Reseñas bibliográficas

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n010.6945

la piel del murciélago

Diego Otero. Peisa, 2023.

José Güich Rodríguez
Universidad de Lima

Las tendencias actuales de la novela peruana grafican un amplio espectro temático y variedad de escrituras. Las literaturas regionales, con sus propias dinámicas e interacciones, demuestran también una heterogeneidad que, en gran medida, se relaciona con el auge de las editoriales independientes, expertas en difusión por redes y diversas plataformas. No existe hoy una columna vertebral que pueda ser considerada un eje ordenador de corrientes. Luego del ciclo de la violencia política o la siempre problemática y hasta sobrevalorada autoficción de cuño nacional —los fenómenos más atendidos por los medios hegemónicos en años recientes—, se dibuja un terreno más propenso al crecimiento de géneros hasta hace poco laterales: la novela policial híbrida, la de corte fantástico o la de ciencia ficción.

El panorama está signado sin duda por un extenso abanico de opciones. Los autores y autoras conocen la tradición, pero no creen ya en un apego devoto obligado a sus predecesores. Los tributos desacralizados tampoco deben descartarse, pese a los aires parricidas que de vez en cuando se hacen sentir sin demasiado sustento: no es posible evadir a un Arguedas o a un Ribeyro, por ejemplo.

Varios escritores nacidos después de 1970, es decir, aquellos que pertenecerían a una Generación del 90 —siguiendo el criterio establecido por el canon— y quienes emergieron de la crisis de la década anterior, han optado por una narrativa menos centrada en planteamientos totalizadores o políticos y más afín a atmósferas urbanas grises, anodinas y proyectos de vida truncados por la disfuncionalidad. Es una de las tantas vías de exploración para una novelística abierta a recoger la influencia no solo de la “cultura de prestigio”, sino también de los modelos populares difundidos por otros lenguajes, como el cine o la novela gráfica, las series de streaming e, incluso, el anime o el manga.

La piel del murciélago, segunda novela de Diego Otero (Lima, 1973) se ubica en esa intersección. Su desarrollo como texto combina la inquietud acerca de una poética en torno de la creación artística, la violencia que ha horadado cada resquicio de una ciudad “en piloto automático” y la degradación de los sujetos en un mundo sin norte donde todo parece convertirse en parte de una maquinaria invisible, con poderes que manejan sin escrúpulos las existencias de los personajes.

No es gratuito que una de las protagonistas, Elisa, encarne la vocación por el arte —en tanto es una apasionada de la poesía y, en especial, de William Blake— y, por el otro, deba llevar una vida oculta al servicio de un empresario aquejado de megalomanía —en realidad, un mafioso y extorsionador— que le ordena trabajos de ablandamiento persuasivo a quienes no cumplen con los pagos de las deudas. La manipulación y el chantaje son instrumentos del sujeto, un compulsivo coleccionista de pinturas y otros objetos, quien se percibe a sí mismo también como “artista”.

El texto describe, mediante un narrador omnisciente, con detalles convincentes, el entrenamiento y dieta a los que debe someterse, pues debe escalar paredes, saltar por techos e ingresar subrepticiamente a los domicilios privados, con el fin de aplicar brutales palizas a los morosos. Se sugiere, por otro lado, que ella representa una continuidad: está formada dentro de una escuela y es heredera de un conocimiento antiguo ya deteriorado. Por lo tanto, ha perdido sus raíces, sometida a las circunstancias personales y a la necesidad de sobrevivir en una Lima de ghettos. En esta urbe, todos parecen estar absortos en sus propias crisis, sin mayor conexión con las problemáticas ajenas.

La otra línea narrativa está a cargo de un taxista llamado Tino, cultor de la genitalidad en su estado primario y consumidor de una droga sin la cual resultaría imposible soportar las largas jornadas en su vehículo. Lleva una vida en constante movimiento; sin embargo, y paradójicamente, se estaciona en una suerte de parálisis o suspensión internas. La enunciación en primera persona intensifica la sensación de caos alrededor de lo que experimenta en esas idas y venidas. Circular una y otra vez por Lima le permite la supervivencia y el anonimato; al mismo tiempo, lo destruye poco a poco como individuo. Un elemento esencial es la preocupación constante en torno de Miguel, el hermano, afectado por el consumo de sustancias y anulado para la sociedad. Este se ha convertido en un marginal, a quien deberá seguir un día para descubrir un enigma en torno de sus andanzas.

El paralelo con Elisa es evidente, pero con otras polaridades y matices: ella también debe moverse, sin tregua, para cumplir con un destino del cual es muy difícil huir, ya que, en medio, bajo riesgo de muerte, hay un familiar muy cercano que le debe una gran suma al gánster. Eso vincula a los seres de esta novela: la dependencia y el escapismo agónico en un universo derruido o socavado por circunstancias casi inmanejables por los actores, sobre los cuales cae el peso de la incertidumbre. La aparente insensibilidad o, más bien, amoralidad, es para ella una barrera de protección frente a sus desaforadas misiones de advertencia, que son ejecutadas con frialdad de profesional en el ramo. Solo las furiosas sesiones de sexo con su amigo librero la rescatan, por instantes, de esa red de deshumanización por la que parece avanzar todo el tiempo.

La piel del murciélago cumple con sus horizontes. Dentro de la pluralidad ya aludida, aborda con técnicas funcionales y un registro contenido, el declive de las identidades en un horizonte postmoderno, afectado por la vulnerabilidad y el carácter efímero de las relaciones personales. No es un texto nihilista o apocalíptico, pero tampoco deja un resquicio para una posible liberación de los sujetos —quizás porque, al fin y al cabo, ganará la desesperanza, y con creces—. Aunque Elisa, al fin, aparente haber quebrado el cerco tendido por el mafioso con delirio de grandezas. O Tino haya recuperado al huidizo Miguel, en un estado de disociación sin instantes de tregua. Sin duda, las fórmulas son legítimas y dan cuenta simbólica del estado en el que nos hallamos sumidos como colectivo, sin rumbo fijo.