Entrevista a Farid Kahhat
La derecha y la izquierda como demócratas precarios

INTERVIEW WITH FARID KAHHAT
THE RIGHT AND THE LEFT AS PRECARIOUS DEMOCRATS

Alonso Rabí do Carmo

Universidad de Lima

arabi@ulima.edu.pe

Recibido: 3.3.23 / Aprobado: 2.5.23

doi: https://doi.org/10.26439/en.lineas.generales2023.n009.6512

Farid Kahhat es un destacado internacionalista. Es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Texas (Austin) y, actualmente, es investigador de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En esta entrevista, se tocan temas de indudable importancia para el presente y el futuro de América Latina, como el sensible cambio registrado en los últimos procesos electorales en la región —que parecen haber beneficiado, sobre todo, a movimientos de izquierda—, la agenda de la democracia latinoamericana, las debilidades de la representación política en nuestros países, así como la vigencia de uno de los mayores males sociales latinoamericanos: la desigualdad. Se explican, así, diversas demandas, como la formación de asambleas constituyentes, cuyo objeto es lograr el cambio de constitución como una manera de refundar simbólicamente a un país, aunque lo dicho en una nueva carta magna no se cumpla nunca. Kahhat analiza con lucidez y honestidad intelectual todos estos problemas.

Hay muchas lecturas sobre esta especie de resurgimiento de las izquierdas en América Latina. ¿Cómo ves tú este fenómeno? ¿Qué causas se le puede atribuir?

Yo diría que, en realidad, la tendencia es que el oficialismo pierde siempre, el punto no es que la izquierda gane, sino que el oficialismo pierda y lo haga de manera constante. En quince elecciones democráticas consecutivas en nuestra región, el oficialismo ha perdido. Ahora, la izquierda se presenta como la principal fuerza de oposición, es verdad, y eso ha hecho de ella la principal beneficiaria de las derrotas oficialistas. Pero no deja de ser cierto que la izquierda, cuando ha estado o está en el gobierno, también pierde. Hay por lo menos tres casos recientes: El Salvador y Uruguay en el 2019 y Costa Rica el año pasado. También hay ejemplos, pero ya no a nivel de elecciones generales, como la derrota de la propuesta de constitución oficialista en Chile o la derrota del oficialismo argentino en las elecciones para renovación parcial del Congreso. Como dije antes, la izquierda se ha beneficiado notoriamente del descontento con los oficialismos, sin importar el signo político de estos. Si miramos bien, hemos tenido una década atroz: el 2013 marca el fin del periodo de alza de precios de las materias primas que exportamos, no en todos los casos, pero digamos que ese ciclo de precios exorbitantes llegó a su fin, ¿no? Luego, hemos tenido la peor pandemia desde la gripe española que apareció hace un siglo. Eso vino acompañado de una fuerte recesión, la más fuerte desde la crisis de Wall Street y de la guerra de Ucrania, que ha generado altos índices de inflación. En nuestra región, la pandemia golpeó mucho más que en el resto del mundo, tanto en lo económico como en lo sanitario. La economía de América Latina cayó un 7 %, mientras el promedio mundial de esa caída fue de 3 %. No hay que olvidar que, en Perú, entre otras cosas, tuvimos tasas de mortalidad espantosas por cada cien mil habitantes. Viendo todo esto en conjunto, resulta comprensible el malestar con el oficialismo en el contexto internacional.

Todo esto podría dar pie a lecturas que intentan interpretar exageradamente ciertos hechos. Una de esas lecturas, por ejemplo, postulaba el auge de las izquierdas como una reacción contra el avance del fascismo; de otra parte, se habla de grandes fisuras en el modelo neoliberal como elemento detonante. ¿Dónde deberíamos situarnos pare ver esto en su real dimensión?

Si hablamos de una reacción por temor, estaríamos exactamente al revés. En América Latina, lo que podríamos llamar la derecha radical, donde se ubican, por ejemplo, al fujimorismo (aunque ellos pretendan no serlo) y a Renovación Popular, a diferencia de lo que ocurre en Europa o Estados Unidos, cobra auge después de una sucesión de triunfos electorales de la izquierda en la historia de la región. El que sí fue un giro hacia la izquierda en mayor proporción fue el de inicios de siglo. En Europa, la derecha radical resurge cuando la izquierda está más bien en repliegue. Uno piensa en las tres veces en la que el clan Le Pen llega a segunda vuelta presidencial y, en esas ocasiones, compite con candidatos de derecha, no de izquierda: Chirac la primera vez y Macron las dos siguientes. En Estados Unidos nunca hubo una izquierda electoralmente importante. En el Perú, en cambio, la derecha radical resurge después del mayor auge electoral de la izquierda en toda su historia. Ahora bien, la izquierda despierta temores de diverso orden en la derecha. Hay una izquierda que es ciertamente autoritaria, como en el caso de Nicaragua o Venezuela, sumando a eso que en Venezuela se ha apelado a políticas económicas que generan temores en los sectores empresariales, como la expropiación de empresas privadas. Esos temores, en mi opinión, son legítimos; sin embargo, la izquierda más moderada generó también temores diversos en sectores de la derecha, en especial, la vinculada con iglesias evangélicas y pentecostales...

… la agenda de ampliación de derechos civiles, por mencionar un ejemplo.

Exactamente, la agenda de derechos civiles. Los grupos evangélicos pueden ser muy pragmáticos en diversos aspectos, como la política económica. Pero jamás aceptarán el matrimonio igualitario o la perspectiva de género en las políticas públicas y en la educación escolar, o el derecho de la mujer a decidir respecto al aborto. De manera que, hasta la izquierda más moderada despierta temores en la derecha radical. En relación con el neoliberalismo, sí se puede decir que esas políticas no han resuelto un problema fundamental en América Latina: la desigualdad. Eso lo podemos decir con total objetividad. Es cierto que la desigualdad se redujo marginalmente, en una cierta proporción, en la primera etapa de este siglo. Peor, hay que considerar que en América Latina partíamos de la mayor desigualdad en el mundo, junto con el África subsahariana, y que la pandemia ha revertido cualquier avance que se haya hecho por disminuir esa desigualdad, según indican estudios recientes del Banco Interamericano de Desarrollo. ¿Y por qué la desigualdad es un problema? Pues, porque los seres humanos somos sensibles ante este tema y esto se extiende a los animales. Estudios hechos en primates revelan que hay una reacción evolutiva a la desigualdad. Quizá la mejor prueba de la importancia de la desigualdad en esta discusión es Chile: muchos liberales dirían que este país hizo casi siempre lo correcto en materia económica, pero también en materia de representación política, porque se eliminaron los senadores designados por la Constitución de Pinochet y se cambió el método de elección para el Senado, que provocaba una sobrerrepresentación de la derecha. Y cuando hacia el 2011 surgen las protestas estudiantiles, la coalición de centro izquierda amplía su convocatoria para incorporar a dirigentes de los estudiantes y a otros partidos que participaron en dichas protestas. Aun así, Chile vuelve a estallar en protestas de mayor magnitud en el 2019. La verdad, es difícil encontrar una explicación para estas cosas que no pase por la desigualdad. Muchos economistas y politólogos demuestran que existe una amplia gama de problemas asociados a la desigualdad: la delincuencia, la inestabilidad política, la violencia social y la perspectiva de crecimiento a largo plazo. Viendo esto, yo diría que para quien quiera que gobierne en América Latina, la gran tarea pendiente es la lucha contra la desigualdad, sobre todo si se trata de gobiernos que se autodenominan liberales o neoliberales.

Podríamos aventurar una diferencia en la convulsión social en países que no cuentan con un número significativo de habitantes originarios, versus países como Perú o Bolivia, Chile con su nación mapuche, o Ecuador. ¿Qué se puede leer en esos ámbitos?

Sin duda, lo que mencionas añade una dimensión, porque cuando hablas de desigualdad lo habitual es medir la desigualdad en términos de estratos socioeconómicos, división en clases, por ejemplo, alta, media y baja. Pero cuando entran en la ecuación grupos étnicos o minorías étnicas discriminadas o marginalizadas, el problema aumenta, porque aparecen lo que algunos economistas llaman desigualdades horizontales; entonces, a los criterios habituales hay que agregar que la desigualdad afecta también a estos grupos. Hablo de minorías étnicas, porque ese es el caso de la mayoría de nuestros países, con la clara excepción de Bolivia. Se me podría reclamar que lo mismo puede decirse de un país como Guatemala, pero allí los grupos indígenas no tienen el nivel de organización política y social que sí poseen en Bolivia. Hay que recordar que en Bolivia quienes se autodefinen como indígenas son claramente una mayoría. En Ecuador, son un grupo significativo, pero no mayoritario, al igual que en Chile o en Perú, dos países en los que la forma habitual de negarles los derechos que reclaman es poner énfasis en los medios, a veces violentos, que utilizan para canalizar sus demandas. Por un lado, ha habido marchas en Puno que han sido perfectamente pacíficas y perfectamente ignoradas por los medios: Puno llama la atención cuando se bloquean carreteras o se incendian locales de alguna institución. El hecho de que las protestas pacíficas no reciban atención y las violentas sí, lamentablemente, termina convirtiendo a la violencia en un aliciente. Habría que entender eso. Al mismo tiempo, cuando tienes sectores conservadores en el Gobierno, la tendencia está en poner énfasis en los medios violentos de la protesta, sin considerar por qué se protesta. Es un círculo vicioso difícil de superar. En Chile, más de una vez, las protestas de los mapuches han sido calificadas como terroristas. Sin embargo, si no se reconocen las demandas legítimas que motivan una protesta, es poco lo que se puede avanzar.

El sur andino parece tener un peso simbólico muy considerable, ¿verdad? Se escuchó, en días de protestas, noticias de sectores que estarían promoviendo el separatismo y de una presunta “república del sur”, que estaría basada en una identidad regional, en fin. ¿Qué opinión te merece esta situación?

Eso tiene que ver con el tema étnico y me recuerda la pregunta que se le hace a una mujer sobre por qué apoyaba a Chávez a inicios de su régimen. Su respuesta fue muy iluminadora. Decía: “Quiero que gane Chávez, porque no quiero volver a ser invisible”. Hay un elemento que trasciende a la economía y es la búsqueda de reconocimiento, y la respuesta a esa falta de reconocimiento, a veces, es violenta. Es un dato que la derecha, para sus propios fines e intereses, debería tomar en cuenta. Deberían preguntarse, por ejemplo, por qué la participación electoral en Bolivia o Ecuador crece cuando ganan candidatos de izquierda como Rafael Correa o Evo Morales. Al final, sectores que votaban en baja proporción (sectores de bajos ingresos, minorías étnicas y la intersección de ambos), que sentían no tener representantes legítimos en el sistema político, de pronto empiezan a votar por la izquierda. A nadie le conviene más que a los liberales y conservadores preguntarse por qué la izquierda, en ocasiones, parece representar a sectores que, normalmente, no votaban o lo hacían de modo poco significativo. Estos sectores piensan que esos partidos de izquierda pueden representarlos no solo en el plano socioeconómico, sino también en el plano del reconocimiento. Es ponerse un poco en la situación en la que se puso Bismarck, ¿no? Bismarck era un estadista conservador alemán que, al darse cuenta de que la plataforma de la socialdemocracia le daba apoyo entre las clases trabajadoras, lo que hizo fue apropiarse de esas banderas: hacer reformas en el sistema para evitar la demanda de un cambio de sistema.

Tiene sentido.

Así es. Y hay que pensar que los rudimentos de un estado de bienestar nunca comienzan con un gobierno de izquierda, comienzan, por lo general, con un gobierno netamente conservador como el de Bismarck, que crea los primeros programas sociales en la Prusia del siglo xix, antes de que fuera incluso Alemania. Su propósito era obvio: contener el avance de la izquierda. La lección es que, si uno no hace nada por representar a los grupos que se sienten excluidos del sistema político, no te quejes cuando sean ellos quienes voten por la izquierda.

Viendo las cosas un poco en perspectiva, a veces este resurgimiento de la izquierda viene asociado muy de cerca a la demanda de una nueva constitución. Tengo la sensación que de tanto insistir en ello, se ha terminado vaciando de significado esa demanda, digo, parece más un fetiche que un logro alcanzable.

Estoy de acuerdo. Sin embargo, la demanda tiene cierto eco. He visto encuestas en las que poco más de la mitad de los encuestados reclamaban una nueva constitución, pero poco menos de la mitad reconocía que ignoraba cuál era el debate en torno a una nueva carta. Es cierto que este no es un clamor universal, como la izquierda pretende hacer creer, ni siquiera es algo avalado por amplios sectores de la población; hay que reconocer, empero, que sí existen sectores que demandan una asamblea constituyente para lograr una nueva constitución. Las encuestas al preguntar si este es un tema prioritario arrojan solo un 17 % a favor. El tema es que se cree que un cambio constitucional equivale a una refundación del país y es así como la izquierda lo propone, de manera muy explícita.

El nuevo pacto social, como se le suele llamar.

Exacto. Lo que la gente saca en claro de estas propuestas es, creo, el deseo de cambios verdaderos y significativos en el statu quo. Ya en términos de qué implica esto, creo que la propuesta de la izquierda tiene problemas serios. En primer lugar, fue Marx quien dijo que lo que determinaba el devenir social, en última instancia, era la infraestructura económica y, más bien, hablaba de temas como el diseño constitucional como una superestructura política que, finalmente, estaba determinada por los cambios en la economía. Resulta paradójico, entonces, que la izquierda ahora diga que lo fundamental es el cambio de constitución. Lo que demuestran experiencias como la colombiana, de cambiar la constitución mediante asamblea, es que dicho cambio, por sí mismo, no garantiza absolutamente nada. Colombia tuvo, en los noventa, una constitución más progresista, redactada por una asamblea elegida para ello, y mucho de lo que se decía allí, por ejemplo, en materia de derechos indígenas, jamás se implementó. Es más, el asesinato de líderes sociales e indígenas en Colombia fue el más alto del mundo y eso no cambió con la nueva constitución. Creo que es un error depositar demasiadas esperanzas en un cambio constitucional. Por otra parte, la izquierda propone algunas cosas equivocadas. Por ejemplo, en Chile se dice que la educación y la salud deberían estar consagradas como derechos reconocidos constitucionalmente, pero, claro, eso tiene sentido en Chile, porque allí esas dos cosas no están reconocidas como derechos. Mal que nos pese a los que siempre hemos sido antifujimoristas, esos temas sí están consagrados en la Constitución de Fujimori. Esa es la prueba de que la presencia de algo en la Constitución no garantiza su cumplimiento. Eso no me impide ver el hecho de que sectores conservadores y liberales ven con preocupación cómo la izquierda piensa sobre el tema de la nueva constitución. Una de esas preocupaciones debe ser, seguramente, la posibilidad de reelección presidencial, ¿no? En el caso de Evo Morales hubo cuatro periodos. Pero veamos qué ha hecho la izquierda chilena, que es en promedio mucho más democrática que la peruana. Esa izquierda chilena cometió el error de creer que un mandato circunstancial era la licencia para imponer sus criterios al conjunto de la sociedad y, en lugar de pactar con otros sectores representados en la Asamblea Constituyente, trató de imponer su proyecto. Por eso cuando el pueblo votó, votó en contra. Las reglas de juego tienen que ser las mismas para todos, derecha e izquierda, de lo contrario se anula el consenso. Las reglas de la contienda política deben ser consensuadas, la imposición no es una buena opción. Y la izquierda ha cometido ese error varias veces.

¿En perspectiva histórica, podemos decir que lo mejor que le pasó a la izquierda latinoamericana fue el gobierno de Pepe Mujica en Uruguay?

Diría que sí, aunque quisiera esperar el final del gobierno de Boric en Chile. Uno de los problemas, tanto de la derecha como de la izquierda latinoamericanas, es su condición de demócratas precarios. Son demócratas a plenitud cuando les conviene y empiezan a restringir derechos democráticos cuando están en el gobierno y eso les permite sacar ventaja a sus competidores. Mujica respetó al centímetro las reglas del juego democrático y creo que Boric está yendo por el mismo camino. Y lo que voy a decir, ahora, puede ser controversial, pero creo que la única izquierda que ha tenido buenos resultados es la que ha aprendido a convivir con el capitalismo, que es el mejor sistema ideado por el ser humano para generar riqueza, aunque también genera desigualdad. El sector privado debe producir riqueza para que el Estado pueda cobrar impuestos progresivamente para destinarlos al gasto social y al bienestar de la población, desde educación hasta salud de calidad durante la vida.

Un estilo algo nórdico.

Puede ser. Tú mencionaste a Mujica, pero cuando hablamos de Suecia o Dinamarca, ya parece que hablamos de cosas sobrehumanas o inalcanzables. Pero de sobrehumanos no tienen nada, es solo que tienen mejores instituciones sociales y políticas. No es necesario ponerse metas tan altas. Seamos como Uruguay, como Costa Rica, ejemplos latinoamericanos de que ciertos niveles de progreso y bienestar no son utópicos, sino perfectamente posibles.