El descubrimiento del río Amazonas
José Antonio del Busto. LUX ediciones, 2022.
Eduardo Torres Arancivia
Universidad de Lima
doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n010.6948
Lux Ediciones se ha propuesto un arduo reto para estos tiempos: reeditar la obra completa del historiador José Antonio del Busto (1932-2006). Tal reto se muestra tremendo por varias razones. La primera, se está apostando por la edición de libros que versan sobre la Historia del Perú en un periodo que va desde el tiempo de los Incas hasta el siglo xviii; y tal labor se estrella con la injusta predilección de los estudiosos peruanos por la historia reciente, esa que va desde 1930 hasta la muy actual (dígase, verbigracia, la que aborda temas relacionados a la dictadura fujimorista o a las consecuencias terribles del conflicto armado interno). Ese presentismo apela a la idea de que mientras más actual sea el hecho histórico (lo que parece un oxímoron), más útil resulta su estudio.
En segundo lugar, se vuelven a publicar libros de un historiador que, hoy por hoy, la crítica llamaría “clásico”. Ciertamente, Del Busto fue formado en los años 50 del siglo xx y su obra —que comenzó a salir desde fines de los 60— está enmarcada en esa corriente erudita, narrativa, romántica y peruanista. Las dos últimas características, sobre todo, parecen ser, hoy día, una especie de sambenito: las actuales corrientes historiográficas (de raigambre ya sea marxista, estructuralista, cultural o global) critican mucho a los que quieren entender a la peruanidad y sus orígenes, y tener como “ideología” al Perú y, todo eso, bajo un sesgo —ya se apuntó— romántico, entendiéndose ese romanticismo como la gran narración de acciones de grandes personalidades que acometen, todas ellas, actos heroicos que le van dando forma a una patria que acrisola, en su devenir, a los Andes con Occidente.
Y, en tercer lugar, por ser una obra de narrativa poderosa. Narrativa que, por estar muy apegada al documento de archivo (casi a la manera positivista), parece ser una narración más novelada que histórica. Eso ciertamente podría ser una ventaja; no obstante, la crítica no lo ve así. Y no lo hace, pues esa crítica ya entiende a la historia casi de una manera nomotética, como una ciencia en donde la estadística, la cifra, el cuadro comparativo y el entendimiento cabal de lo procesual frente a la acción individual se imponen frente a un lector abrumado, más aún si éste no pertenece al círculo académico. Ese mismo lector lego, a las finales, termina alejándose del conocimiento histórico para ir en pos de influencers y youtubers que ponen en sencillo lo que se ha escrito en complejo (lo que, felizmente, pasa con los libros de Del Busto).
Entre los títulos que están volviendo a las marquesinas a través de Lux Ediciones se encuentran: José Gabriel Tupac Amaru, antes de su rebelión (2018); Francisco Pizarro, el marqués gobernador (2021); Los peruanos en la Antártida (2022); San Martín de Porras (2022); El descubrimiento del río Amazonas (2022) y La conquista del Perú (2023). Todos ellos están bajo las antedichas premisas: son románticos, peruanistas, de prosa privilegiada y pretendidamente verdaderos bajo la lógica de Parménides, aquella de la que se vanagloriaba Del Busto en sus clases y que se sostenía en la premisa de que “lo que es, es; y lo que no es; no es”.
En esta oportunidad se pasará a reseñar, de todos ellos, uno en el que lo antes dicho se reafirma en cada página de su lectura: El descubrimiento del río Amazonas (2022).
El libro cumple con lo que ofrece. Bajo ese desfasado término de “descubrimiento”, los actores aguerridos y valientes, no menos que ambiciosos y hasta codiciosos —es decir, esos soldados y conquistadores del siglo xvi— se adentran y deslizan por las aguas de un río enorme que, para ese entonces, ningún cristiano sabía de dónde venía y para dónde iba. Así, aparecen las tremendas personalidades de Gonzalo Pizarro, Francisco de Orellana y Lope de Aguirre -los involucrados- y todos son perfilados en sus potencialidades, miserias y crueldades. Ciertamente, esos hombres eran de temer, por sus tropelías y ambiciones, pero no se les puede negar el arrojo de arriesgarlo todo con tal de que al lado de sus nombres se les ponga el mote de “descubridores” y de “muy magníficos señores”, como también (aunque suene difícil de creer) de “evangelizadores”.
Pero el libro no solo es el compendio de los avatares de esos conquistadores, pues también incluye tres testimonios impactantes. El primero se trata de la crónica de Fray Gaspar de Carvajal, que narra los avatares de Francisco de Orellana en su incursión amazónica, día a día y, así, el día del “descubrimiento” se narra de esta manera:
Ya pasados once días de febrero después que partimos […] se juntaron dos ríos [las bocas del Napo] con el río de nuestra navegación, y eran grandes, en especial el que entró [el Amazonas] a la mano diestra […] venía tan furioso y con tan grande avenida, que era cosa de mucha grima y espanto […]
Luego está, a modo de bitácora, el testimonio del propio José Antonio del Busto quien, en 1977, se subió a un barco, construido a la usanza del del siglo xvi, para hacer el recorrido de Orellana y Lope de Aguirre. Como había pasado antes con los hispanos argonautas, Del Busto ve con sus ojos ese mismo punto desde donde, otrora tiempo, se visualizó al gran río y lo dice así:
Al Amazonas ingresamos el 23 de abril, a eso de las dos de la tarde. Lo hicimos entre bancos de hierba flotante y manchas de plantas acuáticas de extraordinario verdor. Las aguas del gran río […] se mostraron movidas y procelosas.
Finalmente, al libro se adjunta un disco elaborado por Waman Adventures y titulado La maravilla natural del planeta, en el que se puede ver un bien logrado recorrido por el río Amazonas.
La historia del descubrimiento del gran río Amazonas es compleja y está llena de aventuras y no menos de intrigas, heroicidad, crueldad y traición. No en vano el cine se hizo cargo de este recuento en su momento, cuando Herzog puso en pantalla grande la historia de Lope en su Aguirre, la cólera de Dios (1972).
La historia de este libro delbustiano comienza cuando los primeros conquistadores del Perú ya habían arrasado con las mayores riquezas en oro y plata, lo mismo para con la apertura de buena parte de los territorios peruleros a Occidente. Ahora ya quedaba muy poco, tanto en riquezas por tomar como en descubrimientos por hacer, para hombres que se mostraban desaguisados que constituían la siguiente camada de conquistadores y que, como sus jefes o mayores, también querían encontrar imperios y fortunas. En ese devenir, a todas esas gentes se les había metido en la cabeza que debía existir, a modo de consuelo, un Dorado, una mítica ciudad hecha totalmente de oro (ahora se sabe —y el mismo Del Busto lo apunta— que tal Dorado no era sino un curaca muisca que solía usar algunos ornamentos de oro para brillar en ritos propiciatorios). Por ello organizaron expediciones y entradas que, a cada momento, se iban más al norte del Cuzco, de Lima, de Piura, de Tumbes, de Quito y así se iban adentrando en la selva profunda. Cuando esos hombres cayeron en la cuenta de que ese dorado era un ensueño, se determinaron a encontrar otra quimera: el país de la canela, un lugar donde ese árbol abundaría y con él su marrón corteza, que los haría ricos.
Gonzalo Pizarro, el hermano del conquistador del Perú, tomó el reto: se fue a Quito y desde ahí dirigió la búsqueda de ese esplendoroso país. Su expedición no es solitaria: con él partieron doscientos hombres, tres mil indios y varios afrodescendientes. A su empresa se sumó Francisco de Orellana, que a la postre sería el protagonista de la aventura amazónica (librándose, en el camino, del mando pizarrista). El libro pinta a Orellana casi al modo de una novela épica, pero con el asidero de la verosimilitud del método histórico. Así, el perfil es de alucinación: Orellana había peleado y guerreado desde Nicaragua hasta Lima, en ese tránsito se había quedado tuerto y cuando —asentado en Guayaquil— encontró cierta paz, se aburrió y de ahí que fuera en pos de la canela. En esa búsqueda, a Orellana no le importó saber que tendría que transitar por la verde espesura y que se encontraría con indios flecheros y reductores de cabezas, lo mismo que con plagas de mosquitos y enfermedades de pantano. El caso es que Orellana no encontró canela, ni nada remotamente cercano; pero esta gente, cegada por la codicia, no se rendía, y la idea de que tal vez habría algo más por encontrar los movía al frenesí.
Orellana, en sus afanes, se adentra al río Napo y, por ese tramo fluvial, se encuentra con el Amazonas el 12 de febrero de 1542. Tras ello, los hispanos se ven cara a cara con indios de la zona con los que tienen contacto. Otra vez, la relación hispano-indígena se envuelve en el malentendido lingüístico: los indios indagan sobre si los blancos quieren conocer a las coñiapuyara (grandes señoras) y estos entienden que están en la tierra de las Amazonas, las guerreras mitológicas. Así, el gran río, como el nombre Perú en su momento, salieron del malentendido. Desde ahí todo es un compendio de aventura tras aventura, una más alucinada que la otra, hasta que el bergantín de Orellana desemboca en el Atlántico: habían recorrido todo el gran río.
El otro momento decisivo en la historia amazónica y del Perú se da en año 1560. Ya son tiempos virreinales y el mañoso pero hábil virrey Marqués de Cañete, no encuentra mejor manera de deshacerse de los ya viejos, pero aún peligrosos conquistadores, que mandarlos a expediciones “descubridoras” que podían terminar con dos posibles resultados, ambos positivos para la corona: la muerte de esos ya viejos quijotes, verdaderos lastres para la moderna política de la Corona o el hallazgo de más riquezas.
Todo comienza cuando el mentado Virrey le ordena a Pedro de Ursúa que vaya a descubrir dorados desde la provincia de Omagua, vía el Amazonas de Orellana. En la tropa de inadaptados que lo acompaña va uno tremendo: Lope de Aguirre. Esa expedición termina siendo una colección de desastres y desgastes, y es en ese quilombo cuando Lope —tal vez ya enfermo de lo que hoy se conoce como neurosis de guerra— decide asesinar a Ursúa, rebelarse al monarca y proclamarse rey del Perú. Pues bien, ese hombre hizo todo ello y más, a tal punto que Del Busto cataloga su accionar de “terrorista”. Un momento muy significativo, por su contundencia simbólica, es cuando Lope le escribe a Felipe II para declarar su insubordinación y se atreve a culminar su carta firmando descaradamente como “El traidor”.
El capítulo, intitulado sugerentemente como “La orgía de sangre” lleva a lector a una lista de crímenes mezclados con maquiavelismo político, que casi parece un capítulo de Juego de Tronos, con la diferencia que ahí se está tratando de la verdad histórica. En ese devenir, los hombres de Aguirre se fueron matando entre ellos, pero él se las arreglaba para imponerse, y así salió con su barco al Atlántico y, poco después, a su propia muerte, tan violenta y cruel como su vida, pero eso ya no se ve en el libro.
El descubrimiento del Amazonas es un libro fascinante, entretenido, escrito a la romántica, pero, más allá de la erudición y de su narrativa, es un libro en el que el tópico favorito de la obra delbustiana (la peruanidad) vuelve a aparecer. Tal peruanidad tiene que ver, para su autor, con la aparición del nombre Perú y con la concreción de una entidad en la que chocan, conviven o se mezclan los Andes y Occidente. Esa entidad, asimismo, tiene un punto de origen y, a la par, se va haciendo de un territorio que se va amojonando desde 1532 y que se extiende sobre la base del Tahuantinsuyo, del Virreinato y de lo conseguido en estas incursiones amazónicas. Y, así, la nación peruana, concepto tan debatible hoy en día, parece encontrar sus justos lares.