La episteme campesina y la soberanía alimentaria

—El cuidado y la cuaternidad. Notas para una ¿epistemología campesina?—

The Peasant Episteme and Food Sovereignty

Care and Quaternity. Notes for a Peasant Epistemology?

Germán Vargas Guillén

Universidad Pedagógica Nacional (Bogotá)

gevargas@pedagogica.edu.co

https://orcid.org/0000-0001-6156-799X

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n010.6941 Recibido: 23.9.23 / Aprobado: 24.11.23

Resumen

En este artículo, la soberanía alimentaria se tematiza fenomenológicamente como un ingrediente de la agenda política para Colombia. Para ello se reflexiona sobre cinco puntos. A saber: I) el saber y conocimiento; II) la soberanía alimentaria y pedagogía de la Tierra; III) el cuidado de la Tierra; IV) la episteme campesina y V) el vivir bien, comer sabroso. Por último, se presenta un colofón, en donde se argumenta que la soberanía alimentaria es una política de la temporalidad, del éxtasis, de la capacidad de hacer una pausa en el ajetreo del capitalismo.

Palabras clave: tierra, política, fenomenología campesina, pedagogía, autonomía.

Abstract

In this article, food sovereignty is thematized phenomenologically as an ingredient of the political agenda for Colombia. To do this, five points are reflected on, namely, I) know and knowledge; II) food sovereignty and pedagogy of the Earth; III) caring for the Earth; IV) the peasant episteme and V) living well, eating tasty. Finally, a colophon is presented in which it is argued that food sovereignty is a politics of temporality, of ecstasy, of the ability to pause in the hustle and bustle of capitalism.

Keywords: earth, politics, peasant phenomenology, pedagogy, autonomy.

Al menos para Colombia, la soberanía alimentaria es un ingrediente de la agenda política. No sólo tiene que ver con el primer título del Acuerdo del Teatro Colón de Bogotá (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2016), sino con la restitución de tierras y la vocación de defensa del campesino como sujeto de derechos, tanto sociales como políticos —acaso una de las consolidaciones políticas recientes del actual gobierno y el Parlamento, con concurso, incluso, de los gremios (Ardila, 2023; Unidad de Restitución de Tierras, 2023; Gobierno Nacional, 2023)—.

En consecuencia, la tematización fenomenológica no sólo pone en cuestión la cosmovisión (Weltanschauung) —que, al cabo, parecería tener una validez relativa y contextual—, sino que se requiere establecer las invariantes de la episteme campesina. Uno de los problemas que más acusan las políticas tendientes a una paz estable y duradera, es que esta cosmovisión se halla en riesgo, incluso de desaparecer. Hoy el campesino no quiere permanecer en el campo; la migración a las ciudades tiene múltiples causas: el desplazamiento forzado —por la violencia, por la andanada de los acumuladores de tierra, tanto los tradicionales terratenientes como las agroindustrias y mineras a gran escala—, por la ausencia de vías secundarias y terciarias, por la falta de créditos, etcétera.

Ahora no se trata sólo de vivir en provincia —como lo anotó Danilo Cruz-Vélez (1977; 1978), siguiendo a Heidegger—. Se trata de la Serenidad (Heidegger, 1960), de El sendero del campo de Martin Heidegger (Ordóñez, 2002), que habla al que habita y trabaja la tierra; es la simplicidad de la relación con lo fundamental que, a su vez, funda el cuidado. Es, desde luego, una opción política, pero es la capacidad de decir no y de decir sí —bajo circunstancias concretas— a la técnica (Heidegger, 1994a). Nuestra tradición fenomenológico-hermenéutica tiene que dar varios pasos, uno de los cuales es reconocer esta tecnificación y tecnologización del campo como una variable constitutiva de la manera de habitar la tierra; por cierto, la tecnología se ha convertido en una estructura del mundo de la vida (Vargas, 2006; 2020) —incluyendo el mundo de la vida campesino—. Pero, igualmente, la tierra, y específicamente el campo, constituye una suerte de nave matricial (Husserl, 2019): el lugar donde toma sentido nuestra experiencia humana de mundo. Es esta en donde configuramos nuestras emociones hasta dar con el sentido de comunidad (Husserl, 1987), con las fracturas de las relaciones en su interior y los intentos de restauración de éstas. La tierra nos ofrece la dialéctica del ruido y el silencio; de la labranza y el descanso; del vértigo del paisaje y el reposo —Heidegger principalmente alude al segundo polo de esta correlación, con desmedro del primero—.

Cierto, no se puede idealizar el campo, tampoco la mentalidad —cosmovisión, episteme; saberes, conocimientos; formas de hacer y de pensar— de los campesinos. También entre ellos hay múltiples intereses y contradicciones, incluso variedad de conflictos, como en toda comunidad humana. Lo que se requiere es ver invariantes de lo que ésta ofrece, siempre que se quiera pensar la soberanía alimentaria.

I

Saber y conocimiento

En el debate sobre justicia epistémica (Eraña, 2022; Cely, 2022; Mandujano, 2017) y jerarquía del conocimiento científico, hay, sin duda, interés desde el punto de vista de la sociología —de la sociología del conocimiento, en especial—, y de todo lo que este enfoque conlleva en términos de las estructuras históricas y antropológicas. Sin duda, hay decisiones a cada paso en la investigación, tanto en el campo de las ciencias como de las tecnologías; sin más, éstas se basan en los que se puede identificar bajo la expresión sesgos. Es claro que la investigación trae consigo los puntos de vista de sus responsables, e igualmente de los financiadores, de los enfoques políticos en el poder, de las tradiciones, de los hábitos arraigados en las comunidades de investigadores, en ciertas demandas sociales, etcétera. Así, entonces, hay poblaciones que, por esos prejuicios, quedan excluidas, tanto en las preguntas como en los procedimientos metodológicos, de la investigación. También esta exclusión se evidencia en el flujo de fondos para financiar este tipo de estudios.

¿Cómo enfrentar los desequilibrios provenientes de los sesgos? En resumen, es imperativo dar lugar a la que, sin más, se puede llamar pluralidad de perspectivas (Husserl, 2008), que conlleva que sobre un mismo horizonte haya variedad de comprensiones que permitan plantear diversos interrogantes, por un lado; y, consecuentemente, diferentes enfoques metodológicos. En todo caso, con resultados no sólo comparables, sino, eventualmente, complementarios. Casos, en el interior de las ciencias, los hay, y en abundancia. Baste sólo con recordar cómo la diferencia entre micro y macrofísica no sólo ha enriquecido el acervo de conocimientos, sino también la variedad de posibilidades de intervención; es visible cómo no sólo se ven diversos aspectos de nuestro mundo físico, sino también que unas y otras prácticas de conocimiento permiten diversas intervenciones.

En la psicología hay, desde luego, variedad de objetos de estudio, de metodologías y de doctrinas, como en el caso de la física. Cada uno de estos enfoques no sólo permite acercarse a diversas aristas del fenómeno, también conduce a variedad de prácticas. Desde luego, hay preguntas por la personalidad que son diferentes a las relativas tanto a los procesos de conocimiento como a las que aluden al comportamiento. Y no es que sea imposible abordar las cuestiones de otro enfoque desde uno preferente; es que el objeto de estudio puede ser más o menos expreso, vía la delimitación y la demarcación que se lleve a cabo.

Pero hay una zona diferente de configuración, tanto de las preguntas como del modo de resolverlas. Se trata de la manera del cómo llegamos a saber de la realidad (Vargas, 2005). En este entramado no sólo se hallan las cosmovisiones, los valores, los ideales; en fin, ahí se encuentra nuestra manera de atenernos al mundo, de relacionarnos con los otros, de pensar y decidir en relación con la trascendencia. Y no es que sobre este campo de decisiones no pueda elaborarse la que se ha dado en llamar investigación científica; digamos, la investigación que tiende a responder preguntas relativas a cómo llegamos a profesar las creencias, los valores, la ideología; sí, una cosa es vivir en la interioridad y en la intimidad de un saber, otra cosa es el intento de explicarlo.

Los saberes no sólo son motivo de prácticas. Su adquisición exige procesos de formación. Hay, incluso, en su interior, procedimientos que llevan a resultados ciertos, predecibles, verificables, contrastables, replicables —como lo exigen, en muchos casos, las ciencias—. Y, sin embargo, no hay, ni en el punto de partida ni en el de llegada, una aspiración a la explicación. Esto no impide que puedan ser caminos de y para la comprensión.

Los saberes, sí, en todos los casos, son más o menos ancestrales. También están —como las ciencias— basados en sesgos, justamente los de la cosmovisión que aúpan. Una cosa es relevante en ellos: en sí mismos no tienen un compromiso con la universalidad y poco importa que su alcance sea contextual. Sí es posible poner en cuestión una cosmovisión, pero ello implica, en lo fundamental, hacer su crítica desde un marco de referencia externo. Esto no significa que no se pueda arribar al aspirado “diálogo de saberes”, que no sólo es deseable, sino condición de posibilidad de la comprensión intercultural (Reeder, 2009).

¿Qué decir de disciplinas como la filosofía, las artes, los cultos o las expresiones religiosas? Al menos la filosofía se puede situar frente a los conocimientos y las tecnologías con el mismo derecho que cualquier otra ciencia, incluso con la aspiración de satisfacer criterios de cientificidad, como una suerte de conciencia crítica. Igualmente, la filosofía puede llevar a cabo esa toma de posición con respecto a los saberes, a las creencias, a las cosmovisiones. Pero la filosofía puede ser, también, un intento —se puede calificar así: racional de extensión del alcance de los saberes—. Así, entonces, también se puede ejercer la crítica al extender la comprensión de tales saberes.

La situación con las artes, en muchos sentidos, es análoga con la de la filosofía: puede ser una puesta en cuestión de los conocimientos que derivan de las ciencias y las tecnologías o de los saberes ancestrales, puede operar como una extensión de ellos o vacilar entre la puesta en cuestión de sus efectos y la apropiación de sus mecanismos y resultados. También hay casos para ilustrar el proceder de las filosofías y de las artes.

Una cosa distinta es la práctica cultural: esta no sólo debe garantizar la fidelidad a las cosmovisiones —aún con la certeza de que estas se transforman en su devenir histórico—; a estas prácticas culturales también les conciernen procesos de iniciación y de repetición.

Con referencia al debate sobre la ciencia en Colombia, sobre su enfoque, no cabe duda: hay que defender hasta sus últimas consecuencias la existencia de un espacio para relativizar los sesgos —sexistas, racistas, clasistas, etcétera— con variedad de perspectivas frente a un horizonte que es común para todos los investigadores. Los que están en ejercicio, los que han sido y los que vendrán. Esto garantiza la validez, pero además da pábulo a corregibilidad como criterio epistemológico que pone en movimiento la historicidad y la enseñabilidad (Vargas, 2012).

Ahora bien, la preservación de los saberes, sus cosmovisiones y las prácticas culturales asociadas a ellos, ¿es materia de un Ministerio de Ciencias? ¿O debemos, con el mismo ahínco, discutir las políticas culturales, la preservación de los saberes? Tal vez esta falta de distinción en los términos implicados en el debate lleve a un reduccionismo frente a la necesidad de conservar y, sobre todo, potenciar la riqueza de los saberes. En cierto modo, una defensa a ultranza de los saberes como si fueran ciencias, agazapa en su interior una defensa del cientificismo que, al cabo, puede terminar por decapitar los saberes.

II

Soberanía alimentaria y pedagogía de la Tierra

Hay una relación intrínseca entre los saberes ancestrales del cuidado y los saberes del cultivo de la tierra, de las semillas nativas, de los procesos orgánicos de producción agrícola y la sinergia entre las plantaciones. Esta relación abre la posibilidad de la productividad para el consumo de los miembros de la comunidad bajo la mentalidad tanto de la "minga" como del "pancoger" en tanto tradiciones ancestrales que están en la base de nuestros cuerpos y de nuestra historia.

Como se sabe, la formación implica pensar "lo humano" (humus, tierra que "se levanta y anda", lo ha mostrado Heidegger (1927, p. 218) al exponer el mito de cura). De la tierra venimos y hacia ella vamos. Nos olvidamos de ello en medio del ruido ciudadano, pero no por eso dejamos de depender de ella. Si en algo ha avanzado la comprensión de las posibilidades de una paz estable y duradera es en la perspectiva de basar nuestra convivencia en la seguridad alimentaria, en el reconocimiento del territorio como condición sine qua non de poder vivir juntos, en la preservación de las semillas nativas y el recurso a los saberes ancestrales como fuente de conocimiento para una agricultura y una producción que cuide el medio ambiente y proteja la calidad de la vida.

Algo, además, está implícitamente en la base de la soberanía alimentaria: la economía solidaria. ¿Cómo se puede dar el paso a la conformación ciudadana, por ejemplo, de cooperativas agrícolas urbanas? Éstas parten, o tienen que partir, de una suerte de lema o presupuesto: todos ponen. Y en efecto, todos podemos poner: ideas, trabajo, recursos financieros, procesos, actividades administrativas y financieras. Esta, digamos, “ficción” (Lüthe, 2014) se orienta a surtir los restaurantes ciudadanos, comunitarios, con sus mejores cosechas, a pagar en especie los rendimientos de los aportes de los cooperados, a proveer a la ciudadanía que se interese en la producción agrícola sostenible, orgánica y ecológicamente cultivada.

La soberanía alimentaria es cuestión económica, no cabe duda, pero es igualmente una oportunidad de incrementar el nexo social y, sobre todo, comunitario. Es la oportunidad de crear un tejido de relaciones. Este sentido es una cuestión ética. En filosofía hay un creciente interés —con trabajos por décadas— por las comunidades ancestrales, el reconocimiento de sus saberes y de sus prácticas tanto de cultivo como de la convivencia derivada de unos y otras. Esto sucede en Colombia, pero también en el mundo centro europeo —es reconocida la experiencia de Michel Onfray (2008), en Francia—, en el continente asiático y en el África.

En las artes plásticas se ha incursionado en la rehabilitación del sentido de la relación de los seres humanos con el medio ambiente y el cuidado de las semillas, con agricultores y biólogos que tienen experiencia en la conservación de semillas nativas y en la resistencia desde los cultivos sostenibles. Son dignas, al menos de mención, las experiencias de Michelangelo Pistoletto con su célebre Il terzo paradiso y, en nuestro medio, El olor de la guayaba, del artista John Nomesqui.

La soberanía alimentaria es o puede ser un eje pedagógico que se orienta bajo el presupuesto de la toma de conciencia de la dependencia humana con respecto a la tierra. Implica tomarla —no como un "recurso" (una suerte de estación de gasolina, decía Heidegger en Serenidad [1960])—, sino como lo que siempre ha sido y es: un "hogar" (Bollnow, 1969), por cierto, común. Así entendida, la pedagogía de y por la soberanía alimentaria se orienta al reconocimiento de la tierra como condición de posibilidad de la existencia humana. Se trata de un proyecto político-pedagógico de resistencia creativa y productiva (Nussbaum, 2010), que ve en el cultivar juntos una forma de reinventar el nexo social y el sentido de comunidad que da arraigo a la historia (Schutz, 2004). Como se sabe, todos y cada uno de nosotros somos miembros de familias, muchas de ellas con orígenes y en algunos casos con extracción campesina. Muchas de nuestras familias han migrado a las ciudades, por innumerables causas de desplazamiento —en muchos casos: forzado y violento—. La soberanía alimentaria exige ser pensada como proyecto comunitario, como la posibilidad de romper el ciclo interminable de violencia y es ocasión para transformar nuestros vínculos y nuestra riqueza humana: alimentaria, comunitaria, societaria y política en un mundo común.

III

El cuidado de la Tierra

Cuidamos de nosotros mismos, de los otros y de lo otro. El campesino cuida la tierra, los cultivos, las aguas y sus cursos —de las quebradas y los lechos de los ríos—; cuida los animales, los domésticos —las gallinas, los cerdos, los perros— y los que merodean en el entorno —el ñeque o guatín, la diáspora de pájaros nativos, las aves migratorias—; cuida las herramientas de la labranza y de comunicaciones, las redes de servicios (agua, alcantarillado, energía, telecomunicaciones, etcétera).

El campesino cuida los productos agrícolas desde la selección de las semillas hasta que entran en el circuito del mercado, ya sea en la plaza local o en los centros de abastecimiento de las grandes ciudades. Cuida sus relaciones con los otros: sus vecinos, sus proveedores, sus transportadores. Es desde lo local y situado que cuida, aunque su cuidado obedezca a diversas expectativas, creencias y valores. Algunos cuidan del rusco o del trifer bajo la expectativa de un rendimiento económico relativamente inmediato; otros mantienen el café —con métodos de agrocultivo industrializados o con decisiones y prácticas orgánicas autosostenibles—; otros tratan los frutales, las huertas, a veces con variedades químicas y a veces con procedimientos ecosostenibles.

El cuidado no es una categoría homogénea. Se cuida en y desde la potencia de ser, o se cuida en y para el desmedro de ser. En un lado hay prácticas que buscan, digamos, una armonía (armonia mundi, anima mundi) con el entorno, con las posibilidades de ser sobre la tierra; en otras se cuida el rendimiento en términos contables, de modo que la resultante es la destrucción con la respectiva imposibilidad de ser sobre la tierra (terror mundi). Entre estos extremos (cuidado del ser y cuidado de los intereses monetarios), se da una variada complejidad de posiciones. Un punto de vista tiene que ceder al otro en más de una ocasión. En consecuencia, se tienen que transar valores y formas de vida.

Las transacciones se articulan en la que se ha dado en llamar la cuaternidad: la relación con los mortales, los divinos, la tierra y el cielo —como lo ha indicado Heidegger (1994a)—. En todo caso, en el campo estamos sobre la tierra. Ella es la nave matricial —según lo ha mostrado Husserl (2019)— que nos contiene, sostiene y alberga; en ella podemos hacer proyectos, pero todos están enraizados en lo oscuro, incuban hasta tomar claridad, dirección y sentido. La tierra es lo oscuro, matricial; el cielo es la luz, las nubes, el aire, el viento. Sobre la tierra campean estos últimos. Nuestros proyectos están determinados, en unos casos, y en otros motivados por la tierra, sus posibilidades, sus potenciales. Hacerse cargo de los potenciales es la tarea humana. Estos no se plenifican totalmente, tampoco necesariamente de la manera esperada. En esto consiste la mortalidad: mueren las plantas, los animales, las relaciones y las expectativas. La mortalidad es la fuerza determinante que obliga a buscar un escape, un rasgo de libertad, de poder-ser para poder-llegar-a-ser. Esta es una fuerza o un impulso que lleva a perseverar en el cultivo como cuidado. El preservar es lo que enlaza lo mortal con lo inmortal o lo divino: la esperanza de sostener el ser en su ser.

La cuaternidad es, digamos, el entorno o marco de referencia en el cual se lleva a cabo el cuidado. Cuanto más se hunda en la mortalidad, tanto más depende de la finitud, de la determinación, de las fuerzas de la naturaleza. Lo único que queda es adaptarse al medio, sobrevivir, vivir por vivir (Patočka, 2023). Entre tanto, cuanto más se abra la perspectiva de ser en dirección de las posibilidades, de la plenificación de potenciales, tanto más se configuran grados de libertad, proyectos, acciones conjuntas comunitarias que enlazan los sujetos y las comunidades. Y, no obstante, por radical que sea una de las dos direcciones, siempre se encuentra en tensión con la recíproca.

IV

La episteme campesina

Ahora podemos preguntar: el modo de vida y, en consecuencia, de pensamiento del campesino, ¿configura una episteme? O, más bien, ¿una mentalidad e incluso una cosmovisión? Una episteme es, quizás, una conjunción de modos de vida, mentalidad y cosmovisión. No es necesariamente una epistemología o una teoría del conocimiento, puesto que no se responde a la pregunta del cómo el campesino hace ciencia o cómo es su modo y su proceso de conocimiento. Bien es cierto que el campesino, en su modo de pensar y conocer, acude de manera primordial a la intuición para proceder razonablemente. Dada la inmediatez de las demandas del actuar, no puede esperar a contar con la delimitación de objetos de estudio, ni puede siempre proceder metódicamente en función de hallar la evidencia. Tampoco puede hacerse a toda la validez del conocimiento para decidir, y raramente puede incrustar su práctica en el cauce de la historia del conocimiento —vive la historicidad de sus prácticas en su ejercicio más que en la comprensión de su devenir—. En fin, el campesino enseña más por el hacer que por criterios explicitados racionalmente.

En suma, se puede hacer más una aproximación a la cosmovisión, a la mentalidad o a la episteme del campesino que a sus modos de hacer en el interior de alguna de las ciencias. Si este último fuera el caso, no habría diferencia con la “epistemología del ciudadano”, del “cibernauta”, etcétera, si tales “epistemologías” existieran. De hecho, hay campesinos formados en diversas ciencias y profesiones que actúan competentemente en ellas sin distingo de su proveniencia. En cambio, su mentalidad, cosmovisión o episteme sí dan tintes para reparar en uno u otro objeto de estudio, y cuidar de una determinada manera.

Si se trata de llegar a comprender la mentalidad o la cosmovisión campesina, su episteme, es plausible dar con una variante de la epistemología del cuidado. Por lo pronto, sea que se llegue o no a esta última, algunas de sus categorías son al menos cuatro: mortalidad, eternidad, tierra y cielo. Y en nuestro caso colombiano, y tal vez latinoamericano, junto a ellas se requiere pensar tanto en la intuitividad como en la razonabilidad (Vargas, 2006), como procedimientos que fácticamente le permiten al campesino una suerte de ajuste o respuesta al mundo, al entorno y sus demandas. En esta episteme campesina también tiene un valor específico el tiempo, una suerte de arte de demorarse —como lo llama Byung Chul Han (2015)— que, por nuestra parte, es más comprensible como una suerte de atemporalización de la temporalidad (Husserl, 2010), un tipo de éxtasis (Heidegger, 1927): estar dentro del tiempo fuera de él. Es el tiempo sin tiempo definido o delimitado y mucho menos tasado en términos de rendimiento o productividad: el tiempo de la espera del nacer y de brotar de los cultivos y de los animales, el tiempo de la conversación, el tiempo de la distensión de la espera (distentio animi). Desde luego, las transformaciones de la experiencia de tiempo —de la productividad al extático— implican otras en relación con las formas en que se da o experimenta la espacialidad (Husserl, 1991), la corporalidad (Rizo-Patrón, 1998), el paisaje (Lüthe, 2014), el tono.

Esclarecer estas categorías, sus interrelaciones y la manera en la que configuran formas de ser y hacer en la vida de los campesinos es parte de una epistemología del cuidado de, en y a la luz de su mentalidad, su cosmovisión, en fin, de su episteme. Desde luego, ésta tiene consecuencia en el conocer y el actuar. Esta episteme se halla en tensión entre los valores arcaicos, ancestrales; y las demandas del capitalismo, el rendimiento, la productividad. Ir en función de comprender esa episteme, sobre todo arraigada en su historicidad, es un gesto de resistencia, desde el cuidado como potencial de ser, al capitalismo.

V

Vivir bien, comer sabroso

Desde luego, esta episteme se entrelaza con la ciudad. En ella, un tema se ha puesto en el orden de la agenda pública: el etiquetado de los alimentos (Ministerio de salud y protección social, 2022). Este asunto va, en cierto modo, acompasado de los proyectos para gravar las bebidas azucaradas. Desde luego, nada de esto se puede desconectar de la aspiración, acaso más de fondo, que se engloba bajo la expresión soberanía alimentaria. Nada de esto está aislado, pero podemos, claro está, ver las partes con olvido del todo.

La dieta es, tal vez, el lugar más anónimo en el cual se expresan silenciosamente las cosmovisiones, las creencias, nuestro saber, al fin y al cabo. Aprendemos sobre la dieta prácticamente sin darnos cuenta: qué comer, cuándo y dónde. En muchos sentidos, aprendemos o heredamos los gustos e incluso la frecuencia y tamaño de la ingesta. Al menos durante los primeros años, recibimos como un dogma —en pasividad (Husserl, 2001)— lo que ingerimos. Con el correr de los años, cada quien va expresando preferencias. Incluso hay momentos en los cuales más o menos consciente o activamente —con mayores o menores grados de reflexión— nos distanciamos de los hábitos que nos han sido transmitidos (Onfray, 1996).

La decisión de alguien en hacerse vegano, por ejemplo, en medio de un entorno carnívoro y, en general, omnívoro, pasa por una suerte de sanción hacia el que cambia de hábitos. “¡Ahora a fulana no se le puede invitar a nada!” o “¡Con fulana, ya no se puede hacer nada!”. Es la puesta en cuestión del dogmatismo cotidiano, el que desafía nuestros propios hábitos, lo que hace que sancionemos al “disidente”. En su persistencia, quien se aleja de los hábitos consuetudinarios nos lleva a reflexionar sobre nuestra dieta, nos plantea el desafío de cocinar en la misma sesión para atender a omnívoros y veganos. Al cabo, si tomamos con seriedad la variación, nuestra vida se enriquece, mucho más de lo que imaginábamos.

La dieta puede ser algo sobre lo cual hablemos o que pase inadvertido. Se puede vivir la dieta como una “normalización” e incluso como algo naturalizado, pero también se puede volver reflexivamente sobre cada cosa que consumimos, podemos documentar qué efectos tiene sobre nuestros cuerpos, sobre nuestro ánimo. Podemos incluso tomar el riesgo de ver cómo nos queda, si somos nosotros mismos quienes preparamos los alimentos, con variantes en el canon pasivamente aprendido.

Desde luego, cocinar por sí mismo es una larga y densa tarea de aprendizaje. Se puede cocinar porque, materialmente, no nos podemos morir de hambre, o hacerlo con el gusto de la experimentación, de la investigación, aún con los múltiples errores que podemos cometer. Podemos cocinar para nosotros mismos, en solitario, pero es una gracia hacerlo con otros y para otros. A veces esta última manera de cocinar es, en sí misma, una forma sencilla y espontánea de cuidado de los otros, es una manera de expresarles nuestros afectos.

Cocinar no es sólo algo que puede tener efectos en nuestro gusto; es, en sí, un gusto. Cocinar con los niños y los jóvenes es, muchas veces, la creación de un espacio de diálogo; cocinar con las personas que amamos es otra forma de revivir el nexo de nuestros afectos. Cocinar con otros es una ampliación de la esfera de nuestro gusto, es un espacio inédito de conversación, es la experiencia sencilla de mostrar a los otros y mostrarnos mutuamente cómo darle sabor a la vida.

Se puede hablar abstractamente de la autonomía. Cada vez que compramos algo empaquetado, con o sin etiquetado, renunciamos a la posibilidad de darnos gusto, de producir efectos y afectos sobre la base del gusto. Sin más, de ejercer la autonomía. Sí, las galletas, las gaseosas, los jugos de cajita (tetrapack) son una renuncia a hacer nuestras propias viandas, nuestros refrescos. Al pagar por los llamados “alimentos procesados”, no sólo perdemos el control de nuestra dieta, de nuestra actitud reflexiva frente a ella, sino que perdemos nuestra autonomía, nuestra posibilidad de autodeterminación.

Claro que ir a los restaurantes también trae consigo gozo, gusto, sabor. Pero cocinar para nosotros —con o sin los otros— es la experiencia cotidiana de dar sentido, de llenar de aromas y sabores, nuestras horas. En la medida en que cocinamos, somos más agudos para evaluar, por ejemplo, la calidad de la comida en un restaurante —por regla general, sólo se justifica ir a éste o aquél si se hacen mejor las cosas que las que uno mismo puede preparar, si uno aprende de mezclas, de formas de hacerlo mejor, o si preparan platos que uno no se atrevería—.

Vivir sabroso es una experiencia que pasa por la mesa y, antes, por la cocina. En ella se revive el valor del campo, del campesino, de nuestros ancestros, de su episteme. Comer sabroso es, sin más, un ingrediente constitutivo, radical, de la ética del cuidado —de sí, de los otros, con los otros—. Es, si se quiere, un presupuesto de toda posibilidad de vivir bien. Cuando discutimos los tres temas indicados —etiquetado de alimentos, gravámenes de las bebidas azucaradas y, sobre todo, soberanía alimentaria— no estamos, pues, ante un mero dato biológico —indicadores de talla y peso, etcétera—, sino ante el horizonte de la construcción de una socialidad común, de un estar y ser con los otros. Cuando cuidamos la dieta —la propia y la de los otros— generamos una red de bienestar, de buen vivir, que hace más leves las cargas de atención aquí y ahora tanto al devenir de nuestras vidas como al de la vida de los otros.

¿Cómo se conecta esto que tenemos que aprender, en las ciudades, de la episteme campesina? Ya se dijo: el arte demorarse o el éxtasis. Esto es, la resistencia al tiempo de la producción capitalista. El gusto de hacer para llevar. En medio de la labranza, el campesino porta consigo las viandas. En muchas ocasiones se comparte lo que se lleva. Los aportes de unos y otros, con panis, hacen más variada la mesa; poco a poco cada quien muestra y ofrece su experticia. Los días de asueto son ocasión de visitar a los compañeros, para cocinar y compartir. El campesino sabe el origen de los productos, las variedades, los productos con mayor y menor grado de afectación por los abonos o los fungicidas: tiene una sabiduría real alrededor de los productos y la dieta.

Cierto, el tiempo urbano es de producción. El campo, con variaciones, conserva el tiempo de la vita agra. Y, sin desconocer las contingencias en que nos envuelve la ciudad, lo que ofrece y enseña el campo y el campesino es esa pausa, ese éxtasis. La condición extática no es un bien natural, es una conquista. En ella se pierden ganancias económicas y rendimientos, pero se gana la relación y la confianza con el otro, se obtiene y se mantiene la ocasión de compartir, se preserva la relación con el origen —de los productos, del habla, de la interacción—.

VI

Colofón

La soberanía alimentaria se puede concebir como una variable política, que efectivamente tiene que ver con la distribución de la tenencia de la tierra. Pero igualmente tiene que ver con el campesinado, con las posibilidades que se abren cuando se les ofrecen líneas de crédito, mejores condiciones de vida —atención en salud, educación, vías terciarias y secundarias—, acceso directo a los mercados, etcétera. Lo que sugerimos es que esta soberanía exige recuperar el saber de los campesinos, lo que pervive de éste —episteme y, si es el caso, epistemología campesina— como condición de posibilidad de valoración de los saberes que nos anclan a la historia propia. Esta recuperación —de esta episteme, también cosmovisión— llega a nosotros a la mesa, se transforma en formas de ser y hacer en la autocomprensión de nuestra dieta, de nuestras prácticas culinarias, de un retorno a la autonomía en términos de cuerpo vivido.

Si la investigación sobre la soberanía alimentaria se deja al margen de la esencia de la experiencia corporal de mundo, de las formas como la dieta y la culinaria estructuran formas efectivas de intersubjetividad, la experiencia y el destino de esta soberanía se reduciría a una concepción estratégica de la geopolítica de la economía y de la tecnología.

La soberanía alimentaria anclada a la explicitación de la episteme —y, cuando es el caso, de la epistemología campesina— es una política de la temporalidad, del éxtasis, de la capacidad de hacer una pausa en el ajetreo del capitalismo. La vuelta a estos saberes, a lo que hay en nosotros —en todos y cada uno— en pasividad de historicidad y de concepciones de la corporalidad, es una vía de resistencia que urge aupar como alternativa para sostener la política de la memoria.

Referencias

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