La utilidad de la historia. De Heródoto
a la posmodernidad*

The Usefullness of History. From Herodotus to Postrmodernism

Gabriel García Higueras

Universidad de Lima

Ggarciah@ulima.edu.pe

https://orcid.org/0000-0003-4859-6790

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n010.6944 Recibido: 22.10.23 / Aprobado: 30.11.23

Resumen

Desde los inicios de la historia como estudio sistemático del pasado humano, se ha planteado el problema acerca de su utilidad práctica. Las reflexiones sobre tal asunto han provenido, en lo fundamental, de historiadores de oficio y de filósofos en las distintas épocas de la historia universal. Desde una aproximación a la historia de la historiografía y a la filosofía de la historia, el presente artículo examina, junto con el concepto de historia, los planteamientos formulados acerca de la función social y la utilidad pragmática de su conocimiento. Una de las principales cualidades atribuidas a la historia en cuanto a su valor y utilidad, se refiere a las enseñanzas que el conocimiento del pasado puede proporcionar en el presente.

Palabras clave: utilidad de la historia, historiografía, teoría de la historia, filosofía de la historia, pensamiento histórico

Abstract

Since the beginning of History as a systematic study of the human past, the problem has been raised about its practical usefulness. The reflections on this matter have come, fundamentally, from professional historians and philosophers in different periods of Universal History. From an approach to the History of Historiography and the Philosophy of History, this article examines, together with the concept of History, the approaches formulated about the social function and the pragmatic usefulness of its knowledge. One of the main qualities attributed to history in terms of its value and usefulness, refers to the lessons that knowledge of the past can provide in the present.

Key Words: usefulness of history, historiography, theory of history, philosophy of history, historical thought

* Agradezco a mi amigo y colega Gerardo Álvarez Escalona por las provechosas conversaciones y el intercambio de lecturas sobre teoría de la historia cuando éramos estudiantes en la Universidad de San Marcos, diálogos y materiales que abordaban algunos de los tópicos examinados en este artículo.

Introducción

En el capítulo inaugural de su ensayo Perú: problema y posibilidad, Jorge Basadre (1931) introducía la pregunta: “¿Para qué el conocimiento y la enseñanza de la Historia?” (p. 1). A partir de esta interrogante, el historiador tacneño reflexionaba sobre una materia que es objeto de problematización desde el nacimiento de la historia como conocimiento científico. A buen seguro, quienes ejercen el oficio de historiador son, a la par de los filósofos, los que primordialmente han examinado la cuestión atingente a la utilidad y función docente del saber histórico. De tal suerte, se ha respondido con profusión y heterogeneidad de criterios a un antiguo y arduo problema: ¿para qué sirve la historia?

Desde fechas muy tempranas se sostiene que el conocimiento del pasado y su comprensión se orientan hacia un propósito definido. Las sociedades enfocan el valor práctico de la historia en concordancia con las inquietudes e interrogantes formuladas desde el presente. De este modo, no sólo toda época y cada cultura tienen su propia perspectiva y concepto de la historia, sino que la exposición de criterios acerca de su utilidad ha derivado siempre de las motivaciones y preocupaciones que, en determinados contextos, les dieron sustento.

Entre las razones expuestas acerca de su función, hallamos dos perspectivas centrales. Aquella que postula la existencia de un objetivo de carácter pragmático en el conocimiento histórico; esto es, que la sociedad conozca y aprenda de la experiencia humana, a fin de no incurrir en errores pretéritos (esta postura fue enunciada por el filósofo George Santayana en aquel aforismo que de ordinario se invoca: “Los que no son capaces de recordar el pasado, están condenados a repetirlo”). Desde una perspectiva diferente, se sostiene que el cultivo de la historia pretende satisfacer la curiosidad del hombre por el conocimiento auténtico de lo acaecido. Lejos de excluirse, ambas concepciones comportan su recíproca complementariedad: la historia, fundándose en el interés por conocer la evolución de los grupos humanos y sus manifestaciones, arriba a la comprensión del presente y permite esbozar propuestas de solución a los problemas contemporáneos.

Sobre la función de la historia, el alemán Ernst Bernheim, en su tratado sobre el método histórico, plantea que esta atravesó por tres fases: la historia narrativa, que se circunscribía a consignar y relatar lo acaecido; la historia pragmática o didáctica, entendida como fuente de enseñanzas con un sentido de utilidad práctica en el presente; y la historia genética o evolutiva, que explica las causas de los hechos y la dinámica de su curso (Huizinga, 1994, p. 88; Comellas, 1982, p.79). En este esquema, se aprecia una relación divergente entre el interés y la utilidad de la historia. Se trata, en sentido estricto, de una aparente oposición, puesto que el auténtico conocimiento histórico comprende las tres funciones antes descritas.

En las expresiones teóricas esbozadas se puede observar, a guisa de ejemplificación, cómo la finalidad de la historia ha sido diversamente ponderada, asunto de continuo debate hasta hoy. Por tanto, se revisará, desde una aproximación al pensamiento histórico en Occidente, las principales concepciones sobre la naturaleza de la historia y la utilidad de su saber.

La historia en la Antigüedad clásica

Como es sabido, la historia en cuanto conocimiento hunde sus raíces en el orbe griego, en la segunda mitad del siglo v a.C. Antes de su advenimiento, el pasado se aprehendía a través de mitos, que eran narraciones que perpetuaban la memoria colectiva; estos eran recreados en la épica y la tragedia. El mito era, además, la fuente de donde los griegos extraían valores morales, reglas de conducta y enseñanzas. Su significación esencial en la cultura griega, hace decir al historiador inglés Moses Finley (1977): “El mito era su gran maestro en todas las cosas relativas al espíritu” (pp. 15-16).

Otra fuente de sucesos pretéritos era la poesía, que transmitía enseñanzas de orden moral y práctico. Este género gozaba de mayor prestigio y reputación que la historia. Así lo apreció Aristóteles (2013), que en el noveno libro de su Poética razonaba que la poesía era “más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía narra más bien lo general, mientras que la historia, lo particular” (p. 56).

Un factor complementario que explica la menor influencia social de la historia lo representa el pensamiento científico griego. Este admitía como objeto cognoscible lo inmutable, permanente y determinable, en tanto que la naturaleza de la historia es el devenir, el cambio continuo.

La historia, en efecto, es una ciencia del obrar humano; el objeto que el historiador considera es cuanto han hecho los hombres en el pasado, actos que pertenecen a un mundo cambiante, a un mundo en que las cosas llegan a su fin y dejan de existir. (Collingwood, 2017, p. 80)

Es Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.) —a quien Cicerón bautizó como “el padre de la historia”— el primer usuario del vocablo ιστορία (historia), cuya acepción primigenia aludía a la “investigación”, “indagación” de lo acontecido. Heródoto dio forma a sus pesquisas en torno a las guerras médicas en Historias, obra compuesta de nueve libros. Su investigación se basó, primordialmente, en observaciones y tradiciones que recogió en sus dilatados viajes. En el proemio del libro primero, escribió que su propósito era narrar “los hechos humanos” para que no se sumergieran en el olvido con el andar de los años y, sobre todo, conocer las “notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros” y la causa de su “mutuo enfrentamiento” (Heródoto, 1992, p. 85). Para el primer historiador, el conocimiento del pasado permitía, al propio tiempo, responder a interrogantes sobre asuntos ignorados. La historia, desde entonces, adquirió significado a partir de las acciones humanas, aunque Heródoto, en sus explicaciones sobre ciertos hechos, no prescindió de la intervención de los dioses. Desde aquellas orientaciones metódicas se sentaron las bases para el desarrollo de la disciplina histórica.

Tucídides (460-400 a.C.), con su Historia de la guerra del Peloponeso en ocho libros —suceso en el que participó en calidad de estratega—, inauguró la historiografía crítica y objetiva. Esta obra —escrita en los veinte años de su destierro de Atenas— se sustentó en sus observaciones como testigo ocular y en múltiples informaciones acopiadas. Por eso declara: “… relaté cosas en las que yo estuve presente o sobre las que interrogué a los otros con toda la exactitud posible” (Tucídides, 2013, p. 81). La finalidad de su trabajo no residía en el relato de los hechos, antes bien en su análisis y el sentido que se les puede asignar; y en esa tarea le interesaba establecer las leyes que rigen su acaecer. La historia de Tucídides es genética, por cuanto se interroga fundamentalmente por la causa de lo ocurrido; además es pragmática, pues procura el aprovechamiento útil de las lecciones del pasado, en particular de la política (Topolsky, 1992, p. 65). En esta última función, residía para el historiador ateniense la utilidad de la historia. Cabría destacar, por último, que, con su próvida investigación, la historia conservó su propósito humanístico, destacándose en ésta el valor de los testimonios.

En Roma, la historia revistió nuevos contornos. Entre sus rasgos destacaba su estrecha vinculación con la idea de continuidad, perspectiva por la que se concebía la historia cual heredera de instituciones tradicionales, además de ser fuente de patrones de comportamiento para las jóvenes generaciones (Momigliano, 1984, p. 56). De ahí la relevancia de la memoria social, conservada en registros locales y crónicas y representada en los anales oficiales. Asimismo, en la República romana se reivindicaba el principio conforme al cual el conocimiento del pasado proveía valiosas enseñanzas en el presente. Quien mejor expresara tal carácter de la historia fue el orador y filósofo Marco Tulio Cicerón (106-46), quien le atribuyó ser magistra vitae, es decir, maestra de la vida. De acuerdo con lo señalado:

La historia es un apoyo para estadistas y oradores, que proporciona ejemplos de acciones para emular o evitar, o ilustraciones para discursos, que quien las emplea –si no el mismo historiador– puede desarrollar de acuerdo con las necesidades de una idea o de una frase. La verdad por la verdad está bien a su manera; pero la verdad adecuada y a punto, en el debate o en la práctica, es la más valiosa para un romano. (Shotwell, 1940, p. 278)

Empero no fue sino hasta la expansión de Roma, que de urbe se irguió en potencia hegemónica en el mundo mediterráneo, cuando la historia alcanzó su mayoría de edad. Bien es cierto que el sentimiento de superioridad del espíritu romano respecto de los demás pueblos, sometidos o no a su poder, se vio meridianamente reflejado en su historia, conceptuada como universal (historia ecuménica). Notable exponente de esta historiografía es el griego Polibio (hacia 208-128), autor de Historias, que contiene una pormenorizada narración de las guerras púnicas y macedónicas. En el Libro I reafirma que “para los hombres no existe enseñanza más clara que el conocimiento de los hechos pretéritos” (Polibio 1981, p. 55), y que su aprendizaje es digno de consideración por ser escuela para la formación y preparación de la actividad política. Por consiguiente, Polibio le atribuía a la historia —en el mismo sentido en que lo hiciera Tucídides— un carácter pragmático1.

En el siglo i a.C., Salustio (hacia 86-35), contemporáneo de Julio César, escribió sobre episodios políticos de la última época de la República. En sus libros la Conjuración de Catilina y la Guerra de Jugurta, persiguió narrar los hechos con imparcialidad. Así, en la primera de las obras citadas, declara que determinó “escribir la historia del pueblo romano selectivamente, según que un período u otro se me antojasen dignos de recuerdo; sobre todo porque tenía el ánimo libre de esperanzas, temores o partidismos políticos” (Salustio, 1997, p. 76).

Durante la Roma imperial, Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.), habiendo compilado los anales tradicionales, compuso un relato histórico unitario en 142 libros, al que dio el título de Ab urbe condita (Desde la fundación de la ciudad), y que comprende desde los orígenes de Roma hasta el principado de Augusto. Su extensa narración se fraguó con una finalidad patriótica. Nunca antes un historiador se había consagrado a tan vasta y ambiciosa empresa. En el prefacio, el autor declaró los propósitos morales de su monumental obra: ofrecer a los lectores ejemplos virtuosos de la vida cívica romana, apreciando en aquellos los valores que cimentaron la grandeza nacional. El patriotismo de Tito Livio “se convirtió en universal, y sigue sirviendo de inspiración para épocas posteriores incluso cuando el mundo romano ya había sucumbido” (Shotwell, 1940, p. 311).

Tácito (hacia 54-120), junto con Salustio y Tito Livio, es uno de los tres historiadores latinos de mayor renombre. Sus dos obras, Historias y los Anales —que han llegado incompletas hasta nosotros—, se asientan en fuentes orales y escritas. Tácito, que escribió bajo el reinado de la dinastía Flavia, admitía la idea, tan en boga por entonces, de que la historia perseguía una finalidad pragmática, de guisa que se propuso retratar ejemplos de virtud y de vicio en el orden político, al efecto de que la sociedad venidera pronunciara su aprobación o condena, de acuerdo con H. Furneaux (como se citó en Collingwood, 2017, p. 101). “Tácito suscribe de forma categórica la opinión según la que la función de la historia consiste en fomentar la virtud y censurar severamente el vicio, preservando para ello ejemplos de una y otro” (Burrow, 2014, p. 182). Y es que el mentado autor observaba en el contenido histórico una fuente de juicios morales.

La aparición del cristianismo confiere a la historia una nueva exégesis de la trayectoria humana. El panorama que se traza de la historia universal cobra sentido de principio a fin por la voluntad o designio de Dios sobre el mundo terrenal. Se concebía la historia como el conjunto de acciones humanas determinadas conforme al plan divino, desde la creación hasta el juicio final. En esta visión teológica, el acontecimiento central de la historia es la creación del reino de Dios por Cristo.

El sentido de la historia, en clave cristiana, tuvo una sustantiva elaboración en el pensamiento de san Agustín (354-430), profesor de retórica y obispo de Hipona. En su obra La Ciudad de Dios —concebida como una apología del cristianismo ante las acusaciones paganas que lo culpaban de la decadencia del Imperio romano— fundamenta una filosofía de la historia. En esta observa el despliegue de una lucha entre dos ciudades, la divina y la terrena. La primera la conforman quienes aman a Dios y se desprecian a sí mismos como seres pecadores, es decir, la iglesia de Cristo. Por el contrario, los miembros de la ciudad terrena hacían prevalecer sus apetitos e intereses personales sobre Dios. De acuerdo con san Agustín, ambas ciudades coexisten en este mundo y representan la lucha entre el bien y el mal, oposición en la que, hacia el final de los tiempos, triunfará la ciudad de Dios con la segunda venida de Cristo (Suárez, 1976, pp. 46-48).

Historiografía medieval

La interpretación de la historia, de signo cristiano, prevalecería en tiempos medievales. Una revisión del providencialismo agustiano la hallamos en la obra de Joaquín de Fiore (1135-1202), abad cisterciense italiano, quien vivió en una época convulsionada por la propagación de doctrinas heréticas. A diferencia de las dos líneas paralelas, representadas por lo sagrado y lo profano, propuestas por san Agustín, la doctrina de Joaquín de Fiore —imbuida de ideas milenaristas—, afirmaba que el curso de la historia se dividía en tres grandes edades, de acuerdo a las tres personas de la trinidad. Estas eran: la edad del padre, correspondiente al Antiguo Testamento, en la que preponderaba la ciencia; la edad del hijo, o sea, la era de Cristo y los apóstoles, caracterizada por la sabiduría; y la edad del Espíritu Santo, en la que se alcanzaría la plenitud intelectual. En esta última —que se iniciaría hacia el año 1260— la Iglesia jerarquizada desaparecería y daría lugar a otra, exclusivamente espiritual, regida por monjes. De esta manera, con el anuncio de “un tiempo de plenitud espiritual, el Reino del Espíritu, rompía los moldes que ligaban la Cristiandad a una esperanza trascendente y permitía formular estas esperanzas en límites temporales” (Suárez, 1976, p. 60).

Conviene apuntar que en el siglo xiii nace la escolástica, resultado de la fusión del pensamiento cristiano y las ideas aristotélicas, tal como se expone en las obras de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino. En la filosofía escolástica se concibe un orden moral impuesto por Dios, que puede ser trastocado por la libertad de las acciones humanas. Es la doctrina del libre albedrío, de gran trascendencia en el pensamiento histórico por cuanto “admite en el hombre y sus creaciones —sociedad, estado, cultura— una perfectibilidad” (Suárez, 1976, p, 61). A este respecto, Tomás de Aquino sostenía que la historia profana manifestaba el progreso del hombre. Es así que el sentido de la historia es interpretado como el progreso de la sociedad en la búsqueda de un bien temporal.

En la producción histórica medieval destacaron los monasterios, que fueron centros de preservación de la memoria del pasado y, a la vez, talleres de escritura de la historia. Ahí se compusieron crónicas y anales, con los cuales sus autores se proponían “explicar el comprometido triunfo de la verdadera fe a través de unos agentes (obispos y monjes) sobre unos pueblos dominados por la barbarie, el paganismo o la herejía” (Mitre, 1997, p. 37).

Por otra parte, el predominio de leyendas y relatos imaginarios en la Edad Media trae para la historia de este período un considerable retroceso en la exactitud de los hechos.

En tanto que en Occidente la historia se escribía con estos caracteres, en el mundo islámico alcanzaba señalados avances en la comprensión del mundo geográfico, y halla en Ibn Jaldún (1332-1406), filósofo árabe nacido en Túnez, a su más preclaro exponente, ponderado en la actualidad como el precursor de la “historia sociológica”. Este autor, en el libro primero de su magna obra, Introducción a la historia universal (1377), escribía:

Sabed que la historia tiene por verdadera finalidad hacernos conocer el estado social del hombre, en su dimensión humana, o sea la urbanización y civilización del mundo, y de darnos a entender los fenómenos concomitantes naturalmente a su índole…; en fin, todo el devenir y todas las mutaciones que la naturaleza de las cosas pueda operar en el carácter de la sociedad. (Jaldún, 1987, p. 141)

Y acerca de su utilidad, precisaba:

LA HISTORIA es una ciencia digna, que se distingue por la nobleza de su objetivo, su gran utilidad y la importancia de sus resultados.

… los que procuran instruirse en el manejo de los asuntos sociales, tanto espirituales como de carácter temporal encontrarían en la historia útiles ejemplos y lecciones ilustrativas… (Jaldún, 1987, p. 100)

Los cambios acaecidos en Europa desde el siglo xii (resurgimiento de la vida urbana y del comercio; aparición de la burguesía y su ulterior pujanza social y económica; primeras manifestaciones mercantiles del capitalismo; etcétera), conducen a que el ejercicio de la historia ostente nuevas configuraciones. La historia se seculariza. De este modo, con el ingreso de la Edad Moderna, se ocupará exclusivamente de las acciones humanas, prescindiendo del componente místico en la explicación de los hechos.

El pensamiento histórico en la Edad Moderna

En las postrimerías del Medioevo, la admiración por la tradición grecorromana del movimiento humanista reanudó el método crítico de los historiadores antiguos. Con ello, la exactitud en la investigación recobró centralidad y la historia hubo de adquirir un carácter racional. Manifestación de esta renovación metódica fue la erudita pesquisa filológica del humanista italiano Lorenzo Valla (1405-1457), quien en su Declamatio (1440) demostró el carácter espurio del documento conocido como la “Donación de Constantino”, que desde mediados del siglo xi el papado exhibía para legitimar su poder temporal en Italia2.

Con el Renacimiento, la historia focalizó su interés en el hombre y adoptó una revaloración de las fuentes. Al reavivar en muchos aspectos el concepto grecorromano de la historia, el Renacimiento reintrodujo una finalidad pragmática, puesto que debía servir de enseñanza a la vida práctica y, en particular, al adiestramiento político (Collingwood, 2017, p.125). En consecuencia, la historia debía narrar acontecimientos políticos, por cuanto era concebida como un conocimiento que proporcionaba lecciones para la actividad de los gobernantes. De acuerdo con este punto de vista, las repúblicas y los principados italianos y las monarquías centralizadas de España, Francia e Inglaterra contrataban a historiadores (Carbonell, 2001, p. 79).

En esa época destaca el florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527), quien, después de servir a su patria como diplomático y ya retirado de la escena pública, se consagró a la escritura de la historia con Los discursos sobre la primera década de Tito Livio (1512-1517) e Historia de Florencia (1520-1525). Para Maquiavelo, la historia permite a la gente “hacerse sabia a expensas de otros”, al aprender de errores del pasado (Burke, 2013, p. 147). Su experiencia en los asuntos de Estado y los acontecimientos de los que fuera testigo, le convencieron de que la utilidad de la historia estriba en las lecciones que los gobernantes puedan extraer de la trayectoria de los estados. Su objetivo era pragmático: la historia debía reportar un conocimiento útil que sirviera de guía a las acciones políticas que condujeran a la unidad de Italia.

También desde la filosofía se formularon reflexiones sobre la historia. El paradigma científico planteado por el francés René Descartes (1596-1650) no comprendía a la historia, por cuanto la versión que exponía sobre los hechos no se ceñía a la fidelidad y exactitud, tal como lo escribe en su Discurso del método (1637). Por tanto, desdeñaba su utilidad: la historia no era capaz de proporcionar un conocimiento verídico ni completo de lo realmente acaecido.

En contraposición al racionalismo cartesiano, el napolitano Giambattista Vico (1668-1744) argumentaba en su obra Ciencia nueva que la historia es un tipo de conocimiento científico, y formula los principios del método histórico. Observó en la historia el proceso de génesis y avance de las sociedades, constituidas por las instituciones modeladas por el hombre. El curso de la historia se canalizaba con arreglo a un plan completamente humano (Collingwood, 2017, p.130). En la teoría de Vico, la historia no atañe al pasado en cuanto tal, sino, en primer término, a la sociedad del presente. Su postura epistemológica es adversa a las teorías del racionalismo y empirismo del siglo xvii.

En la centuria posterior, el escocés David Hume (1711-1776), después de reflexionar sobre el problema gnoseológico de la historia, planteaba, en concordancia con los postulados de Vico, que las objeciones aducidas contra el conocimiento histórico por parte del cartesianismo carecían de fundamento. Y sostuvo que la historia era “un tipo de conocimiento legítimo y válido” (Collingwood, 2017, pp. 142-143).

En el siglo xviii, el surgimiento de la Ilustración o Iluminismo representó un giro en la función de la historia. La historiografía ilustrada pretendía liberar la actividad y el pensamiento humanos de la influencia religiosa, a la par de cuestionar el orden establecido (Antiguo Régimen). Estos planteamientos son concurrentes con las aspiraciones políticas de la burguesía en ascenso. Los historiadores no se sintieron atraídos por el estudio de épocas remotas —enjuiciadas como resultado de la acción de fuerzas irracionales—. Para sus cultores, la historia era digna de atención desde la manifestación del espíritu científico; es decir, la Edad de la razón. El espíritu racional se expresaba, en el orden político, con el despotismo ilustrado, y en el aspecto económico, con el avance de la industria y del comercio. Para la Ilustración, el punto de partida de la historia era el nacimiento del espíritu científico moderno. Es así como se vinculaba el conocimiento racional y los avances científico-técnicos de la época con la idea de progreso.

Este movimiento intelectual, si bien hubo de aportar los conceptos de “historia verídica” e “investigación histórica crítica”, también cultivó la historia al nivel de instrumento de propaganda. Personalidad destacada de esta corriente cultural de renovación fue Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), pensador que juzgó críticamente el panorama social de Francia en el siglo xviii y el Estado absolutista, y adhiere al conocimiento histórico la exigencia de indagar por las causas de la evolución social. Montesquieu, esgrimiendo la idea de progreso en la historia, planteó que la humanidad había transitado desde el salvajismo hasta la civilización.

En el pensamiento de Voltaire (seudónimo de Francois Marie Arouet) (1694-1778) —reputado como el ideólogo más influyente de la Ilustración—, la historia dejó de significar una relación de hechos detallados para ser enfocada a través del espíritu crítico de la filosofía racionalista del siglo xviii. En este sentido, introdujo la expresión “filosofía de la historia” para oponerla a la erudición de la historia político-pragmática y la historiografía eclesiástica, esta última representada en la obra del eclesiástico Jacques Bossuet (1627-1704). Y coincide con Montesquieu en apreciar que el movimiento de la historia se rige por la idea de progreso.

Una excepción en el pensamiento histórico de la época la hallamos en el filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El citado pensador expresaba ideas adversas a la civilización y esgrimió un cuestionamiento más radical del orden político y social de Francia. Rousseau sitúa en la civilización el origen de la corrupción del ser humano y propone, al mismo tiempo, un retorno a la vida primitiva, período en que el hombre encarnaba a un ser bueno y feliz.

Durante esta época, la historiografía inglesa estudiaba el curso histórico desde una perspectiva del progreso material experimentado en aquellos años, derivado de la Revolución industrial. El adelanto económico era interpretado como proceso de evolución constante hacia la sociedad moderna. Tal visión se forja en Inglaterra tras el establecimiento de la monarquía constitucional —resultado del triunfo de la Revolución gloriosa de 1688—, y se consolida en el siglo xix, durante la hegemonía imperial de la Corona británica, bajo el reinado de Victoria I. Fue en este tiempo cuando se gestó una historiografía de orientación liberal que traslucía el orgullo nacional inglés, nacido de un enfoque optimista del presente. Dicha visión emana, verbigracia, en las obras de Thomas Macaulay (1800- 1859) y Lord Acton (1834-1902).

La historia en el siglo xix

El siglo xix ha sido bautizado como el “siglo de la Historia”. Ello en virtud de que la disciplina histórica adquirió estatuto científico y se profesionalizó: se impartió la enseñanza de la historia en las universidades de Europa y florecieron diversas escuelas históricas. Al propio tiempo, los libros de historia gozaban de popularidad en el gusto de los europeos.

En aquella época, el advenimiento del romanticismo representó una reacción contra el racionalismo del siglo xviii. A diferencia del Iluminismo, cuya atención se orientaba hacia el pasado reciente, el movimiento romántico evocaba tiempos remotos —como el Medioevo—, por cuanto expresaban formas de sociedad con valores e intereses positivos que diferían radicalmente de los de su tiempo. De ahí que los románticos columbraron el pasado medieval con admiración.

Por otra parte, el romanticismo compartía la visión de la historia como progreso de la razón humana. La historia era concebida en términos de proceso único de desarrollo, desde el salvajismo hasta la civilización; interpretación que enriquecía la perspectiva de la realidad histórica.

Los románticos emprendieron la escritura de la historia del pueblo. Para tal fin, incorporaron en la narración el lenguaje popular, y pusieron de relieve el rol protagónico del pueblo en los hechos históricos. Este tipo de historia se plasmó de manera notable en la obra del francés Jules Michelet (1798-1874), historiador y escritor que, en su Historia de la Revolución francesa (1847-1853), destacó la acción del pueblo como el “héroe colectivo” de la gesta revolucionaria (Burrow, 2014, p. 463).

El romanticismo en historia propendía hacia la comprensión y revalorización de los pueblos; ello dio nacimiento a una corriente histórica dedicada al estudio de las naciones, sus costumbres y tradiciones. De esta suerte, nació la historia patriótica, que puso énfasis en la idea de nación y fortaleció el nacionalismo en Europa.

Conviene recordar que esta fue la época de la construcción de los Estados nacionales. En ese proceso histórico, urgía la escritura acerca de la trayectoria de las naciones. En virtud de ello, el Estado asume una participación estimable en el campo de la historia, contribuyendo con los investigadores otorgándoles subvenciones anuales, protegiendo el patrimonio histórico y organizando los archivos públicos (Carbonell, 2001, pp. 116-117).

En el siglo xix, la filosofía de G.W.F. Hegel (1770-1831) abrió un nuevo horizonte en la idea de historia. A juicio del filósofo alemán, las acciones humanas, en tanto que manifestación externa de las ideas, constituyen el único objeto de conocimiento; por consiguiente, proyecta toda la historia como historia del pensamiento, y observa en este dilatado proceso el auto desarrollo de la razón. Asimismo, interpreta las acciones humanas cual actos morales, y estas, a su vez, como actos políticos. A ello responde que Hegel identifique la historia con la historia política. Su filosofía de la historia se articula alrededor del desarrollo de la libertad (“razón moral del hombre”). Para tal pensador, la historia toca su fin en el presente, puesto que el futuro resulta incognoscible para el historiador. Y con respecto a la lección práctica que provee la historia, Hegel advierte en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal que la experiencia y la historia enseñan que “jamás pueblo ni gobierno alguno han aprendido de la historia ni ha actuado según doctrinas sacadas de la historia” (Hegel, 2005, pp. 248-249). Con ello, el referido filósofo rechazaba la función de la historia como “maestra de la vida”, tal como se sostenía desde la Antigüedad.

Al promediar la centuria decimonónica, advino en el horizonte del pensamiento europeo, el positivismo, corriente filosófica impulsada por el francés Auguste Comte (1798-1857), que aspira a alcanzar el conocimiento verdadero a través de la observación y la experiencia sensible, suprimiendo del conocimiento cualquier elemento de especulación metafísica.

El positivismo influyó en grado significativo en la investigación histórica, y abrió curso a una historiografía que intenta comprobar los hechos y formular las leyes de la evolución histórica. Asimismo, hubo de impulsar la investigación de fuentes documentales, recogiendo información fáctica. Y aportó a la metodología de la historia el rigor erudito y el análisis crítico de los documentos. Los historiadores adscritos a esta corriente del pensamiento estimaban que su función consistía en la investigación documental, con vistas a comprobar y exponer los hechos, descartando cualquier juicio valorativo acerca de ellos. Para los historiadores positivistas “la historia se hace con textos”.

Leopold von Ranke (1795-1886), erudito historiador alemán influido por el positivismo, expresa con precisión y claridad en el prólogo de su Historia de los pueblos románicos y germánicos desde 1494 hasta 1535, que la finalidad de la ciencia histórica es narrar los hechos objetivamente:

Se ha asignado a la Historia el cometido de enjuiciar el pasado, instruyendo y adoctrinando el presente en beneficio del porvenir. No son tan ambiciosos los fines que este ensayo se propone: nuestra obra aspira tan sólo a exponer cómo sucedieron realmente las cosas. (Von Ranke, 1958, p. 12)

En aquella misma centuria, los alemanes Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) fueron los padres de una nueva perspectiva de la historia: el materialismo histórico, doctrina filosófica conforme a la cual la trayectoria de la sociedad humana y del mundo natural describe un proceso dialéctico, concepto recogido de la filosofía hegeliana. Esta premisa sirve de basamento teórico a Marx para sostener que la historia se halla determinada por las contradicciones existentes entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción, base material de la sociedad, proceso que agudiza el conflicto entre las clases. De acuerdo con Marx, las clases sociales presentan intereses contrapuestos y su enfrentamiento deriva inevitable. En su teoría social, la lucha de clases es el “motor” de la historia.

En la visión marxista, la historia no es mera relación de hechos. A partir de la evolución histórica, se pueden establecer las leyes del desarrollo social que permiten prever el futuro y demostrar el rumbo de las sociedades hacia una determinada instancia. El marxismo sostiene que el conocimiento del proceso histórico de la sociedad contribuye al avance de la “conciencia de clase” del proletariado. Por tanto, la idea de historia en el marxismo está estrechamente vinculada a un proyecto político de carácter revolucionario: la finalidad pragmática de la historia se conexiona con la edificación de un mejor porvenir. De suerte que el marxismo dota a la historia de una nueva función social.

La concepción filosófico-social del marxismo ejercerá, a la postre, una señalada influencia en los estudios sociales; y en lo concerniente a la ciencia histórica, su impronta contribuirá al nacimiento de la historia económica y social.

En Alemania, el filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900) escribió un libro titulado De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, publicado en 1873. En este trabajo postula:

La historia forma parte del ser vivo en tres respectos: en tanto que éste es activo y aspira, en tanto preserva y venera, y en tanto sufre y necesita de liberación. A esta trinidad de relaciones corresponde una trinidad de formas de historia: cabe distinguir una forma monumental, una forma anticuaria y una forma crítica de historia. (Nietzsche, 2018, p. 47)

Para tal autor, estas formas de historia deben estar al servicio de la vida, y declara que para ella es perjudicial el “exceso de historia”, porque la “degenera y desintegra”, concluyendo que “el conocimiento del pasado se desea en todos los tiempos exclusivamente al servicio del futuro y del presente, y no para debilitar el presente, ni para arrancar las raíces de un futuro pletórico de vitalidad…” (Nietzsche, 2018, pp. 63-64).

La historia en el siglo xx

A comienzos del siglo xx se hubo de trastocar la situación en Europa y la realidad social y política devino harto compleja: la acelerada industrialización condujo a nuevos conflictos entre clases sociales y las rivalidades existentes entre las grandes potencias en la era del imperialismo, acrecentadas por la carrera armamentista, derivaron en el estallido de la Primera Guerra Mundial. Los efectos de la contienda bélica propiciaron cambios en la mentalidad y en la forma de concebir la historia.

En 1929, la publicación en Francia de Annales d’Histoire Économique et Sociale, revista fundada por Lucien Febvre (1878-1956) y Marc Bloch (1886-1944), inauguró la senda para la renovación metodológica de la ciencia histórica. Frente a la historia tradicional o metódica, dedicada a resaltar aspectos políticos e institucionales, la escuela de los Annales propuso un enfoque multilateral para el estudio de la historia, con la finalidad de comprender la totalidad de aspectos y manifestaciones en la vida de las sociedades. Para tal fin, los representantes de dicha escuela historiográfica promovieron la incorporación de nuevos métodos basados en la integración de la historia con las demás ciencias humanas.

Desde entonces, la historia no solo se identifica con el pasado, sino con el presente. En esta perspectiva, Bloch (2001) pretendía responder a la interrogante “¿para qué sirve la historia?” Define a esta como “ciencia de los hombres en el tiempo” (p. 58), conceptuando el tiempo en términos de cambio continuo, y destacando la interrelación entre el pasado y el presente para la comprensión de los hombres.

Por su parte, Febvre definía la historia como

la necesidad que siente cada grupo humano, en cada momento de su evolución, de buscar y de poner de relieve, en el pasado, los hechos, los acontecimientos, las tendencias que preparan el tiempo presente y que permiten comprenderlo, que ayudan a vivirlo. (Como se citó en Chesneaux, 2005, p. 23)

Por ello, Febvre (1971) asignaba a la historia la función social de “organizar el pasado en función del presente” (p. 245).

Fernand Braudel (1902-1985) —discípulo de Bloch y Febvre y calificado como el más importante sistematizador de las propuestas metodológicas de los Annales— situaba a la historia como parte integrante de la “ciencia social” y sostenía: “La historia es una dialéctica de la duración; por ella, gracias a ella, es estudio de lo social, de todo lo social, y por lo tanto del pasado, y por lo tanto también del presente, uno y otro, inseparables” (Braudel, 1991, p. 91), manifestando que “la historia pretende ser estudio del presente por el estudio del pasado” (p. 77). Así también, según el historiador francés, es función de la historia esbozar las tendencias de la actualidad y descubrir sus antecedentes relevantes.

Desde una óptica marxista, Pierre Vilar (1906-2003) promovió la exigencia de una historia que proyectara una visión global de la sociedad. Al tratar sobre los diferentes significados que encierra el término “historia”, Vilar sostuvo que su objeto es la dinámica de los hechos sociales pasados, presentes y futuros; y planteó que la historia tiene por finalidad “edificar una sociología del pasado, y de forma frecuente —durante mucho tiempo la más frecuente— reconstituir una política” (Vilar, 1980, p. 20), propugnando con ello el rol sociopolítico del conocimiento histórico.

Después de la Segunda Guerra Mundial, sobrevinieron vertiginosos cambios en la política y la economía a escala internacional, a la par de profundas transformaciones sociales y culturales alentadas por los procesos de globalización. En este contexto, en la década de 1970 se produjo la “ruptura posmoderna”, que representó en las ciencias sociales y humanidades una crítica a los paradigmas vigentes. Verbigracia, cuestiona la legitimidad de la ciencia como conocimiento válido, la idea del progreso —que había caracterizado el pensamiento occidental desde la Ilustración—, la modernidad, y sostiene el final de las grandes interpretaciones generales o metanarrativas de la historia (como la visión marxista). Así también, la posmodernidad se decanta por la pluralidad de puntos de vista e interpretaciones acerca de una misma realidad social.

Esta corriente intelectual influyó significativamente tanto en el modo de concebir la historia cuanto en su escritura (Aurell, 2017, p. 118). “La idea básica de la teoría posmoderna de la historiografía es la de negar que la escritura histórica se refiera a un pasado histórico real” (Iggers, 2012, p. 193). Uno de los principales representantes historiadores posmodernos, el estadounidense Hayden White (1928-2018), postula que un texto histórico es un artefacto literario, afirmando que “las narrativas históricas son ficciones verbales cuyos contenidos son más inventados que descubiertos y cuyas formas tienen más en común con sus contrapartidas literarias que con las científicas” (como se citó en Iggers, 2012, p. 194). Es por ello que el posmodernismo ve la historia como un discurso sobre el pasado, del cual existen múltiples lecturas posibles (Jenkins, 2009, pp. 6 y 7). De acuerdo con estos planteamientos teóricos, ¿cómo se concibe la utilidad y el valor práctico de la historia? En el examen de esta cuestión, White, basándose en los planteamientos de Michael Oakenshott, recupera los conceptos de “pasado histórico” y “pasado práctico”. El primero sería el estudio científico del pasado, cuyo único objetivo es conocer la verdad de los hechos, que es un fin en sí mismo; se trata de un conocimiento construido por los historiadores “sin ninguna tendencia a extraer lecciones del estudio del pasado ni a importarlas al presente para justificar acciones o programas pensados para el futuro” (White, 2018, p.37). En contraposición, el “pasado práctico”

se refiere a aquellas nociones “del pasado” que todos llevamos con nosotros en la vida diaria y a las que recurrimos, voluntariamente y como mejor podemos, para obtener información, ideas, modelos y estrategias que nos ayuden a resolver todos los problemas prácticos con los que nos encontramos en lo que sea que consideremos nuestra “situación” presente, desde cuestiones personales hasta grandes programas políticos. (White, 2018, pp. 37-38)

Consideraciones finales

En esta sucinta revisión de las concepciones historiográficas en Occidente, puede advertirse que la gestación de ideas alrededor del carácter del conocimiento histórico y el sentido de su utilidad ha mudado con arreglo a las necesidades prácticas, los intereses sociales y políticos y las visiones aportadas por movimientos intelectuales en las diferentes formaciones culturales.

Sobre la base de lo expuesto, podemos bosquejar, en suma, algunas ideas por las que el conocimiento que nos ocupa resulta de utilidad desde su nacimiento hasta nuestros días.

Ante todo, es preciso afirmar que, si bien la historia comporta una función social de índole pragmática, “la apropiación cognoscitiva del pasado es un objetivo válido por sí mismo” (Pereyra, 1991, p. 14). En efecto, la historia constituye un saber intelectual legítimo per se, tal como sostiene Marc Bloch. En este ámbito, el conocimiento de la experiencia de la humanidad en su largo tránsito, enriquece el bagaje cultural y la formación humanística de la sociedad. Además, las informaciones y explicaciones que provee coadyuvan a contrarrestar el falseamiento sobre hechos históricos, tal como ocurre, desde épocas más o menos recientes, con las narrativas negacionistas en la historiografía, como aquella que, a pesar de la abrumadora evidencia empírica, niega enfáticamente el Holocausto. Huelga apuntar que este tipo de distorsiones deliberadas de la realidad histórica obedecen muy a menudo a motivaciones de naturaleza ideológica y política.

Desde antiguo se ha sostenido que el conocimiento del pasado proporciona enseñanzas útiles y provechosas para la acción. En tal sentido, permite comprender y explicar el presente, proporcionando orientaciones para la resolución de problemas u ofreciendo respuestas a fenómenos actuales; es decir, se le atribuye a la historia la capacidad de influir en el presente. Así, pues, su conocimiento arroja luces para guiarnos en la intrincada y cambiante realidad contemporánea. De manera recíproca, el pasado “nos resulta inteligible a la luz del presente” (Carr, 1978, p. 73), cobrando plenamente sentido y significado.

Entre las utilidades que ofrece el saber histórico se halla el dar perspectiva a los problemas de hoy; y ello sólo es posible conociendo la línea de desenvolvimiento en el conjunto de las actividades del hombre. Desde un enfoque diacrónico, se puede establecer las continuidades y rupturas en la evolución de los pueblos.

Otra de las funciones adscritas a la historia es la de conservar la memoria colectiva y, en esa tarea, contribuir a la forja y al fortalecimiento de las identidades, por ejemplo, las nacionales. Y esto es así porque rastrea en el pasado las raíces de aquellas experiencias y valores compartidos socialmente, que sirven a las colectividades humanas como cohesionadores de su identidad. En este propósito, la historia ha prestado aportación sustantiva a las “políticas de la memoria”. En estrecha conexión con la memoria, el llamado “uso público” de la historia por parte de los Estados ha contribuido a configurar la historia oficial de cada país, cuyas herramientas son los museos, los monumentos y las conmemoraciones (Pasamar & Ceamanos, 2020, pp. 184-185), además de los libros de texto.

En los tiempos actuales, se comprueba la vitalidad de los estudios históricos, expresada en múltiples áreas temáticas y líneas de investigación, la ampliación de las fuentes históricas, la introducción de modernos conceptos y el enriquecimiento de sus métodos, afinados por el permanente dialogo interdisciplinar. Por otra parte, se asiste al auge de la historia popular o de divulgación, tal como puede colegirse en la proliferación de novelas, revistas, documentales, series de televisión y filmes de contenido histórico que se propalan a vastas audiencias. Como nunca antes, la historia —merced a la revolución de la información y el progreso tecnológico de las comunicaciones— se ha difundido ampliamente, penetrando en diferentes sectores de la sociedad, democratizando su conocimiento. Tal como afirma la historiadora estadounidense Lynn Hunt (2019): “vivimos en una época obsesionada por la historia, pero también tiempos de profunda inquietud acerca de la verdad histórica” (p. 9). El reconocimiento de la importancia cognoscitiva de la historia revela una valoración cada vez más extendida en la sociedad global acerca de su función pedagógica. La humanidad necesita orientarse en una época como la actual, de profundos y acelerados cambios, buscando siempre en la historia respuestas para antiguos y nuevos problemas que den sentido a su multifacética experiencia colectiva.

Referencias

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Bibliografía consultada

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1 Del propósito pragmático de la obra de Polibio, escribe J.T. Shotwell (1940): “La historia no era para él un simple conocimiento de cosas antiguas. Él es un político práctico, y la historia es, simplemente, la política del pasado. Está justificada por su utilidad; es la filosofía que enseña con la experiencia… Sólo la historia puede proporcionar precedentes al hombre de estado” (p. 253).

2 Durante la Edad Media se creyó que el emperador Constantino el Grande, antes de morir, había otorgado al papa Silvestre I la ciudad de Roma, la totalidad de la península Itálica y las provincias occidentales del Imperio romano para ejercer sobre dichos territorios facultades imperiales. Esta donación aparecía atestiguada en un documento oficial. Las comprobaciones de Lorenzo Valla revelaron que aquel documento no era de la época de Constantino, sino que había sido elaborado entre mediados del siglo viii y mediados del siglo ix.