Una exploración del ideal de ciudadanía*

An exploration of the ideal of citizenship

Miguel Ángel Polo Santillán

Universidad de Lima / Universidad Nacional Mayor de San Marcos

apololima.edu.pe

https://orcid.org/0000-0003-1301-4930

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n010.6939 Recibido: 20.9.23 / Aprobado: 10.11.23

Resumen

El presente artículo es una reflexión crítica sobre el ideal de ciudadanía, asumiendo que es un imaginario social deficiente. Por ello, necesita ser entendido como un ideal complejo, articulado con diferentes dimensiones humanas y virtudes que permitan su realización. No obstante, se reconocen límites a tal realización, los cuales pueden ser superados con el propio ejercicio de la ciudadanía.

Palabras clave: ciudadanía, derechos, ética, virtudes cívicas, límites a la ciudadanía

Abstract

This paper is a critical reflection on the ideal of citizenship, assuming that it is a deficient social imaginary. Therefore, it needs to be understood as a complex ideal, articulating it with different human dimensions and virtues that allow its realization. However, limits to its realization are recognized, which can be overcome with the exercise of citizenship itself.

Keywords: citizenship, rights, ethics, civic virtues, limits to citizenship

* El presente artículo es parte del Proyecto de Investigación "Repensar la ciudadanía desde la ética y la filosofía política en el contexto del bicentenario peruano" (E21032171), inscrito en el Vicerrectorado de Investigación y Posgrado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2021).

Introducción

En las últimas décadas, han aparecido diversos libros sobre ciudadanía, con títulos como Democracia sin ciudadanos y El declive de la ciudadanía, ambas obras de Victoria Camps (2010), Ciudadanos imaginarios, de Fernando Escalante (2018), Ciudadanos sin república, de Alberto Vergara (2018), Ciudadanías en conflicto, de Camila Berríos y Carolina García (Eds.) (2018), etcétera. Estos títulos ya nos presentan señales de las deficiencias de los discursos de ciudadanía, especialmente referidos a pensar sin considerar el contexto o el proyecto de país, cayendo así en un enfoque normativista e idealista. Por eso, al preguntarse por la ciudadanía, especialmente desde un enfoque ético, habría que unirla a reflexiones sociológicas o políticas, como formar ciudadanos, ¿para qué modelo de organización política? ¿para qué proyecto de país? ¿para qué proyecto ético?

Sin perder de vista este sentido teleológico, abordaremos el tema desde cuatro aspectos: la ciudadanía como imaginario social deficiente, las dimensiones del ideal de ciudadanía, las virtudes cívicas y los obstáculos en la práctica de la ciudadanía.

1. La ciudadanía como imaginario social

La ciudadanía puede ser interpretada desde la categoría de “imaginario social” (Taylor, 2006), que nos puede servir para evaluar su despliegue, relevancia y limitaciones.

a) Taylor y el imaginario social. La idea de Taylor (2006) de “imaginario social” nos puede orientar en la reflexión sobre la ciudadanía. El filósofo canadiense lo define así:

El modo en que imaginan su existencia social, el tipo de relaciones que mantienen unas con otras, el tipo de cosas que ocurren entre ellas, las expectativas que cumplen habitualmente y las imágenes e ideas normativas más profundas que subyacen a estas expectativas. (p. 37).

La pregunta cae por su propio peso: ¿cumplen la idea de “ciudadanía” las condiciones de un imaginario social moderno, tal como lo define Taylor? Al parecer, a pesar de su historia, la respuesta es que no plenamente, por lo menos desde sociedades culturalmente periféricas a los centros de poder mundial. La existencia de millones de pobres, de marginados, de personas reconocidas negativamente, hace pensar que en nuestros países latinoamericanos hay grandes sectores considerados “ciudadanos de segundo orden”, que no es sino un eufemismo para siervos, vasallos o esclavos modernos.

Estos vasallos han sido disfrazados de piadosos creyentes para ser explotados, de revolucionarios para ser usados por líderes mesiánicos, y ahora de ciudadanos de segundo orden, para sentir que formamos parte del progreso moderno. Esto nos lleva a intuir que los peruanos de hoy no se imaginan (ni creen ni se sienten) como ciudadanos iguales a los demás, sostenidos por los mismos derechos, sino que sus historias siguen siendo de exclusión o marginación sociocultural.

La existencia de la corrupción tampoco ha aplanado las diferencias, sino que ha acentuado la inequidad, la desigualdad, pues ha creado redes de mafias con poder para usufructuar los bienes del Estado. Así, no se cumple lo que Taylor pide de un imaginario social, que “lo compartan amplios grupos de personas” y que, además, haga posible “prácticas comunes y un sentimiento ampliamente compartido de legitimidad” (p. 37). Y el efecto social sería un cierto orden moral, un reconocimiento de una base común de convivencia, de lo cual carecemos hoy.

No obstante, la ciudadanía existe como discurso oficial, tanto en la educación escolar como universitaria. A nuestros hijos se les enseña estos temas dentro del área “Desarrollo personal, ciudadanía y cívica”, durante todo el nivel secundario. Cada año, los escolares tienen el apoyo de un libro del área, con la misma estructura compuesta de seis capítulos: 1) Identidad, adolescencia y vida saludable; 2) Empatía y manejo de conflictos; 3) Sexualidad y género; 4) Identidad, cultura y relaciones interculturales; 5) Reflexión ética, derechos humanos y convivencia; 6) Democracia, Estado y participación ciudadana. Los cambios aparecen en el contenido de cada capítulo, dependiendo del grado del estudiante. (Ministerio de Educación, 2018a, 2018b, 2018c, 2019a, 2019b).

Asimismo, muchas universidades públicas y privadas tienen cursos de ética y ciudadanía, o temas similares. Todavía falta un estudio empírico que dé cuenta del impacto de esta enseñanza, especialmente porque luego de varios años de insistir en estas materias, hay una sensación de mayor decadencia social y moral.

Por lo anterior, podríamos decir que se trata de un ideal en curso de convertirse en imaginario, pero que hasta ahora no se logra, siendo así más un discurso normativo, de inspiración republicana, que encuentra sus dificultades para echar raíces.

b) Hitos en la historia de la ciudadanía. La historia de la ciudadanía, tanto a nivel teórico como práctico, ha pasado por muchas ideas y formas, difíciles de resumir. Al respecto, puede verse la obra de Derek Heater (2007), Ciudadanía, una breve historia. Veamos solo algunos hitos importantes. Aristóteles (1991), en la Política, en el primer capítulo de su tercer libro, afirmaba que “la ciudad es un conjunto de ciudadanos” (p. 88). Con ello, pone la relevancia en los sujetos antes que en los objetos, en los sujetos en un contexto. Luego de ello, se pregunta a quién debe llamársele ciudadano y quién es el ciudadano (p. 107), señalando dos tipos de preguntas: una normativa y otra descriptiva. Desde el enfoque normativo, el ciudadano es el que participa, “en la justicia y en la ciudad” (p. 108), no el que vive en un lugar o el que disfruta de derechos. También duda de llamar ciudadanos, en sentido absoluto, a los niños y a los ancianos, porque no participan. En sentido descriptivo, será ciudadano con sus particularidades según el régimen político en el que esté y reitera:

Así que quién es el ciudadano, de lo anterior resulta claro: aquel a quien le está permitido compartir el poder deliberativo y judicial, este decimos que es ciudadano de esa ciudad, y ciudad, en una palabra, el conjunto de tales personas capacitado para una vida autosuficiente. (p. 109).

Esto implicaría que el ciudadano debe estar capacitado para esta participación. Además, Aristóteles (1991) destaca que el buen ciudadano debe tener la capacidad de mandar y obedecer. De ese modo, la participación debe darse en ambos sentidos: mandar y ser mandado. Claro que esto deja abierta la pregunta: ¿cuál es el fundamento moral de la obediencia?, ¿debemos obedecer a todo lo que se presenta en el poder político? En el siglo xx se actualizará este problema con la objeción de conciencia, especialmente porque somos más conscientes y sensibles a las injusticias venidas del poder político.

Luego, se pasará por una forma romana donde cualquiera que acepte las reglas de juego de Roma podía ser considerado ciudadano romano. La Revolución francesa renovó la idea de ciudadano, especialmente con su proclama de “Derechos del hombre y del ciudadano”. Hasta que hemos llegado al siglo xx, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Naciones Unidas, s/f), que puede pensarse como marco de todo proyecto ciudadano en nuestros días.

Podríamos preguntarnos ¿qué tipo de ciudadanía trajo la proclamación de los Derechos Humanos? La propia denominación ha tenido un enorme impacto: una “Declaración Universal” tiene una lógica kantiana, pues pretende tener un alcance para todos los seres humanos, sin distinción alguna, expresándose en términos de “todos” y “nadie”. En cuanto derechos y protecciones necesitados luego de la barbarie nazi y la Segunda Guerra Mundial. Así, se proclamará que, por nuestra condición humana, somos ciudadanos con dignidad y derechos. Esta declaración normativa es la más importante, generada por acuerdos políticos a nivel internacional. Pero una declaración universal no crea ciudadanos universales con ejercicio de sus derechos, pues son los Estados y las Naciones Unidas las que deben generar espacios de participación de los ciudadanos. Sin embargo, lo que hemos estado apreciando en estos años, es que la ONU se convirtió rápidamente en otro espacio político más, en un territorio de disputas políticas, dándole poco espacio a los actores públicos. Los ciudadanos cosmopolitas se han ido generando, entre otros factores, por la propia exigencia de estos, cuya voz todavía es débil, especialmente en la toma de decisiones. Así, la declaración universal normativa ha estado en tensión constante con el realismo político de los Estados, especialmente de los que tienen más poder.

Suele señalarse que el límite de los derechos humanos son los propios Estados, pues el ejercicio de la ciudadanía efectiva depende de estos, además de las condiciones socioculturales de los países. El Leviatán se crea para la protección de los individuos, pero siempre pide su sacrificio. En otros términos, si los Estados no resuelven los problemas de marginación económica y discriminación cultural, la proclamación de ciudadanía solo sería nominal. Por ello se ha señalado frecuentemente que es la clase media la que está en mejores condiciones para el ejercicio de sus derechos y deberes. Así, los derechos humanos, como entes normativos, requieren de un sustento institucional, material y cultural para su realización efectiva, por lo que la generación de ciudadanos en condiciones de desigualdad, solo genera ciudadanos desiguales. Y eso mismo se traslada al escenario internacional, por ejemplo, con las migraciones, donde los extranjeros pobres parecen no tener derechos efectivos, pues los límites los pone cada Estado, pasando a ser ciudadanos de segundo o tercer orden. Hasta las Naciones Unidas se sienten impotentes para influir en los países con respecto a sus políticas migratorias que frecuentemente dañan la dignidad de las personas.

A lo largo de sus 75 años, los derechos universales también recibieron otras críticas, que vienen especialmente del reconocimiento del valor y de las diferencias. Sin embargo, habría que señalar que fueron los propios derechos universales los que abrieron la puerta del valor de las diferencias, pues, en sus artículos 18 y 19, de clara tendencia liberal, se proclama que todos tienen derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, así como de opinión y expresión. El universalismo llamó al particularismo, ambos necesarios para garantizar derechos, especialmente de los sectores más vulnerables, como los niños, adolescentes y los pueblos indígenas.

c) Marshall y los derechos ciudadanos. En ese contexto contemporáneo es que T. H. Marshall trata de comprender el desarrollo de los derechos ciudadanos. En su obra Ciudadanía y clase social (1950/1992) define la ciudadanía como un estatus de los miembros con pleno derecho que integran un Estado o comunidad política. El sociólogo inglés nos presenta tres clases de derechos: civiles, políticos y sociales. Los derechos civiles hacen referencia a los requeridos para el ejercicio de la vida pública, como el derecho a la vida, la libertad, la seguridad y el trato igualitario. Los derechos políticos se refieren al derecho de elegir y ser elegido, a través del derecho al voto. Los derechos sociales, a los que el Estado está obligado a proveer a sus ciudadanos, como el derecho a la alimentación, el trabajo, la vivienda, la educación, la salud y la seguridad social. Aragón (2016) nos dice sobre el trabajo de Marshall:

Él planteó la relación entre ciudadanía y derechos, con la firme intención de asociar ciudadanía con igualdad; la razón era que la categoría de ciudadanía le servía de base para la integración plena de las clases trabajadoras, esto es la ciudadanía como nuevo paradigma de justicia asociado a la democracia (p. 43).

Así, se es ciudadano solo en referencia a una comunidad política y, en torno a ella, pueden entenderse términos como igualdad y soberanía. Por eso, se plantean problemas con respecto a los derechos humanos, pues, por ejemplo, los inmigrantes estarían excluidos de esta forma de entender. En ese sentido, la defensa de Ferrajoli (2009) sobre los derechos fundamentales, no son limitados a la ciudadanía de un país. Con esto surgirá el problema de la relación entre los derechos del ciudadano y los derechos del ser humano. Una vez más, los límites del Estado moderno para realizar los derechos universales.

2. Las dimensiones del ideal de ciudadanía

Si bien la ciudadanía se ha afirmado a partir de sus derechos, no obstante, su tratamiento se ha vuelto disperso y fragmentario, corriendo el peligro de ser un discurso vacío de sentido. Por ejemplo, hoy suele hablarse de las virtudes del ciudadano, los valores cívicos, la ciudadanía digital, la ciudadanía ecológica, ciudadanía económica, ciudadanía intercultural, ciudadanía colectiva, etcétera. Enfoques que, si bien nos muestran aspectos de la compleja idea de ciudadanía, ninguna termina por agotarla ni terminan de presentar una visión articuladora de todos los aspectos de este ideal. Así, ¿será la ciudadanía cosmopolita la forma de abarcar todas las perspectivas de ciudadanía?

Esto nos lleva a pensar en los límites, teóricos y prácticos, del concepto de ciudadanía. Considero que la ciudadanía tiene básicamente cuatro expresiones fundamentales; personal, social, cosmopolita y ecológica.

a) La dimensión personal. Incluyo el rostro antropológico (personal) de la ciudadanía, porque desde la formación impartida en la etapa escolar, no se trata solo de derechos, sino de enseñar un modo de verse a sí mismo, un sujeto corporal, afectivo, cultural, social, etcétera. ¿Existe una antropología inherente a la educación de los derechos humanos? ¿O deja abierta la posibilidad del diálogo sobre lo que somos y cómo nos percibimos los seres humanos? La formación ciudadana no puede cerrar ni reemplazar la inquietud humana sobre lo que somos, aunque cualquier apuesta antropológica debería estar abierta al diálogo sobre lo que significa ser ciudadano. Después de todo, ambas percepciones afectan. Como veremos más adelante, los proyectos de virtudes cívicas ya tienen un efecto sobre cómo nos concebimos a nosotros mismos.

Reiteramos que el ideal de ciudadanía está pensado sobre todo en la dimensión social y cosmopolita, por lo que no termina con la pregunta antropológica. No obstante, la colocamos, pues de todos modos se relaciona con esta dimensión humana. Así, por ejemplo, si se reduce al ciudadano como consumidor, eso ya cierra más las posibilidades de la inquietud metafísica sobre quién soy.

b) La dimensión social. La otra dimensión de la ciudadanía es lo social, aspecto frecuentemente tratado en torno a sus derechos. Pero un enfoque de derechos debe estar acompañado del fomento de una cultura cívica, por lo tanto, se revisan los presupuestos socioculturales que impiden su realización. Además, el enfoque de derechos, sin ver los proyectos políticos del país, podría perder el sentido teleológico de los derechos ciudadanos. No es lo mismo ser ciudadanos dentro de una democracia, que dentro de una monarquía o dentro de otras formas políticas.

Por lo señalado, al tratar el concepto de ciudadanía debiera ser explícita su relación con el de vida buena para la comunidad política. Y esto, otra vez, no solo es asunto de un proyecto de país, sino de una cultura cívica que lo vaya realizando. ¿Qué significaría construir un buen país para nosotros? Esto podría dar sustancia moral a nuestra búsqueda teórica y práctica.

c) La dimensión cosmopolita. Esta perspectiva cosmopolita ha vuelto a aparecer en obras recientes como La tradición cosmopolita, de Martha Nussbaum (2020) y Ética cosmopolita, de Adela Cortina (2021). Una perspectiva donde se podría conciliar los derechos fundamentales con los derechos del ciudadano. Sin embargo, las condiciones materiales actuales, el escenario de guerra, de crisis económica y climática, hacen que los Estados vuelvan a estar a la defensiva, encerrados con sus propios problemas internos. Por ejemplo, no hay una política internacional con respecto a las migraciones a nivel mundial. Y las Naciones Unidas se ha debilitado en su lucha con los grandes problemas globales. Finalmente, el enfoque cosmopolita quiere reunir la idea de ciudadanía y el reclamo de vernos como humanidad. El volver a la idea clásica de “ciudadanos del mundo”, donde se encuentren el humanismo y el afán de una convivencia justa y pacífica. No creo que debamos dejar el enfoque humanista, pero sí quitarle su base cartesiana, para volverla a unir a nuestra humanidad común y ligarla al destino mismo de la Tierra. Desde este enfoque, no hay separación ontológica entre la preocupación humanista y la ecológica. En el contexto actual, no se puede ser ciudadano solo protegiendo sus propios derechos mientras la casa que lo sustenta se cae a pedazos.

En síntesis, necesitamos un enfoque no reduccionista de la ciudadanía, con estos tres rostros, siempre abierto a esa dinámica transformadora. Así pudiera ser un ideal vivo y convocante, antes que uno pasivo, excluyente e idealista.

3. Las virtudes del ciudadano

a) La idea de virtud. Entenderemos por virtudes, al modo clásico, a las prácticas sociales que generan disposiciones en los individuos, tendientes a la afirmación de la vida buena. Por ello, la virtud involucra no solo decisión del individuo, sino también acciones dentro de un contexto de comunidad, instituciones y finalidad dadora de sentido. Las sociedades se constituyen no solo por hábitos técnicos, religiosos o comerciales, sino por virtudes éticas, que frecuentemente subyacen a los anteriores, pues se requieren ciertas apuestas valorativas éticas para asumir prácticas religiosas o políticas. Por ejemplo, lo que hoy llamamos valores son solo momentos de la vida virtuosa. La historia sociocultural de los pueblos permite repensar sobre lo que se considera bienes que pueden sustentar la convivencia social. Por eso, las preguntas por cuáles debieran ser las virtudes del ciudadano no solo tiene respuesta dentro de una comunidad académica, sino también desde lo que una comunidad política va asumiendo y replanteándose constantemente dichos bienes. Los eticistas solo pueden reconocerse como parte de ese debate, con el aporte de sus marcos teóricos. Asumiremos como sinónimo a las virtudes de los ciudadanos las virtudes cívicas.

Vamos a presentar cuatro propuestas con la finalidad de percibir distintos aspectos en que las virtudes pueden plasmarse, sin dejar de lado sus posibles articulaciones. ¿Y de qué depende que unas virtudes puedan ser realizadas en un país? En realidad, intervienen diferentes factores: las decisiones personales y sociales, la historia cultural, la oportunidad, las condiciones materiales de vida, entre otros.

b) Cuatro ejemplos de virtudes cívicas. La promoción y el ejercicio de las virtudes cívicas son realizadas de distintas maneras, desde la participación de los intelectuales o desde el poder político. Por su alcance, presentaremos dos de alcance nacional y dos globales. Empecemos con los dos primeros. En México, el intelectual Alfonso Reyes (1889-1959) escribió en 1944 su Cartilla moral (publicada en 1952), compuesta por catorce lecciones. La síntesis se encuentra en la última lección, que formula en seis tipos de respetos:

Primero, el respeto a nuestra persona, en cuerpo y alma. […]

Segundo, el respeto a la familia. […]

Tercero, el respeto a la sociedad humana en general, y a la sociedad particular en que nos toca vivir. […]

Cuarto, el respeto a la patria. […]

Quinto, el respeto a la especie humana. […]

Sexto, el respeto a la naturaleza que nos rodea. […] (Reyes, 2004, pp. 58-59)

Estos preceptos han sido asimilados por el gobierno de México, reeditándolos en la Secretaría de Educación Pública desde 1992 (Reyes, 2018). Esto tiene relevancia, pues es una expresión de la formación de ciudadanos basada en estas seis formas de respeto. Añadiríamos que el respeto puede tener dos sustentos: la ley o el valor. Es decir, los tipos de respeto surgen como obligaciones legales o como reconocimiento del valor de cada aspecto (individuo, familia, patria, humanidad y naturaleza). Resulta obvio decirlo, pero la articulación de la ley del valor se hace necesaria para sostener el respeto.

Un segundo ejemplo lo obtenemos de China, con sus valores socialistas. Tradicionalmente los imperios chinos han estado orientados por los valores confucianos, como la “piedad filial” (xiào), que regulaba las relaciones entre padres e hijos. La organización de estos valores puede dividirse en dos: las tres “reglas cardinales” y las cinco “virtudes constantes”. Las primeras son las relaciones entre amos y súbditos, padres e hijos y esposos y esposas, en sentido jerárquico. Las virtudes serían: la benevolencia, la rectitud, el decoro, la sabiduría y la integridad (Polo, 2021); cuya influencia llegaría hasta nuestros días. Sin embargo, desde el poder político liderado por el Partido Comunista Chino, se promueven valores socialistas, organizados en tres grupos: nacionales, sociales e individuales. Los valores nacionales están compuestos por la prosperidad y la fortaleza, la democracia y el civismo y la armonía. Los valores sociales, propuestos por la libertad, la igualdad, la justicia y el estado de derecho. Los valores personales o individuales son el patriotismo, la dedicación, la integridad y la cordialidad (Jabiertzo, 2021). Todos ellos no se sostienen sino a través de la educación.

Las dos propuestas globales que vamos a presentar son las de François Vallaeys y Jordi Pigem, ambas con un alcance tanto particular como global. El filósofo francés Vallaeys (2012) ha propuesto una ética en 3D, es decir, en tres dimensiones. Estas son: virtud, justicia y sostenibilidad. La virtud es para la ética personal y las relaciones interpersonales; la justicia, para el ámbito público o de la convivencia social y, finalmente, una ética global regida por el criterio de lo sostenible y no sostenible. La responsabilidad se puede leer desde estas tres dimensiones: la responsabilidad moral, la responsabilidad jurídica y la responsabilidad social, donde se trata cada una por su impacto, no por los actos.

El filósofo catalán Jordi Pigem (2011) también elabora una propuesta compleja para las dimensiones personal, social y global, que deberíamos entender como parte de un círculo. Cada una de estas tiene dos valores centrales. En primer lugar, la dimensión personal, la cual tiene los valores de ser una misma o uno mismo y fluir. En segunda, la dimensión social, que posee valores de participar y reequilibrar y, por último, la dimensión global, con valores de conciencia planetaria y revalorización el mundo. Cada valor se divide en dos, como anillo exterior: para ser uno o una misma, visualizar lo que queremos y búsqueda de sentido; para el fluir, aprendizaje continuo y resiliencia; para la participación, redes y sentido de comunidad; para reequilibrar, relocalizar y escala apropiada; para la conciencia planetaria, mejor con menos y todo está relacionado con todo; y para revalorizar el mundo, reverencia por la vida y celebrar la diversidad. Finalmente, se le coloca un anillo interior a cada uno de los seis valores: para ser uno o una misma, la coherencia; para el fluir, la creatividad; para la participación, la solidaridad; para reequilibrar, la humildad; para la conciencia planetaria, el sentido común; y para revalorizar el mundo, la gratitud (pp. 76-80). La propuesta de Pigem es todo un proyecto de vida, de alcance personal, social y global, como sostiene, pero no pensado como partes de un todo, sino de modo interrelacionado.

Como se aprecia, estos ejemplos abarcan distintas dimensiones humanas, que no habría que verlas como separadas, sino interrelacionadas, sostenidas mutuamente. Ello sin olvidar el eje articulador, cuya finalidad le da sentido: el mundo que queremos, el país que buscamos. Un mundo donde otros mundos también sean posibles, parafraseando el lema zapatista.

4. Límites a la ciudadanía

La ética, mirada aisladamente, suele quedarse en aspiraciones, ideales, deseables para un mundo más justo. No obstante, las condiciones para su realización pasan por las planteadas realidades culturales, históricas y políticas. Ello no significa que esté determinada por esas condiciones, dado que los propios ideales éticos colaboran en la conformación de dichas realidades. Por eso, la ciudadanía es una realidad en construcción desde diferentes factores. Dicho esto, veamos ahora algunas condiciones políticas que limitan el ejercicio de la ciudadanía.

a) Carencia de instituciones democráticas. La primera es la existencia misma del Estado, pues su modo de existencia condiciona la forma de ser del ciudadano. En este punto, seguimos la indicación de Fernando Escalante (2018): “la estructura de la moral cívica supone al Estado. De hecho, supone una relación específica entre los súbditos y el Estado. Vale decir, una forma concreta de autoridad” (p. 189). Una de las interpretaciones nos hace recordar lo anteriormente citado de Aristóteles: que la ciudadanía supone una cierta relación entre autoridad y subordinado, asunto poco tratado cuando se habla de este tema. Y si la pretensión es de ser un Estado democrático, sustentado en el consenso de la gente, eso debiera fundar un tipo de ciudadanía. Por eso, la autoridad no se sustenta en el poder que conlleva el cargo, sino en la voluntad popular. Esto vale también para entender el sentido ético de los funcionarios públicos. Entonces, cuando la autoridad pública sustenta su poder en su capacidad o simpatía, en su estatus o condición social, se generan ciudadanos conformistas, poco participativos, que también olvidan el bien común. No se puede generar ciudadanía solo pensando desde el marco de los intereses personales o grupales. Si desde el poder político se deja de atender el bien mayor, entonces los ciudadanos también repetirán el mismo esquema. En esa línea, Alberto Vergara (2018) escribe para el caso peruano:

Al país “recontraasado” no lo calma ni el mercado ni el Estado porque no son estos quienes erigen un régimen político democrático, legítimo, representativo, uno que percibimos nuestro. Una democracia no funciona obviando a la ciudadanía ni haciéndole saber de mil maneras que su voluntad es nociva y/o riesgosa […] La gran fuerza moral de la democracia es que las instituciones y las políticas públicas reflejen la voluntad, negociada y representada, de los ciudadanos. La profunda insatisfacción se mantendrá mientras predomine el deseo, no siempre disimulado, de tutelarnos. (p. 101).

El deseo de tutelarnos y ser tutelados, de políticos con vocación de padres o ciudadanos con vocación de vasallos, trae como consecuencia democracias representativas superficiales, sometidas a poderes locales e internacionales, que pierden el objetivo de trabajar por el bien común.

b) Economía neoliberal. Lo anterior nos lleva al otro factor condicionante de la ciudadanía, que es la influencia de los modelos económicos en la política, por lo tanto, también en la formación de ciudadanos. Cuando la lógica individualista del neoliberalismo pasa de la economía a la política y luego a la sociedad, los individuos terminan persiguiendo solo sus intereses privados. De ese modo, todo pretende funcionar como la lógica del mercado (Escalante, 2016, p. 22). Y si todos los individuos solo se valoran desde sus propios intereses, la actividad política siempre será sospechosa, por seguir intereses privados (Escalante, 2016, p. 81). Hasta los mismos políticos ingresan a la función pública por esa mentalidad, afirmándola con sus acciones. Eso podría explicar el incremento de la corrupción dentro de todas las esferas de la actividad pública.

Así, la conclusión general es que el ciudadano, al desaparecer el bien público, se convierte en consumidor o emprendedor, cuyas metas siempre son personales. Un sujeto que, como dice Vergara (2018), sigue el mandato “compra y calla”, trayendo un efecto negativo en las instituciones democráticas. Por eso, para esta mentalidad, como un enemigo o mal menor, está el Estado, cuya coerción limita la libertad individual. Y el ciudadano no se percibe como cuidador del bien común, sino como gestor de sus propios intereses, que tiene que negociar con los intereses de otros individuos que también persiguen sus propios fines. Cuando los ciudadanos solicitan o protestan por bienes públicos, como derechos que les asisten, son percibidos negativamente, con adjetivos que varían dependiendo los contextos.

En el caso peruano, las elites económicas y políticas ideologizadas por el neoliberalismo, creyeron que solo con el crecimiento económico los problemas se solucionarían, pues cada uno se daría cuenta que solo con su esfuerzo personal basta para salir adelante. Vergara (2018) le ha llamado a esta mentalidad el “proyecto hortelano”, que ha dejado de lado las transformaciones políticas y democráticas necesarias para superar la marcada desigualdad en la nación. Y merece citar extensamente su descripción, que sigue siendo tarea pendiente:

Porque sin reforma del poder judicial, la corrupción nos secuestró; sin reforma política, los partidos se consolidaron como vehículos de representación lumpen; sin reforma del Estado, todos los gobiernos son ineficientes a la hora de gobernar; sin un proyecto empático hacia la ciudadanía, esta desprecia a sus políticos, desconfía de sus instituciones y sospecha de las grandes inversiones; sin priorizar la agenda del Estado de derecho ni la inversión en capital humano, la economía, que antes levantaba vuelo fácilmente desde muy abajo, ahora planea bajito; sin fortalecimiento estatal diversas actividades ilegales se expandieron por el territorio nacional, martirizando la vida social y económica a través de la extorsión y el crimen, depredando nuestra naturaleza a vista y paciencia de todo el mundo […] En fin, la crisis presente está hecha de todo aquello que el proyecto hortelano deliberadamente consideró insignificante para el progreso del país: instituciones, Estado de derecho y ciudadanos. (pp. 18-19).

Así, esta mentalidad economicista, al dejar de lado la agenda política y ciudadana, termina por promover exclusiones, cuya suerte es achacada a su propio destino personal. En ese escenario, la ética termina por convertirse en un modo de tranquilizar conciencias, con ideales individuales que solo se acomodan al status quo actual.

c) Desigualdades. Esto nos lleva, finalmente, a señalar que el goce y ejercicio de una ciudadanía plena requiere de condiciones sociales, cuyas carencias pueden ser el impulso para lograr tales derechos ciudadanos; es decir, para ir construyendo la ciudadanía a través de luchas sociales. Esto no se aprecia cuando tales derechos solo se entienden como beneficios dados por el Estado ni cuando una sociedad solo considera el valor de las metas individuales. Por eso, las condiciones de atraso material, donde las condiciones dignas de existencia son bien marcadas en diferentes sectores sociales. En el Informe OXFAM (2022) de percepción de la desigualdad consideradas “muy graves”, en el Perú tendríamos:

Entre ricos y pobres (72 %)

Entre las ciudades y las zonas rurales (61 %)

Entre Lima y el resto del país (56 %)

Entre personas mayores y jóvenes (38 %)

Entre hombres y mujeres (34 %)

Entre personas LGTBIQ+ y quienes no lo son (32 %)

Entre personas blancas y no blancas (30 %) (p. 23)

Y en cuanto a las percepciones de desigualdad en el acceso a la justicia, la salud, la educación y al trabajo, el resultado de la percepción “muy desigual” es:

A la justicia (83 %)

A la salud (70 %)

A la educación (59 %)

Al trabajo (59 %) (p. 38)

En relación a los grupos de poder, la percepción “de acuerdo” se presentó en las siguientes afirmaciones:

Los ricos tienen demasiada influencia en las decisiones que afectan al país (68 %)

Está gobernado por unos cuantos grupos poderosos que buscan su propio beneficio (66 %)

Está gobernado solo por Lima, la capital, y no se toma en cuenta a las otras regiones (50 %)

Está gobernado para el bien de todo el pueblo (30 %) (p. 87)

La desigualdad y su conexión con los grupos de poder ha sido un fuerte condicionamiento en la historia de la república peruana, desde su fundación. Las diferentes elites de poder, por lo general, no han mostrado una vocación de patria, por lo tanto, de bien común. Y un ejemplo lamentable de ellos es la historia de la corrupción política que atraviesa toda la historia republicana (Quiroz, 2019). En general, esta percepción de la desigualdad nos lleva a pensar en que los ciudadanos no se perciben iguales que los demás, ni siquiera en lo básico. Pero como hemos señalado anteriormente, esto ha sido conformado por tendencias internas y externas, en distintos aspectos.

Así, mientras persistan los niveles de desigualdad, habrá carencia de ciudadanía, por lo que las luchas sociales serán una forma de hacer realidad la ciudadanía formal, establecida en diferentes códigos o declaraciones nacionales e internacionales, para que se conviertan en formas cotidianas de vida.

A modo de conclusión

La ciudadanía, como ideal ético y social, es un imaginario que no logra plasmarse en sociedades como la peruana. Por eso es deficiente y seguirá siéndolo, mientras no se asuma que los ciudadanos son el sustento y sentido de la república, y que las condiciones actuales no cambian. El ideal de ciudadanía no puede ser solo un ideal de buena persona, de un individuo ético que armoniza con el individualismo del mercado. Un ciudadano funcional al sistema injusto no puede sentir que el proyecto de vida es colectivo, por lo que los valores de solidaridad y responsabilidad no son esenciales para definirlo.

Afuera de este auto encierro del individuo, hay dos historias que hacen difícil el cumplimiento del mencionado ideal. La primera es la historia global, que colisiona con la particular; la segunda es la historia política, que colisiona con la ética. Ambas historias no están separadas, sino contantemente relacionadas, aunque también llegan a colisionar. Eso es lo que ocurre con los derechos humanos y su realización en condiciones particulares, como son la cultura y la política. Por eso, una filosofía de los derechos humanos debe estar atenta a los retos que las particularidades presentan. Lo mismo con respecto al conflicto entre política y ética, pues la carencia de un Estado de derecho y de instituciones genuinamente democráticas, impiden la realización de una ética cívica, convirtiéndola solo en una lucha constante por lograrla.

De este modo, el ideal de ciudadanía puede ser interpretado como un ideal crítico, que puede revisar nuestras prácticas culturales, sociales y políticas, para que las personas sean las que cuenten con igual dignidad ante los demás.

Referencias

Aragón, A. (2016). Ciudadanía, en Pereda, C. (Ed.). Diccionario de justicia (pp.41-45). Grupo editorial Siglo xxi.

Aristóteles (1991). Política. Editorial Gredos.

Berríos, C. & García, C. (Eds.) (2018). Ciudadanías en conflicto. Ariadna Ediciones.

Camps, V. (2010). El declive de la ciudadanía. La construcción de una ética pública. PPC.

Camps, V. (Ed.) (2010). Democracia sin ciudadanos. La construcción de la ciudadanía en las democracias liberales. Trotta.

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