Los árabes vivían bajo el vasallaje o influencia del Imperio cristiano de Bizancio y de la Persia sasánida y su zoroastrismo, que, sumado a la población judía del Cercano Oriente, influyeron mucho en la conformación de la nueva religión monoteísta. Tanto así que, en un principio, el cristianismo oriental observó al islam no como una nueva religión, sino más bien como un nuevo tipo de herejía del propio cristianismo (Martínez Hoyos, 2020, p. 29).

Figura 3

El ángel Yibril y Mahoma

Nota. La tradición islámica nos cuenta cómo el ángel Yibril le informa al profeta Mahoma sobre los deseos de Alá para que empiece la difusión de la nueva fe entre las tribus árabes politeístas. La aparición de la tercera religión monoteísta abrahámica traerá, a futuro, choques con el judaísmo y con el cristianismo. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Para el mundo musulmán, estos tiempos preislámicos o paganos, que incluyen a personajes famosos como la bíblica reina de Saba o la reina Zenobia de Palmira; a civilizaciones importantes, como los reinos comerciantes de la Arabia Felix (Yemen) o el reino nabateo, constructor de Petra en la actual Jordania, y a los reinos árabes cristianos de los gasánidas (monofisitas) y lájmidas (nestorianos) a inicios del medioevo europeo, pertenecen a una etapa conocida como yahiliyya que significa “época de la ignorancia” (Ali, 2005, p. 72), cuando el panteón de dioses era enorme y las divinidades tenían imágenes similares a los hombres.

Todo esto acabaría con la llegada de Mahoma y el único dios, Alá. Es interesante notar que, además de tener que luchar contra el tradicional politeísmo de los árabes, el profeta tuvo la suerte de que el judaísmo, ampliamente conocido en la península arábiga, no tuvo eco entre la población local por lo cerrado que era y por la idea hebrea de un único pueblo elegido. De esta manera, como afirma Ali:

El islam fue el cemento empleado por Mahoma para unir a las tribus árabes y, desde el principio, consideró el comercio como la única ocupación noble. La nueva religión se caracterizaba por una mentalidad nómada y a la vez urbana. (Ali, 2005, p. 75)

Las enseñanzas que Yibril transmitió a Mahoma constituirán el libro sagrado del islam, al cual conocemos como el Corán (la recitación). En él se deja muy claro que existen cinco pilares que sustentan la fe difundida por el profeta. Estos son: la shahada o aceptación de que existe un único Dios y Mahoma es su profeta; la salat, que es el rezo (cinco veces al día) con dirección a la ciudad sagrada de la Meca; el azaque, que es la limosna a los más desposeídos; el sawn o ayuno, que se celebra en el mes sagrado del Ramadán, y, finalmente, el hajj o peregrinación a La Meca, que debe realizarse por lo menos una vez en la vida.

Es importante recalcar que, luego del Corán, existen otros textos sagrados para los seguidores del islam, los cuales también son utilizados por los grupos fundamentalistas como fuente de la ley islámica. Estos son los conocidos Dichos del profeta, compuestos básicamente por frases que, desde los labios de Mahoma, marcan el camino del verdadero creyente (Sobh, 2016, pp. 234-236).

Más allá de todo el tema dogmático, la pregunta es ¿cómo esta religión, producto de un pueblo que no estaba en el radar de nadie, pudo expandirse tan rápido y ser fundamento de una de las grandes civilizaciones de la humanidad desde su aparición? La respuesta es, por un lado, que los árabes vieron en esta nueva fe la forma de mejorar su subsistencia y, en especial, sus negocios comerciales que estaban limitados a ser solamente intermediarios entre los grandes estados de su tiempo; por otro lado, se dio una coyuntura particular, en la que estos imperios (Bizancio y Persia) entraron en una completa decadencia —debido a un conflicto entre ambos que ya llevaba cuatro siglos desgastando sus arcas y a sus ejércitos (Kennedy, 2007)— y no pudieron resistir la embestida de masas de árabes motivadas por la llegada de la nueva religión. “Los vertiginosos triunfos de este ejército se veían como una señal que Alá era omnipresente y respaldaba a los creyentes” (Ali, 2005, p. 77).

A todo esto, hay que sumar que muchos súbditos de Constantinopla y Ctesifonte prefirieron apoyar la llegada de los árabes y su fe, debido a que estos ofrecían más libertades religiosas y una recaudación de impuestos y de levas militares mucho más benévolas que sus anteriores amos (Martínez Hoyos, 2020, p. 28). De esta manera, se inició una interesante tradición, en la que “el islam siempre ha prosperado mediante el contacto con otras tradiciones” (Ali, 2005, p. 85). De esta manera, las poblaciones de los territorios conquistados, si es que no se convirtieron a la fe del profeta, mantuvieron su religión y su cultura como no había sucedido antes con el cristianismo trinitario o el zoroastrismo persa.

¿Cuál fue entonces el detonante para que el islam, con una tolerancia y una visión universal de la humanidad, iniciara una o varias posturas fundamentalistas con aquellos que no seguían las normas escritas del Corán? ¿Fue este un detonante al interior de la fe islámica o una provocación fuera de ella?

Las cruzadas: el origen del fundamentalismo islámico

Como se mencionó al inicio del texto, parte del origen del fundamentalismo se ha debido a la creación de un enemigo, lo que no solo ayuda a que dentro de nuestro grupo se genere un fuerte sentido de identidad y de autoproclamación, sino también dentro de los grupos foráneos y excluidos de nuestra cultura y, por lo tanto, de nuestra verdad. Esto funciona más aún cuando al enemigo se le “percibe como distinto y feo porque es una clase inferior” (Eco, 2019, p. 25).

Así como las brujas del Medioevo, el islam se transformó en ese rival a vencer al estar fuera de la verdad cristiana. Solo que, mientras que las brujas no existían, el mundo islámico, al recibir el ataque del lado fundamentalista de la cristiandad, fue creando sus propios sectores fundamentalistas, “pese a que en el mundo árabe no existe antisemitismo teológico, porque el Corán reconoce la tradición de los grandes patriarcas de la Biblia, desde Abraham hasta Jesucristo” (Eco, 2019, p. 209). Más bien, el islam, en plena expansión medieval, fue una religión tolerante y que consideraba similitudes con las otras dos grandes doctrinas monoteístas.

Entonces, ¿cuáles fueron estos golpes de parte del Occidente cristiano para que se desarrollase un fundamentalismo dentro del islam?

Si hacemos una línea de tiempo, debemos iniciarla en el Medioevo para entender cómo esta religión empezó a cultivar dentro de algunos de sus fieles la idea de ser seguidores a ultranza de las escrituras sagradas y, por ende, distanciarse y, en ocasiones, enfrentarse a aquellos que no comparten sus ideas religiosas. Es decir, el momento en que algunos seguidores del islam deciden dejar la tolerancia inicial y asumir al diferente como pagano o hereje, lo que —ya con anterioridad y como hemos visto— hizo el cristianismo. Este momento fue, sin duda, la primera cruzada de 1096 a 1099, un conflicto bélico convocado por la iglesia romana y financiada tanto por grandes familias nobiliarias de Europa occidental, como por masas de campesinos fanatizados (véase la Figura 4).

Bajo el pretexto de resguardar los santos lugares y a los peregrinos que viajaban a Palestina,

la Primera Cruzada se apoderó de la imaginación popular por su dramatismo y violencia. Sin embargo, no solo fue teatro. Si la expedición continúa hechizando a Occidente, es porque en gran medida contribuyó a moldear todo lo que vino después: el ascenso del poder papal, la confrontación entre el cristianismo y el islam, el desarrollo de los conceptos de “guerra santa”, piedades caballerescas y devoción religiosa. (Frankopan, 2022, p. 29)

Hay que recalcar que, cuando los cruzados emprendieron su camino hacia Jerusalén, no se enfrentaron a los árabes, sino a otro pueblo islamizado, los turcos, provenientes de las estepas que rodean el mar Caspio. De allí que ya podríamos a empezar a mencionar el enfrentamiento no de dos pueblos, sino de dos confesiones: una de ellas sólidamente convencida de ser el único camino hacia Dios y la salvación, mientras la otra argumentaba ser la única ruta hacia la divinidad.

Figura 4

Participación de la Iglesia católica en las cruzadas medievales

Nota. Sin duda, las cruzadas medievales fueron organizadas por la Iglesia católica y por la nobleza europea, las que evidenciaron el fundamentalismo cristiano y, a su vez, plantaron la semilla para el origen del fundamentalismo islámico. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Una de ellas, la cristiandad, le enseñó al islam (con las tomas de ciudades como Antioquía y Jerusalén) que en la guerra santa no hay misericordia y que una sola fe debía establecerse en la faz de la tierra; la otra debería desaparecer de raíz y esto, según los atacantes, estaba avalado por Dios. A la primera cruzada le siguieron la segunda (1147-1149); la tercera, famosa por la presencia de Ricardo “corazón de león” y Saladino (1189-1192); la cuarta, que en realidad fue un enfrentamiento entre cristianos (1202-1204); la quinta, que no tuvo un final bélico sino diplomático (1217-1229); la sexta (1228-1229), una victoria efímera por las envidias dentro del bando cristiano dirigido por el emperador alemán Federico II; la séptima (1248-1254) y la octava (1269-1270), que fueron dirigidas por el rey de Francia, Luis IX, también conocido como San Luis; y, finalmente, la novena, encabezada por el futuro rey de Inglaterra, Eduardo I (1271-1272).

En total, fueron 177 años de violencia que dejaron, pese a la victoria final de los musulmanes, al mundo árabe transformado, además de saqueado por las huestes europeas, lo que provocó el traslado del eje del mundo hacia Occidente. Como menciona el historiador libanés Amin Maalouf,

asediado por doquier, el mundo musulmán se encierra en sí mismo, se ha vuelto friolero, defensivo, intolerante, estéril, otras tantas actitudes que se agravan a medida que prosigue la evolución del planeta de la que se siente al margen. A partir de entonces, el progreso será algo ajeno, al igual que el modernismo. (Maalouf, 2009, p. 201)

Siguiendo con el impacto de las cruzadas, agrega Maalouf: “Ni Irán ni Turquía ni el mundo árabe han conseguido resolver este dilema; por ello seguimos asistiendo hoy en día a una alternancia con frecuencia brutal entre fases de occidentalización forzada y fases de integrismo a ultranza fuertemente xenófobo” (Maalouf, 2009, p. 201).

Aquí está el inicio del enfrentamiento entre dos religiones, dos mundos y, finalmente, dos tipos de fundamentalismo basados en la creencia de una cultura superior y una fe única. Lo que aún falta contar es cómo las cruzadas solo fueron el primer eslabón de una gran cadena de acontecimientos que darían sustento a que miles de musulmanes vieran a las corrientes fundamentalistas como referentes y que proclamaran una supuesta versión más pura del islam, siguiendo a rajatabla el mensaje del Corán. Una visión pesimista producto de lo sucedido en las cruzadas provocó la creación un pensamiento irreal de un “tiempo de oro” en que Mahoma y los primeros califas tenían la dirigencia de un mundo perfecto que luego se detuvo (cultural y moralmente) y se contaminó por el contacto violento con Occidente; la idea del fundamentalismo es hacer “renacer” un estado islámico ideal (Kienzler, 2000, p. 90).

El imperialismo: la exacerbación del radicalismo en el islam

Luego de las cruzadas, el mundo árabe musulmán sufrió la conquista de un pueblo centroasiático islamizado, los turcos otomanos. De esta manera, los sultanes de Estambul se volvieron protectores de las ciudades santas de La Meca y Medina, dentro de cuyas fronteras vivía gran parte de la población musulmana (Ali, 2005, p. 95).

Durante casi 500 años, el Imperio otomano fue un estado que mostró tolerancia a exiliados que huían de persecuciones. Ejemplo de ello son los judíos de la península ibérica y los cristianos protestantes del centro de Europa. Pero con quien no tuvo piedad fue con cualquier movimiento “hereje” dentro del islam. De esta manera, se protegía la unidad de un estado multiétnico en el que los diversos pueblos que lo conformaban tenían la posibilidad de ser parte de la burocracia gobernante y evitó el surgimiento de grupos disidentes que pudieran acercarse al fundamentalismo (Ali, 2005, p. 96).

No es hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial en que el rencor nacido en el Medioevo tendría la oportunidad de acrecentarse y dar paso a la formación de grupos islamistas estructurados.

El Imperio otomano, aliado del Imperio alemán y del Imperio austro-húngaro, se enfrentó a Gran Bretaña y sus colonias, así como a la República Francesa, quienes motivaron a los árabes a levantarse contra sus amos turcos a cambio de su libertad y la creación de un estado panárabe que sería conocido como la gran Siria o el país de Sham (Apodaca del Hoyo, 2012, p. 1) (véase la Figura 5).

Figura 5

Conflictos entre Occidente y el islam durante la Primera Guerra Mundial

Nota. La repartición de los territorios árabes entre británicos y franceses al finalizar la Primera Guerra Mundial ahondó aún más las fricciones en las relaciones entre Occidente y el islam. El ofrecimiento de una gran patria para los árabes quedó en el olvido y, más bien, Jerusalén estuvo bajo el dominio de los ingleses hasta finalizada la Segunda Guerra. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Lamentablemente, este ofrecimiento, en el cual estuvo involucrado el famoso Lawrence de Arabia, iba paralelo a un pacto secreto entre Londres y París, el acuerdo Sykes-Pikot, que definía la división del Oriente Próximo entre las dos potencias europeas. Este acuerdo se realizó mediante

una serie de reuniones celebradas en la segunda mitad de 1915 a comienzos de 1916, [en donde] sir Mark Sykes, un parlamentario engreído al que el secretario de Estado para la Guerra, lord Kitchener prestaba mucha atención, y François George-Picot, un diplomático francés arrogante, se repartieron la región. (Frankopan, 2016, p. 385)

Mientras Francia recibiría Siria, el oeste de Irak y el Líbano (es decir, un fértil territorio), Gran Bretaña se anexaría el este de Irak, Transjordania, Omán, Bahréin y Kuwait que, además de ser también fértil, contenía fuentes petroleras conocidas y muchas por explorar. Finalmente, Palestina estaría bajo control internacional debido a su condición de ciudad santa (Saborrido & Borrelli, 2016, pp. 53-54).

Todo esto provocó el enojo de los árabes y el islam, empezando por la dinastía hachemita, la cual estaba destinada a gobernar el ofrecido estado de la gran Siria. Los árabes se tuvieron que conformar con establecer un estado independiente en las candentes arenas de lo que hoy es Arabia Saudita, monarquía que tiene a la dinastía Saúd a la cabeza. La idea de reestablecer un gran califato como antes de la llegada de los turcos, había terminado.

Mientras los hachemitas —abiertamente opuestos a la presencia extranjera, pero con una visión más abierta al diálogo entre grupos religiosos— perdieron, primero, su corona en Siria, luego en Irak y, finalmente, solo pudieron instalarse en la actual Jordania, la casa de Saúd establecería un gobierno absolutista que iría unificando gran parte de la península arábiga. Esto se logró gracias a su alianza con los británicos, los cuales estaban hambrientos por controlar el comercio en el golfo Pérsico, pero también por la alianza entre el primer monarca saudita, Abdal Aziz ibn Saud, y el clérigo Ibn Wahhab, fundador de la secta fundamentalista del wahabismo (hoy la versión oficial del islam saudí), la cual ayudó a la creación de un reino en el que el rey tiene un poder prácticamente autocrático.

¿Y de qué trata este primer movimiento claramente fundamentalista apoyado por un gobierno árabe? Básicamente, el wahabismo

se oponía a la adoración al profeta Mahoma, criticaba a los musulmanes que rezaban en los sepulcros de los santos, condenaba la costumbre de grabar inscripciones en las sepulturas, hacía hincapié en la unidad de un solo Dios y tachaba de heréticos e hipócritas a todos los grupos sunníes e incluso a otros que no eran sunníes. (Ali, 2005, p. 132)

De esta manera, se “obtuvo una justificación político-religiosa para lanzar una fanática yihad (guerra santa) en contra de los demás musulmanes y en especial contra los herejes chiíes” (Ali, 2005, p. 132).

El asunto se agudizó aún más cuando se hizo público que “en noviembre de 1917 el ministro de asuntos exteriores, Arthur James Balfour, comunicó a los sionistas residentes en Londres que la corona británica contemplaba la posibilidad de establecer una patria nacional para el pueblo judío en territorio palestino” (Saborrido & Borrelli, 2016, pp. 54-55). Con este hecho, la desconfianza y conflicto del islam con Occidente sumó al judaísmo y, a futuro, al estado de Israel, ya que “poco después se puso en marcha una modesta corriente migratoria de judíos en dirección a Palestina” (Ali, 2005, p. 141).

La yihad del wahabismo y otros grupos fundamentalistas que empezarían a aparecer en la segunda mitad del siglo xx no solo tendrían a otros musulmanes y a cristianos en la mira, sino también a la población judía dentro o fuera de Israel. Esto se avivaría a lo largo de las guerras entre los estados del mundo árabe e Israel (1948, 1956, 1967, 1973).

Finalmente, hay que sumar a todo esto, que el fundamentalismo sería caldo de cultivo en territorios demarcados no por proyectos nacionales, sino por las comodidades del imperialismo. Tras su independencia, casi la totalidad de naciones del Oriente Próximo, desde Egipto hasta Irán, pasando por los estados del golfo Pérsico, tuvieron luchas internas debidas a problemas tribales, étnicos, culturales y confesionales entre el mayoritario sunismo y el minoritario chiismo. Tema aparte son las diferencias entre una población que aceptaba las monarquías impuestas, sobre todo desde Londres, y aquellos que deseaban que sus nacientes patrias se establecieran como repúblicas. De este mar de conflictos se nutrirían los grupos que pensaban que solo el islam podría organizar el estado, y el Corán como eje de su estructura judicial.

El surgimiento de los grupos fundamentalistas en el islam contemporáneo

Tras su independencia y con todos los problemas internos que llevaban, salvo por el régimen de Riad, en el resto de los estados musulmanes —sean árabes o no (por ejemplo, Irán, Afganistán y Pakistán)— se intentaron crear regímenes laicos en los que la religión estuviera supeditada al poder político.

Tanto en gobiernos netamente militares o cívico-militares, la combinación de mano dura, una admiración por su pasado preislámico (el antiguo Egipto, las grandes culturas mesopotámicas o el Imperio persa) y una visión dirigida a la modernidad de Occidente (ya sea desde el capitalismo norteamericano o el socialismo soviético) provocó el resurgimiento de grupos fundamentalistas en el mundo islámico. Grupos que no olvidaban los hechos históricos antes mencionados y dejaban a Occidente y el cristianismo como los grandes enemigos de los pueblos musulmanes; pero, sobre todo, buscaban la implementación de estados teocráticos en los que la ley fuera el propio Corán, lo que conocemos hoy como la ley sharía.

Estos movimientos empiezan aparecer en la primera mitad del siglo xx. Ejemplo de ello son los Hermanos Musulmanes, movimiento que, al igual que otros grupos, no tuvieron llegada por el bloqueo de los regímenes militares, hasta que estos perdieron vigencia debido a sus derrotas frente al estado de Israel, lo que provocó la decadencia del nacionalismo que los sustentaba (Saborrido & Borrelli, 2016, pp. 87-92).

Es a partir de 1973, tras la parcial derrota en la guerra de Yom Kippur y el monopolio del petróleo por parte de las naciones del golfo Pérsico, que

el nuevo espacio islámico fue fomentado y hegemonizado por Arabia Saudita que, además de proveer dinero y doctrinas, también se arrogó el mando sobre los elementos simbólicos del islam: asumió el control de los lugares santos islámicos y de la peregrinación anual a La Meca (hajj). (Saborrido & Borelli, 2019, p. 94)

La hegemonía de Riad motivó la aparición o, en algunos casos, el regreso de grupos fundamentalistas en el islam, que no solamente cumplen con su “misión” de enfrentarse a Occidente y lo que simboliza, sino también sirven para desestabilizar regímenes que son rivales regionales del reino saudí. Este fue el caso del Egipto de Nasser y Sadat, donde los Hermanos Musulmanes seguían activos pese a la persecución, o del Irán de los Pahlavi, en donde, pese a las distancias entre el wahabismo y el chiismo, se prefirió una república islámica a una monarquía milenaria.

Desde Riad se financiaban grupos que detestaban la modernidad y a Occidente, empezando por los Estados Unidos, pero también se organizaban millonarios negocios con empresas norteamericanas y europeas, haciendo ver a Arabia Saudita como el aliado más importante en el Oriente Medio (Oliveras, 2017). Este es un claro ejemplo que nos ayuda a no fiarnos sobre las posturas de ciertos estados en el contexto global, ya que uno es el tema económico y otro, muy distinto y quizás más trascendental, el religioso.

Lo que sí es cierto es que este tipo de fundamentalismo es mucho más sencillo de mapear que aquel que nace de movimientos extremistas y violentos que están fuera del ámbito de un estado o son parte de algún tipo de proyecto nacional, como el mencionado caso de Arabia Saudita o su gran rival chiita Irán.

Existen cientos de organizaciones independientes de características yihadistas que apelan al terror para lograr sus objetivos fundamentalistas. Interesante es notar que estos grupos se multiplicaron tras la caída del muro de Berlín y el inicio de la hegemonía norteamericana como “gendarme del mundo”. Esta situación nos recuerda la asociación ya existente entre el fundamentalismo islámico y su posición frente al imperialismo o, en este caso, a un neocolonialismo político, pero, sobre todo, económico y cultural. Como bien menciona el especialista en yihadismo, Javier Blanco, parte del origen o crecimiento de estos grupos se debe a una “geopolítica del caos”, en donde la hegemonía norteamericana a partir de 1989, con su política de intervencionismo en naciones islámicas como Afganistán (2001), Iraq (2003) o Pakistán (2004), provocó una humillación tal que potenció su accionar, así como su convocatoria (Blanco, 2019).

Desde el 11 de septiembre de 2001, nuestra red de comunicaciones global ha hecho que nombres como Al Qaeda, ISIS o Dáesh (mejor conocido como el Estado islámico) y el movimiento afgano de los talibanes sean temas cotidianos en la prensa. Su accionar frente a las potencias occidentales y a la cultura de Occidente (la cual es vista como agresora) se basa en tener estructuras militares que utilizan la insurgencia para defender lo que denominan “viejo orden social”. Es decir, se autoproclaman como tradicionalistas y conservadores dentro del islam y se van distanciando de otros movimientos que buscan, ya sea por intención o contexto, moderarse, como es el caso de los Hermanos Musulmanes (Giustozzi, 2023, pp. 9-18).

Estos grupos, y otros más, se han convertido en un dolor de cabeza para Estados Unidos y sus aliados, dado que no solo utilizan una guerra no convencional para combatir (actos terroristas, lobos solitarios, insurgencia), sino también porque carecen de líderes mesiánicos; se organizan en una muy bien planificada y maleable burocracia, en la que la caída de una cabeza no supone el fin de la organización.

Son estos grupos que, en sus acciones, distorsionan la realidad y hacen pensar al ciudadano medio de Occidente que el fundamentalismo está solo asociado al islam y, por lo tanto, todo lo vinculado a la fe de Mahoma es algo negativo y peligroso. No debemos olvidar que la mayor parte de las víctimas del yihadismo son cientos de miles de civiles musulmanes, tanto sunitas como chiíes, que creen en una religión pacífica y en convivencia con el resto del mundo.

Finalmente, es importante advertir, nuevamente, que, así como el cristianismo y el islam han tenido y aún tienen grupos muy ligados al fundamentalismo, y en algunos casos grupos que llegan a convertirse en organizaciones sumamente violentas, no existe religión que escape de ello. La excepción la constituyen aquellas que tienen una estructura no teísta, como es el caso del budismo, el jainismo, el confucianismo y el taoísmo, todas creencias surgidas en el Extremo Oriente, específicamente en India y China. Todas ellas, en vez de tratar de imponer, como lo hacen los monoteísmos, una doctrina rígida ligada a una estructura política (que incluye a una o varias elites), lo que hacen es intentar ofrecer una serie de valores y estilos de vida para una armoniosa convivencia.

El fundamentalismo político

A diferencia del fundamentalismo religioso, el político no es necesariamente una doctrina nacida de uno o varios textos guías, sino que puede estar totalmente dirigido por una serie de mensajes que, en ocasiones, no están interconectados. Pueden ser, por ejemplo, las explosivas declaraciones de un líder a sus seguidores mediante una emotiva y manipuladora oratoria o por medio de un comunicado de unas cuantas páginas. Finalmente, los seguidores del caudillo político agruparán dichas palabras en uno o más textos que se volverán la o las “biblias” de la agrupación (véase la Figura 6).

Figura 6

Formación y origen del fundamentalismo político

Nota. La combinación de nacionalismo y populismo, un líder carismático y una población con urgencia de respuestas a sus problemas, puede ser el primer paso para la formación de un grupo fundamentalista en la política. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

La esencia del fundamentalismo político es, sin duda, su postura dura que no cede al dialogo. Como enarbola una cosmovisión totalmente absoluta, uno es parte de su dogma o un “compañero”; si se está fuera del dogma, se es el enemigo.

En el caso de la política, el origen del fundamentalismo se da a partir de un contexto real de crisis, en que un grupo proclama la existencia de un antagonista, el cual es el gran causante de los males de la nación o, incluso, pone en peligro su existencia misma. Muchas veces este antagonista no es definido de manera clara sino de forma vaga, como ocurre en los movimientos de corte populista (Mudde & Rovira Kaltwasser, 2022, p. 28).

Desde la antigüedad, como se mencionó en la introducción de este ensayo, toda civilización, en especial la occidental, ha tendido a crear este tipo de situaciones, algunas veces de modo sutil y otras de manera totalmente directa y violenta. Tanto grupos extremos de derecha (por ejemplo, el fascismo) como de izquierda (por ejemplo, el maoísmo chino) han sido tentados a tomar el fundamentalismo como una herramienta útil para ganar apoyo popular (democráticamente o no), tomar el poder o, en algunos casos, como en el de los movimientos totalitarios, eternizarse en él (véase la Figura 7).

Figura 7

El fundamentalismo político asociado a grupos extremistas de izquierda y derecha

Nota. Equivocadamente, el fundamentalismo político suele asociarse solamente a los grupos de extrema derecha. Desde el lado de la izquierda, ideologías como el estalinismo, el trotskismo y el maoísmo han evidenciado características extremistas a lo largo de la historia. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Lo que sí es común entre los fundamentalismos políticos es que ayer, hoy y, muy probablemente, mañana, actúen del mismo modo, sin variar lo esencial de su estrategia populista. De todos los nacidos en Occidente, sin duda el fascismo y sus variantes es el fundamentalismo político más conocido y estudiado, y el que más huella ha dejado en la historia del planeta.

Para definir al fascismo hay que decir que es un movimiento de masas basado en un pensamiento mítico y a la vez pragmático, en que el poder totalitario del Estado provoca la subordinación de los ciudadanos a la nación. Si esto no sucede, se cuenta con un aparato represivo fiel al líder mesiánico y al partido único, con claras características corporativistas desde el punto de vista económico e imperialistas desde su política exterior (Gentile, 2021, pp. 207-211).

Interesante es notar que el fascismo, pese a su agresividad, similar al de otros movimientos totalitarios, tiene el poder de atraer a ambos extremos de la población con una astuta propaganda que evita el uso excesivo y evidente de la violencia y la coerción, logrando camuflar al movimiento dentro de un sistema democrático.

Solo el populacho y la elite pueden sentirse atraídos por el ímpetu mismo del totalitarismo; las masas tienen que ser ganadas por la propaganda. Bajo las condiciones del gobierno constitucional y de la libertad de opinión, los movimientos totalitarios que luchan por el poder pueden emplear el terror solo hasta un determinado grado y comparten con otros partidos la necesidad de conseguir seguidores y de parecer plausibles ante un público que no está todavía rigurosamente aislado de todas las demás fuentes de información. (Arendt, 2022, p. 474)

Hoy que “cualquiera puede publicar cualquier cosa, aparece instantáneamente en el sitio y luego la gente puede comentar” (Beckermann, 2023, p. 315), el fundamentalismo político se ha visto favorecido al escudarse entre el anonimato y la ignorancia de la masa adicta a las redes sociales. Eso sí, la llegada al poder del fundamentalismo político puede provocar una nueva forma de gobierno en la que se imponga una única ideología mediante métodos sombríos como el del miedo.

El accionar del fundamentalismo político

Como ya se ha mencionado, este fundamentalismo, empezando por su versión más conocida, el fascismo (y sus variantes), logra apoderarse del Estado mediante una maquinaria publicitaria y una doctrina atractiva tanto para las élites como para las masas. Ellas escuchan un mensaje que desean oír y ambas piensan que serán exclusivos aliados y beneficiarios de la llegada al poder de la fuerza elegida, grupo que buscará, posteriormente, enquistarse en el Estado y no soltar su dirigencia.

Pero ¿cómo actúa un ente político de corte fundamentalista al llegar al poder? Según el filosofó norteamericano Jason Stanley (2020), el fundamentalismo político, en la figura del fascismo, trabaja de la misma manera hoy como lo hizo en la primera mitad del siglo xx. Al instaurarse en la jefatura del Estado, desarrollan diez conceptos:

  1. Evocan un pasado mítico y perfecto, aniquilado por enemigos incivilizados o bárbaros. Como el concepto de la raza aria en la ideología nazi, por ejemplo.
  2. Difunden una propaganda que disfraza ideas radicales y controversiales como si fueran proyectos loables y necesarios. Ejemplo de ello es la lucha contra la corrupción de grupos que, al llegar al poder, lo aprovechan para así saquear el Estado.
  3. Monopolizan la educación pública para evitar que en ella surjan elementos que debatan la ideología fundamentalista. Es el caso de los regímenes de extrema izquierda, como el estalinismo y el maoísmo, que nacionalizaron la educación y la convirtieron en parte del aparato político del partido.
  4. Crean una realidad planteada por un líder y su partido donde las conspiraciones y el desprestigio de los rivales políticos se vuelve algo cotidiano. Esto se observa tanto en regímenes de corte totalitario como en democracias (recordemos el caso de Watergate, durante el gobierno del republicano Richard Nixon).
  5. Crean una jerarquía política, en la que la élite se legitima en leyes naturales innegables. Desde los años de 1930, Mussolini, Hitler y Franco hablaban de dichas leyes; hoy sucede lo mismo con los lideres nacionalistas en la Europa del nuevo milenio.
  6. Desarrollan un “victimismo” de la nación frente a enemigos que constantemente están al acecho y, por lo tanto, plantean la idea de que hay que adelantarse a ellos y estar a la ofensiva. El tema del antisemitismo en la Europa de fines del siglo xix e inicios del xx es un claro caso, y el discurso contra la migración en los Estados Unidos y en Europa en la actualidad tienen un corte muy parecido.
  7. Además del victimismo de la nación, se desarrolla la idea de crear un estado policiaco que defienda a la sociedad de criminales que quieren descomponer el orden público. Estos “criminales” no son individuos ,sino grupos que comparten rasgos peligrosos para el mencionado orden y por ello se busca su destrucción. La historia de la discriminación de la población afrodescendiente en los Estados Unidos es un claro ejemplo de este tipo de juzgamiento de un grupo en bloque.
  8. Se proclama a la nación como un ente “masculino” al que hay que proteger de cualquier amenaza que descomponga su tradicional integridad (a esto, Stanley le denomina “ansiedad sexual”). En un régimen fundamentalista, esto provoca la imposición de una mirada machista, así como la crítica y persecución de lo que es visto como “sexualmente desviado” (incluyamos, por ejemplo, a los grupos LGBT) o de potenciales violadores de las mujeres de la sociedad gobernada por el fundamentalismo.
  9. Se crea un vínculo de apoyo con la población rural, la más conservadora del Estado y la menos “contaminada” en todos los sentidos (desde lo racial, los valores, hasta lo religioso). De esta manera, se crea un “colchón” de apoyo constante al régimen fundamentalista. No solamente hay un acercamiento a las zonas rurales, sino que se les confronta con las zonas urbanas mediante la idea de que una explota a la otra y que la segunda se beneficia del esfuerzo físico de la primera.
  10. Se desarrolla la idea de que la sociedad está dividida entre los que aportan y los que no. Estos últimos deben ser despreciados y no se debe sentir ni empatía ni generosidad por ellos; esta crítica hacia los que no aportan, más bien, debe potenciar la admiración por los propios valores nacionales. La actual islamofobia en Europa es parte de ese sentimiento de una sociedad partida, entre los ciudadanos completos (que aportan) y los que no están totalmente integrados o que no aportan al fisco.

Resumiendo, el fundamentalismo logra un gran apoyo popular y simpatía para la creación de un Estado de corte totalitario mediante la manipulación de la historia y las tradiciones, la búsqueda, extirpación o destrucción de enemigos (creados) dentro y fuera de la nación y la monopolización del sistema educativo en un marco extremadamente conservador. Todo esto lleva a la población a sentir la necesidad de una protección que solo el líder y el partido que lo acompaña pueden otorgar para que, de esta manera, se pase de ser un Estado victimizado a uno que hace resurgir su supuestamente histórica hegemonía. De esta manera, el fundamentalismo puede llegar al poder y mantenerse en él con un porcentaje de popularidad sumamente alto (véase la Figura 6).

Tipos de fundamentalismos políticos

Su mayor impacto y el conocimiento de su historia y su accionar, no hacen del fascismo el único movimiento político fundamentalista. Entre los siglos xx y xxi, tanto desde la derecha como desde la izquierda, surgen movimientos que reflejan los diversos tipos de fundamentalismo. Muchos aceptan participar de las campañas electorales democráticas, aunque siempre está latente su perfil de línea dura y de centralización del poder.

Desde la derecha, sumándose al fascismo están:

El ultranacionalismo: Se caracteriza por una devoción exacerbada a la nación, la idea de un resurgimiento o revanchismo histórico, la necesidad de un liderazgo mesiánico o autoritario y una evidente xenofobia. Ejemplos actuales son los grupos neonazis en Europa o el llamado Alt-right (supremacistas blancos) en los Estados Unidos.

El populismo de derecha: Divide a la población entre “las élites” y “el pueblo” de manera excluyente; las minorías y los migrantes son las élites que amenazan al pueblo. Tiene un fuerte componente nacionalista y xenofóbico, similar al ultranacionalismo, es escéptico a cualquier tipo de integración continental, se opone a la migración de cualquier motivo, es antiglobalización, promueve el crecimiento de la población y tiende económicamente a un proteccionismo de Estado. Tenemos a partidos como Vox en España, bajo la jefatura de Santiago Abascal Conde; La Liga en Italia, con Matteo Salvini a la cabeza; o el Reagrupamiento Nacional en Francia, con Marine Le Pen como lideresa. A ellos se pueden sumar figuras como Donald Trump en los Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y el mismo Benjamín Netanyahu en Israel.

En el caso de la izquierda podemos mencionar:

El populismo de izquierda: También divide a la población entre las élites y el pueblo, aunque de manera inclusiva, inclinándose por los grupos menos favorecidos y teniendo un sentimiento antielitista. Critica al capitalismo y exige la extensión del estado del bienestar en una postura antisistema y, al igual que su contraparte de derecha, se opone a la globalización al considerarla beneficiosa únicamente para las elites. Partidos como Podemos en España o Syriza en Grecia son ejemplo de ello. De igual modo, personajes como Andrés Manuel López Obrador en México, Evo Morales en Bolivia y los venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro, están en la órbita del populismo de izquierda.

El trotskismo: Predica una revolución permanente y global para poder vencer al sistema capitalista. Cree en una sociedad integrada solo por obreros, los cuales se apoyarían de manera mundial para formar una democracia en base a un solo partido proletario. Para los seguidores de León Trotsky, su obra La revolución permanente (1930) y su ensayo “El programa de la transición” (1934) son los dos textos que contienen las ideas fundamentales de la doctrina.

El estalinismo: Es esencialmente totalitario, centralizando su poder en la imagen del líder supremo, el cual crea un culto a su personalidad. Tiene una economía estatal planificada en la que no existe la propiedad privada y, a diferencia del trotskismo, no cree en la “exportación” de su revolución. Tiene, eso sí, un aparato de represión que se activa ante cualquiera que intente oponerse a su sistema, dentro o fuera de sus fronteras. Para el estalinismo, el texto guía es Fundamentos del leninismo (1924), libro que recopila una serie de discursos de Josef Stalin acerca de su interpretación de las ideas del líder bolchevique Vladimir Lenin sobre cuatro puntos: la dictadura del proletariado, el pragmatismo económico, la autodeterminación nacional y la cultura socialista.

El maoísmo: El maoísmo ve como necesaria la lucha armada para triunfar sobre el capitalismo y llegar al poder. Esta lucha debe ser encabezada por el campesinado, a diferencia de otras versiones del marxismo en las que el proletariado obrero es quien dirige la revolución. Luego de la victoria, la lucha de clases se sigue efectuando en diversos aspectos de la sociedad, como por ejemplo en la autogestión, el descentralismo, la cultura y la educación. Los seguidores del maoísmo siguen el pensamiento de Mao Zedong, el cual se encuentra distribuido en una serie de ensayos publicados antes de 1949, además del famoso Libro Rojo (1964), una colección de citas del propio líder chino.

El fundamentalismo político en la actualidad

Después de la Segunda Guerra Mundial y en el contexto de la Guerra Fría, el fundamentalismo político en esencia, el fascismo y todas sus variantes, pasaron por tomar dos caminos. El primero, sin duda el más difícil, fue el desaparecer momentáneamente para reaparecer a inicios de los años 1990 en lo que hoy llamamos grupos neonazis o neofascistas. El Partido Nacional Democrático (NDP) en Alemania, el Partido de la Libertad para Austria (FPÖ), Amanecer Dorado en Grecia y Fiamma Tricolore de Italia son ejemplos de ello. Todos estos grupos no rompen con el oscuro pasado del fascismo europeo de entre los años 1920 y 1940, por lo cual su participación en la política actual se basa en alianzas con otros grupos más moderados o, en todo caso, con un activismo más en las calles, en busca del apoyo de grupos jóvenes y antisistema.

La segunda opción ha sido reformar la visión totalitaria original del fascismo e integrarse al sistema democrático posterior al fin de la Segunda Guerra. El fascismo se transforma en el populismo actual, “convirtiéndose en una nueva tercera vía entre el liberalismo y el comunismo” (Finchelstein, 2019, p. 15) (véase la Figura 8).

Figura 8

Participación del fundamentalismo en el actual sistema democrático

Nota. Como bien indicaron Umberto Eco y el juez Garzón, los fascismos y otros fundamentalismos —tanto de derecha como de izquierda— se esconden en el actual sistema democrático. En algunas ocasiones van impregnando su ideología de manera sutil, pero en muchas otras intentarán monopolizar el poder en ellos y el partido. La imagen fue generada por el autor con el uso de Copilot.

Hoy, los líderes de los movimientos populistas, tanto de derecha como de izquierda, dicen personificar al pueblo. Como afirma Finchelstein, “es en la persona del líder donde la nación y el pueblo pueden finalmente reconocerse a sí mismos y tener una participación política” (2019, p. 17). Antecedentes de esta transformación y de estos lideres fueron Perón en la Argentina, Getulio Vargas en Brasil. Hoy, estos son los casos tan reconocidos de personajes (disimiles y similares a la vez), como fueron Berlusconi o Chávez y son Trump o Putin. Estos personajes han sabido disfrazar, como bien dice el argentino Federico Finchelstein, a la dictadura moderna como una opción a la democracia moderna o constitucional.

Para finalizar, hay que hacerse algunas preguntas adicionales: ¿es el populismo un fundamentalismo político como lo es el fascismo?, ¿es el populismo algo diferente al fascismo? Según el reconocido juez Baltasar Garzón, en su obra Los disfraces del fascismo (2022), mientras el grupo político llegue al poder dentro del sistema democrático y ejerza su poder dentro del marco de la constitución, aún podemos reconocerle una postura ideológica populista. Sin embargo, Garzón también sostiene que esto podría ser solo una sutileza, a la espera de un regreso al fascismo en su esencia más pura, aprovechando que en la actualidad “la intolerancia, la xenofobia y el rechazo identitario ofrecen el disfraz perfecto” (Garzón, 2022, p. 17).

El juez español, apoyándose en Umberto Eco y su ensayo “El fascismo eterno” (1995), incluso se anima a decir que el fascismo extremo está tan vigente en nuestro tiempo que lo observamos no solo en partidos y líderes políticos contemporáneos, sino también en las organizaciones terroristas, en las que el culto a la muerte y la idolatría a la violencia son algo intrínseco.

Tal es la atracción de este tipo de ideologías fundamentalistas, que el fascismo ha dejado de ser una palabra exclusiva de tendencias de extrema derecha. Desde los Jemeres Rojos de Pol Pot en Camboya de las décadas de 1960 a 1970 hasta Sendero Luminoso de Abimael Guzmán en el Perú de las décadas de 1980 al 2000, el extremismo de estos grupos y líderes ha llevado a la creación del término “fascismo de izquierda”.

Como concluye la obra Patriotas indignados (Veiga et al, 2019, pp. 396-398), estamos hoy en tiempos del posfascismo, tiempos en que podemos observar hasta seis categorías de grupos asociados al fundamentalismo. Primero están los abiertamente fascistas, aquellos que no han logrado un impacto en la sociedad europea por el peso de las acciones de la Segunda Guerra Mundial; en segundo lugar, están los políticos populistas, que son más una postura que una ideología; en tercer lugar, están los neofascistas que se desligan del pasado con nuevas denominaciones e ideologías. Seguidamente encontramos a los antisistema, entre los que se pueden hallar diversas y extrañas alianzas entre nacionalistas y comunistas o grupos con combinaciones de ideas que funden al nacionalismo con posturas anticapitalistas, lo que Arsenio Cuenca (2021) denomina rojipardos.

En quinto lugar, están los grupos y líderes considerados fascistas transitorios, que básicamente son los partidos de derecha tradicional que usan un lenguaje fascista en ciertos momentos, como una estrategia electoral. Y, finalmente, están los grupos que dicen ser despolitizados (aunque tienen un perfil claramente de ultraderecha) y que usan redes sociales para mostrar sus reivindicaciones.

Actualmente, todas estas posturas son atractivas y tienen un crecimiento que se observa en cada contienda electoral y en la distribución de los escaños de los diversos parlamentos, sobre todo de Europa y América. En ambos continentes, la población joven observa un panorama en el que el fin de la Guerra Fría, pero también las recesiones económicas de un mundo abiertamente neoliberal, han finalizado con el sueño del estado del bienestar, lo que lleva a la búsqueda de desesperadas salidas, no muy nuevas, pero sí oscuras y peligrosas.

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