Tatakae: el giro espacial del animé
en el contexto de la protesta social

Joaquín Vargas Vargas*

Universidad de Santiago de Chile

joaquin.vargas.v@usach.cl

Recibido: 9 de mayo del 2022 / Aceptado: 13 de septiembre del 2022

doi: https://doi.org/10.26439/contratexto2022.n038.5824

RESUMEN. Caminando por las calles del centro de Santiago de Chile, posterior a la toma y ocupación del espacio que se vivió durante la revuelta social de octubre del 2019, se observa la serie de intervenciones murales que hasta el día de hoy mantienen viva una memoria y denuncia sobre la violencia de Estado, confrontando el silencio y censura del gobierno sobre las violaciones a los derechos humanos ocurridos durante aquellos meses. Entre estos, no es raro ver grabados y rayados que hacen referencia a la cultura de consumo, sobre todo aquellos pertenecientes a series de animación japonesa (animé) y manga (cercano al cómic japonés), realizados por organizaciones como Otaku Antifascista o Tatakae Chile. No obstante, el fenómeno llama la atención por cuanto se replica no solo en el contexto de la protesta en Chile, sino también en países como Perú y Bolivia, donde los fans del animé, ampliamente reconocidos como otakus, construyen un nuevo lenguaje de la protesta social. El presente ensayo reflexiona sobre esta articulación, evaluando el desplazamiento espacial que sufre el referente otaku desde su consumo en el espacio privado (cerrado) al público (mensaje político), siguiendo las lógicas de la teoría espacial.

PALABRAS CLAVE: protesta social / animé / otaku / ciudad / intervenciones urbanas

TATAKAE: THE SPATIAL TWIST OF ANIME IN THE SOCIAL PROTEST’S CONTEXT

ABSTRACT. Walking through the streets of the center of Santiago de Chile after the social revolt of October 2019, one can see the mural interventions that commemorate and denounce state violence, confronting the government's silence and censorship on the human rights violations during those months. Among these, it is not uncommon to see urban art that refers to consumer culture, especially Japanese animation series (anime) and manga (Japanese comics) made by organizations such as Otaku Antifascista or Tatakae Chile. However, the phenomenon draws attention because it is replicated not only in the context of the protest in Chile but also in countries like Peru and Bolivia, where anime fans, widely known as otakus, build a new language of social protest. This essay reflects on this articulation, evaluating the spatial displacement of the otaku referent from its consumption in private (closed) spaces to its use in public ones (as a political message), following the logic of the spatial theory.

KEYWORDS: social protest / anime / otaku / city / urban interventions

TATAKAE: A VIRADA ESPACIAL DO ANIME NO CONTEXTO DO PROTESTO SOCIAL

RESUMO. Caminhando pelas ruas do centro de Santiago de Chile, após a tomada e ocupação do espaço que foi vivenciado durante a revolta social de outubro de 2019, observa-se uma série de intervenções murais que até hoje mantêm viva uma memória e denunciam a violência do Estado, confrontando o silêncio e a censura do governo sobre as violações de direitos humanos que ocorreram durante esses meses. Entre eles, não é incomum ver gravuras e rabiscos que remetem à cultura do consumo, especialmente aqueles pertencentes a séries de animação japonesa (anime) e mangá (próximo aos quadrinhos japoneses), elaborados por organizações como Otaku Antifascista ou Tatakae Chile. No entanto, o fenômeno se destaca porque é replicado não apenas no contexto do protesto no Chile, mas também em países como Peru e Bolívia, países em que fãs de anime, amplamente reconhecidos como otakus, constroem uma nova linguagem de protesto. O presente ensaio reflete sobre essa articulação, avaliando o deslocamento espacial que o referente otaku sofre a mudança do seu consumo no espaço privado (fechado) para o público (mensagem política), seguindo a lógica da teoria espacial.

PALAVRAS-CHAVE: protesto social / anime / otaku / cidade / intervenções urbanas

* Doctor en Estudios Americanos por la Universidad de Santiago de Chile (véase: https://orcid.org/0000-0002-2751-7312).

INTRODUCCIÓN

Desde el momento en que nacemos, somos libres. Da igual lo fuertes que sean aquellos que nos niegan esa libertad. Lucha. De buena gana daría mi vida por algo así. Da igual lo terrorífico que sea el mundo. Lucha. Da igual lo cruel que sea el mundo. ¡Lucha!

Eren Jaeger, Shingeki no Kyojin

Las calles que rodean la Plaza Dignidad, epicentro de lo que fue la revuelta social de octubre del 2019 en Chile, aún guardan los vestigios del enfrentamiento que han sobrellevado manifestantes y fuerzas especiales, no solo durante aquellos álgidos meses previos a la pandemia del COVID-19, sino también en el último tiempo que ha reactivado los desplazamientos urbanos y, por consiguiente, los reclamos, las protestas y la lucha. Caminando por la Alameda, observo los muros en los que se vuelve a inscribir la denuncia con una serie de rayados, grafitis y lienzos pegados que recuerdan que mucho de lo que se alegó hace dos años todavía no se ha resuelto. Y la base del monumento, otrora cercada por un inmenso muro de acero, ahora se vislumbra completamente pintarrajeada con proclamas contra el gobierno, contra la violencia de Estado y contra la amenazante posibilidad del ascenso de la ultraderecha que se vislumbra en las próximas elecciones1. Asimismo, es posible observar la presencia constante de carabineros que custodian la rotonda más polémica de Santiago, con la clara intención de reafirmar la autoridad estatal sobre el espacio. La vigilancia constante, una mirada del oficial que me sigue mientras rodeo la base del monumento vacía de estatua, da cuenta de dicha intención, evidenciando un mensaje claro: ya no ocuparán esta plaza.

Sin embargo, mis intenciones distaban de quedarme, y una vez obtenidas una serie de fotografías de todos los ángulos de la base, continúo mi camino hacia el oriente por Providencia. Camino por la vereda sur, cruzando el parque Bustamante, y paso por un costado del edificio Telefónica. En torno a este se ha colocado otro enorme muro que buscaba proteger la infraestructura durante los meses de protesta, asumiendo la amenaza de destrucción por parte de los manifestantes. Craso favor le hicieron, pues el muro ha servido desde entonces como un lienzo más para inscribir reclamos y denuncias. Y así, dispuesto sobre el muro como una enorme pancarta, vislumbro uno que resalta a la mirada por el referente inscrito.

De inmediato reconozco la imagen. En el eje superior se dispone el titán de ataque de Eren Jaeger, en una actitud combativa que se manifiesta por el rugido y el puño en alto. Entre humos y fuego saliendo de sus alrededores, justo debajo del kyojin, se encuentra el comandante de la Legión del Reconocimiento, Levi Ackerman, en compañía de los fieles compañeros de Eren, Armin Arlert y Mikasa Ackerman, quien flamea una bandera negra con las Alas de la Libertad, insignia de la legión. Todo el grupo se encuentra con sus armas en alto —excepto Armin— sobre una pila de lo que parecen ser cadáveres de carabineros de Chile. Decorando la imagen, simulando ser una cinta que encuadra el montaje visual, se lee la frase: “Desde el momento en el que nacemos… somos libres. Da igual lo fuertes que sean aquellos que nos niegan esa libertad” (véase la figura 1).

Figura 1

Lienzo en el edificio Telefónica alusivo al animé Shingeki no Kyojin

No es un reclamo, tampoco una denuncia. La imagen en el muro evidencia una resignificación del referente estableciendo un llamado a la lucha. En japonés, tatakae.

Por supuesto, aquellos que hemos visto y seguido la historia en la serie de animación japonesa Shingeki no Kyojin2 podemos entender de inmediato el referente y la intención que hay detrás del mensaje inscrito. Sabemos que este refiere al momento en que, dentro de la primera temporada, Eren Jaeger cumple la misión de cerrar el muro de Trost, momento crucial para la construcción del personaje hacia el final de la saga, y acontecimiento que se considera, para los personajes encerrados tras los muros de Paradis, la primera vez que la humanidad les ganó a los titanes.

No obstante, entendemos también que el trabajo realizado por la organización Tatake Chile —quienes se han encargado de serializar un conjunto de intervenciones murales a lo largo de Santiago, donde el reclamo y el llamado a la organización y lucha colectiva se hace a partir de esta y otras series de animé— no contempla únicamente un establecimiento del referente para llamar la atención del público otaku. Muy por el contrario, que se sitúe a los personajes sobre una pila de carabineros, que se asocie la estética de la imagen a la visualidad que tuvo la revuelta de octubre del 2019, y que el mensaje esté dispuesto sobre el espacio público, ofrece un amplio trabajo de descontextualización, apropiación y resignificación del referente presente en la cultura pop que los jóvenes que protagonizaron la revuelta están acostumbrados a consumir desde la primera infancia, algunos por televisión abierta y otros por internet y redes sociales.

Ya en el 2019, durante esos cinco meses de revuelta popular, se vieron en las pancartas y rayados formas de expresar el descontento social a partir de la referencia al animé y la cultura otaku. Durante ese año, según explica El Desconcierto, se pudo observar a figuras como “Pamela Jiles y Gael Yeomans3 hablando de Naruto en Twitter, el fenómeno Baila Pikachú, manifestantes disfrazados de sus personajes favoritos y numerosos carteles con referencias en las marchas” (Salazar, 2019). Igualmente, el movimiento feminista estableció la serie de Sailor Moon como un referente en los temas de género, y en un pequeño artículo de La Raza Cómica (AKA Pupilo Piola, 2020) se vinculó el estallido con la distopía de la película Akira de 1988, a partir de un cartel pegado en los muros del GAM, donde Santiago era destruido del mismo modo que ocurre con la ciudad de Neo-Tokio (véanse las figuras 2 y 3).

A mi parecer, estos procesos de apropiación y resignificación de los referentes de la cultura pop —en este caso, del animé— responden a las nuevas formas de socialidad4 presentes en la protesta social, desde una lógica que obedece a lo que me gustaría llamar un giro espacial sobre estos referentes. Esto se debe a que identifico un desplazamiento de la cultura otaku desde el consumo en el espacio privado hacia su instalación como referente político en el espacio público; desplazamiento que podemos clarificar a partir de la noción que Reguillo (2017) presenta de la plaza ocupada en cuanto espacio intermedio.

Figura 2

Destrucción de Neo-Tokio, como se observa en el manga Akira (1982-1990) de Katsuhiro Otomo

Figura 3

Neo-Chile, imagen pegada en los muros del GAM

Nota. Reproducido de “Akira2019, distopía, estallido y revuelta I”, por AKA Pupilo Piola, 2020, La Raza Cómica (https://razacomica.cl/sitio/2020/10/24/akira2019-distopia-estallido-y-revuelta-i/La Raza Cómica).

Al respecto, hay que entender que Reguillo (2017) analiza las protestas que se han llevado a cabo durante los primeros años del siglo xxi, entendiéndolas en su diferencia con respecto a los movimientos sociales del siglo anterior. Principalmente, señala que se desarrollan por una impotencia globalizada frente a una pérdida del poder en un sistema que no responde al bien colectivo, por lo que se genera una crítica sistemática y una experiencia subjetiva donde el concepto mismo de democracia pierde su potencia y representatividad. De ello devendría el carácter abierto (sin ideología), el tono festivo (donde caben todas las indignaciones) y la capacidad tecnológica de la protesta contemporánea (su viralización eficaz por medio de internet y redes sociales), en una constitución que nace desde la pasión triste que convoca el sufrimiento de todos quienes padecen el hartazgo frente a un sistema corrupto y desigual.

En este contexto, la ocupación de la plaza es lo que hace posible el deseo de sentirse “parte de”, en una acción compartida con otros. La plaza, finalmente, no diluye la diferencia, sino que opera en un registro distinto en tanto esa diferencia arroja al sujeto hacia los otros con quienes se completa en un todo colectivo. Por consiguiente, se puede observar una ruptura con el eje de identificación positiva con grupos sociales prescritos (o proscritos), puesto que la revuelta ya no nace de un movimiento ideológico, sino de un anhelo y un deseo colectivo: el hartazgo. Esto define, por tanto, la dimensión posidentitaria y posidelógica de la revuelta contemporánea.

La plaza ocupada, entonces, se puede definir como espacio intermedio, ya que es “una temporalidad alterada y un espacio de condensación de relaciones que acrecientan la potencia de los cuerpos dispuestos unos con otros” (Reguillo, 2017, p. 69). De este modo, en la plaza se delinean nuevos mundos posibles a partir de nuevas relaciones sociales, con una potencia y efervescencia que representa una amenaza para el poder instituido en tiempos de crisis y de cambio. Sobre esto, la autora destaca que la plaza ocupada funciona como un símbolo fundamental para una generación de indignados, que remite a las profundas transformaciones subjetivas y políticas que traen las revueltas de la imaginación del siglo xxi. En consecuencia, se produce un efecto de resignificación desde la insurrección, donde el “lugar” se carga de nuevas posibilidades y símbolos que se cruzan con la situación de injusticia y precariedad que conlleva el sistema capitalista. Así:

La ocupación transmuta el signo y revitaliza los lugares de encuentro y conversación colectiva, de baile y celebración por la alegría que trae descubrirnos en otras y otros, en cajas de resonancia que, además de amplificar el malestar, potencian la posibilidad de otro mundo. (Reguillo, 2017, p. 75)

El emplazamiento de la plaza ocupada, por ende, dota al lugar de prácticas, imaginarios, cuerpos y palabras, que operan en un lenguaje festivo que resulta indecible para la institucionalidad política. Según teoriza la autora, es entre el acontecimiento (la revuelta), el lugar (la plaza, la calle) y la performance (el despliegue de una epísteme como forma de intervenir el mundo) que se tiende un puente entre el tiempo extraordinario de la protesta y el tiempo ordinario de la vida cotidiana. En consecuencia, se constituye la experiencia telúrica de la plaza, “experiencia difícil de comprender para el pensamiento que piensa la política como un campo de disputa entre contendientes que se vuelven actores a partir de un juego ya instituido” (Reguillo, 2017, p. 76).

De este modo, creo oportuno afirmar que las intervenciones urbanas que refieren a la cultura pop para establecer el reclamo y la denuncia social ocupan un lugar especial en este espacio intermedio que define Reguillo (2017). Como parte de las contranarrativas urbanas que plantean Márquez y Rozas (2019), la serie de rayados, pancartas y performances que se desarrollan en los alrededores de los monumentos y patrimonios culturales de la ciudad lo que hacen es discutir el sentido de identidad y memoria presentes en el territorio. No obstante, a diferencia de ciertas estéticas y mensajes que remiten a disidencias étnicas, sexuales, de clase, entre otras, el referente otaku parece evidenciar un proceso diferente en su articulación como lenguaje de la protesta, lo cual se puede traducir como un desplazamiento desde su consumo en el espacio privado hasta su disposición en el espacio público, como se ha mencionado anteriormente. Este desplazamiento —o giro espacial, como lo denominé— contempla un fenómeno interesante en la constitución de las juventudes que protagonizaron la revuelta del 2019, puesto que alude directamente a los procesos de identificación cultural de este grupo social, según se verá a continuación.

OTAKU, (DES)TERRITORIOS DEL CONSUMO

La construcción de la cultura pop japonesa, en términos de la producción de manga y series de animación, data de mediados de las décadas de 1950 y 1960, después de la traumática experiencia de la Segunda Guerra Mundial, sumada al declive en el proceso de modernización que azotó al país como consecuencia de las bombas nucleares. No obstante, en aquellos años comenzó una recuperación económica de tal nivel que el país nipón logró abrirse paso al mercado global, instalándose como potencia y símbolo de los avances tecnológicos, sobre todo armamentistas. En este contexto, surgió también la industria de la animación y su exportación al mundo; la serie de Tetsuwan Atomu de Ozamu Tezuka (conocida en Latinoamérica como Astroboy) fue la primera en transmitirse en 1963.

Esta serie, junto con tantas otras que le siguieron en la temática de los robots y las máquinas, como Mazinger Z, Macross, Mobile Suit Gundam, entre otras, ponían en escena no solo una apología a los avances tecnológicos del neoliberalismo japonés, sino también el trauma que habría quedado como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Así, Bernechea (2020) sostiene que estas animaciones dieron cuenta de la fractura social de la posguerra, a partir de protagonistas huérfanos, sin figura paternal y/o maternal, que con mucha suerte son criados por parientes:

Una encarnación animada de los estragos sociales en una época de reconstrucción, que, si bien apunta hacia un futuro próspero y lleno de sueños por venir, inevitablemente muestra la realidad concreta en que se encontraba Japón. Una especie de dicotomía entre el país azotado por la guerra, y el país futurista que se proyectaba en esas imágenes animadas. Aquí es donde Japón encuentra su conexión contextual y emocional con el Chile de los años 70. (Bernechea, 2020, p. 21)

No es menor, entonces, que la instalación de la cultura popular nipona en Chile se enmarque en el contexto de la dictadura cívico-militar que gobernó entre los años 1973 y 1989. Efectivamente, la aparición del sujeto otaku5 resulta una clara consecuencia de las políticas del neoliberalismo impuestas a mediados de los ochenta y de los alcances que tuvo la globalización durante los años noventa. En este periodo, las familias chilenas “ganan” una mayor capacidad de acceso a productos tecnológicos y de entretenimiento, sobre todo con la llegada de los préstamos y créditos de consumo. En consecuencia, el neoliberalismo fue un motor que dio forma a un nuevo estilo de vida, donde las facilidades de compra, sumadas a las extensas jornadas laborales de los padres, terminan por provocar la soledad de los niños y preadolescentes, quienes finalmente se educan bajo el alero del consumo de programas de televisión. Por ello, “es en esta época donde el animé se transformó en un contenido inevitable para la infancia, debido a que era el pilar fundamental dentro de la gama de transmisiones ofrecidas por los principales canales de televisión abierta” (Bernechea, 2018, p. 23).

En este contexto, el joven otaku articula su identidad personal a partir de la práctica del consumo tanto de las mismas series y mangas, como de los productos y merchandising que devienen de esos programas. Perillán (2020) analiza muy bien el surgimiento del movimiento otaku en Chile, donde contempla el desplazamiento de una identidad simbólica (más anclada en el territorio, la historia y la memoria) hacia una identidad imaginaria que refiere a las reacciones pulsionales del cuerpo ante determinados estímulos, lo cual está claramente presente en la práctica del consumo en cuanto búsqueda de la satisfacción y el placer. En consecuencia, el consumo de animé, como práctica, funcionaría como el elemento aglutinador que construye la identidad de estos sujetos a partir del placer, desplazando el carácter ideológico que se observaba en el siglo xx.

Al respecto, es necesario considerar que el consumo de series es importantísimo para la autodenominación como otaku. Perillán (2020) habla mucho de esto, ante la relevancia que posee el “saber” dentro del grupo, pues no vale solamente haber visto las series y que “gusten”, sino conocerlas, entenderlas y saberse todos sus detalles. Por lo mismo, los circuitos de consumo de animé son fundamentales no solo para la generación de redes, sino también para la obtención del material (videos descargados, música, figuras coleccionables y un largo etcétera). Quizá hoy en día esto se ha relativizado ante la masificación de plataformas de streaming como Netflix, Amazon o Crunchyroll, que permiten un mayor acceso al consumo de estas producciones audiovisuales6; sin embargo, en su momento no era extraño (y tampoco lo es hoy) que las redes de consumo implicasen prácticas de piratería para poder acceder al material, eludiendo un tanto las limitaciones que establece un sistema desigual en la sociedad.

Ante todo, el otaku construye su identidad y su sentido de pertenencia con sus pares a partir de la práctica común del consumo. Más allá de contemplar la discusión sobre los procesos de identidad e identificación que se proponen desde dicha práctica —lo que quizá pueda ser analizado en otro estudio—, me parece interesante señalar que esto tiene una relación directa con la conformación de la juventud como grupo activo de la sociedad, en tanto son ellos quienes protagonizan gran parte de la revuelta social. Al respecto, Perillán (2020) analiza cuáles serían las características propias de la juventud, que vendrían a constituirla como un fenómeno social contemporáneo. Al menos, así ha sido desde la aparición del movimiento hippie en los años sesenta, momento en que “la juventud se llena de contenido social y pasa a ser objeto activo para la sociedad” (p. 83). Es en este contexto donde este grupo (social) deja de ser (o de considerarse) solo una etapa transitoria entre la niñez y la adultez, como lo delimitado la mirada más psicobiológica, y se plantea desde una disrupción y desviación con respecto a los valores dominantes de la sociedad.

Nuevamente, son los medios de comunicación y la radio los que le permiten a la juventud conformarse como un fenómeno social, más que como una etapa transicional, al exponer a los jóvenes a temas y comportamientos que los adultos siempre se negaron a tratar con ellos. No es menor, al respecto, que gran parte del gusto por el animé se deba a que este se presenta como una producción aparentemente más “humana” que su contraparte estadounidense, tratando temas muchísimo más complejos como el existencialismo, la violencia o incluso la sexualidad y temas de género (Rodríguez, 2008, p. 4).

Por otro lado, la juventud contempla un fenómeno claramente contingente, donde el sujeto busca construir su identidad a partir de un extenso proceso de emancipación con respecto al mundo adulto. Perillán (2020) describe que la juventud se inicia en el momento en que el joven es capaz de mirar críticamente a los padres y su mundo adulto (de valores dominantes, podríamos decir), pues en ese momento comienza la construcción de su autonomía mental. A partir de ello, el joven es capaz de desarrollar contenidos propios que no forman parte ni de la adultez ni de la infancia, “como sujetos autónomos que se niegan a incorporarse al mundo adulto” (Perillán, 2020, p. 88).

En suma, el autor afirma que la juventud es, en esencia:

Un rechazo a la adultez, un intento por ser un no-niño y un no-adulto, y como tal, es un fenómeno social desarrollado en tiempos recientes y que se ha fortalecido gracias a la invasividad de los medios de comunicación de masas, que han dotado de universos simbólicos alternativos a la juventud. (Perillán, 2020, pp. 89-90)

Esto es muy importante, por cuanto la juventud contemporánea en general, y el movimiento otaku en particular, como bien lo hemos dicho, construye su identidad a partir de prácticas de consumo y la búsqueda del placer como elemento aglutinador del grupo. Esto conlleva una suerte de presentismo constante, donde el espacio de desarrollo deja de ser el lugar antropológico, como lo fuera con las juventudes del siglo xx, y pasa a ser de tipo instantáneo y simultáneo. El espacio de desarrollo del otaku, en este caso particular, es justamente el espacio del no lugar, con su práctica contractual, consumista, que deja de referir al pasado histórico y la memoria (Augé, 2008).

Recordemos que, para este autor, la noción de lugar supone una serie de características particulares, a saber: los lugares son identificatorios (constituyen la identidad del sujeto en el territorio, que se construye a partir del lugar que ocupa), relacionales (establecen las relaciones de coexistencia entre los sujetos) e históricos (refieren a un relato del pasado, articulando el discurso institucionalizado de la memoria social). De este modo, el lugar antropológico de Augé (2008) conforma la idea parcialmente materializada de la relación que los sujetos mantienen con el espacio y los semejantes (y no tanto) que lo habitan, en cuanto constructo simbólico de las relaciones sociales imbricadas en la articulación de la identidad7. Por oposición, un no lugar es “un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico” (p. 83). Como producto de la sobremodernidad, no conforma un lugar antropológico y, por ende, no refiere a la cita histórica de los lugares “patrimoniales”. Muy por el contrario, los no lugares abarcan aquellos espacios donde destaca la transitoriedad del territorio (hoteles, aeropuertos, carreteras, etcétera), articulándose entre los itinerarios de quien va de un lugar a otro, en una suma de lugares que produce la negación de los mismos: el sujeto, finalmente, deviene espectador más que actor del lugar. En consecuencia, los no lugares se definen como espacios de anonimato y soledad, donde el sujeto ya no se construye en su relación con la sociedad y la memoria, sino a partir de una relación contractual de usuario con el espacio. Finalmente, este “no crea identidad singular ni relación, sino soledad y similitud” (p. 107), inhibiendo el paso de la historia, con tal de conformar una sensación de presente constante entre los movimientos y tránsitos.

Asociando la práctica de consumo con la espacialidad de no lugar, según la definición de Augé (2008), se difumina el mismo sentido de la territorialidad, en tanto el ejercicio de identificación de este grupo deja de estar asociado a un territorio o grupo organizado, y ahora funciona, por el contrario, como una entidad efímera, diluida y evanescente (Rodríguez, 2008, p. 3). La identidad, entonces, se adscribe, no desde el territorio, sino desde un sentido de pertenencia construido a partir de un núcleo de símbolos y representaciones sociales compartidos, y, por lo mismo, con una orientación común a la acción.

Por ello, Perillán (2020) contempla el carácter desterritorializado de las juventudes otakus, en la medida en que las relaciones y formas de asociativismo social de este grupo se constituyen eminentemente desde el cuerpo del sujeto, en cuanto espacio (territorio) donde se desarrolla su actividad (en este caso, de consumo, de búsqueda por el placer en su sentido cuasi hedonista). De este modo, las formas de participación que promueven los otakus difieren completamente de aquellas de carácter ciudadano (más ideológico) que se desarrollan en el espacio público; muy por el contrario, el otaku manifestará una forma de participación grupal anclada en el consumo, la cual no requiere de los espacios públicos y, por ende, tiende a concentrarse en espacios cerrados y privados. Así, en definitiva:

La relación que ambos tipos de participación construyen con el espacio será diferente, puesto que mientras la participación ciudadana tendrá un carácter territorial, en el sentido de que hay una identificación con un territorio, sea céntrico o periférico, la participación de consumo puede tener un carácter desterritorializado; no se asociará necesariamente a un espacio, sino que será más bien nómada en el sentido del circo, es decir, que necesita de un espacio, pero este puede ser cualquiera que cumpla con sus necesidades. (Perillán, 2020, p. 95)

No es raro, en este sentido, que las juventudes otakus contemplen una ruptura con los valores de la modernidad y una pérdida de los referentes hegemónicos de una cultura institucionalizada por las estructuras dominantes, desplazando la construcción de su identidad hacia otros modelos, en este caso, los personajes de las series de animé y manga que ofrece el mercado japonés, entre quienes distinguen problemáticas similares a las propias y de quienes rescatan sus valores morales y éticos de comportamiento. Entre el auge del neoliberalismo y la promoción del consumo, los alcances de la globalización que permiten el acceso a producciones como las series japonesas, y —aunque no haya profundizado en ellas como tales— las políticas del olvido que movilizaron el marco cultural de Chile durante los años noventa y mediados de la primera década de los dos mil, en términos de una censura y blanqueamiento del relato histórico de la dictadura (Richard, 2001), las juventudes otakus construyen su referente ideológico distanciándose de los valores de una modernidad occidental, y acercándose cada vez más a los valores orientales del animé con los que articulan su propio marco ideológico para interpretar su realidad cercana.

Donoso (2017) hace un estudio sobre esto, en el que señala que los protocolos perceptivos de Occidente difieren bastante de los valores estéticos de la producción japonesa, entendidos en la forma en que construyen tanto la imagen como a los personajes. Así, los jóvenes tienden a identificarse con estos valores orientales al momento de consumir las series y mangas, buscando vincularse con un personaje o sujeto del cual establecen una lectura simbólica. Por un lado, el otaku buscará una identificación con los valores propios de las sociedades orientales, en oposición a aquellos que imperan desde Occidente, a partir de los cuales articulan los ejes de socialización; esto pasa por temas morales y hasta espirituales sobre la construcción de identidad y respeto hacia el ser humano. Por otro lado, se evidenciará una conexión con los atributos de los personajes, ya sean de series, artistas o grupos musicales:

Los valores, que son encarnados por estos personajes, son una vía para suplir una carencia presente en el mundo real y reafirmar una identidad en oposición a los valores imperantes por el mercado. Los valores corresponden al objeto de deseo del sujeto que se define en torno a él. (Donoso, 2017, p. 608)

Finalmente, es aquí donde radica la importancia del giro espacial que contempla la referencialidad política del animé. Según he planteado, como consecuencia de la globalización, el neoliberalismo y las políticas del olvido, el espacio de desarrollo y construcción identitaria del otaku es el espacio del no lugar de Augé (entendido sobre todo en términos simbólicos), en tanto se recluye hacia el espacio privado (cerrado), desde el cual no hay una construcción directa por interacciones sociales, no hay un proceso de identificación con el pasado histórico, pero sí hay un proceso desterritorializado de participación social. Ante esta carencia, el otaku construye sus patrones de comportamiento moral y ético a partir de los valores aprendidos (o aprehendidos) desde la misma práctica de consumo de estas series, vinculando su experiencia personal con la experiencia mostrada (narrada, descrita) de algún personaje (usualmente, de los protagonistas)8.

Por eso, llama la atención la construcción del referente propio del animé en la revuelta social. Como parte del lenguaje festivo de esta, el joven otaku vuelca toda su experiencia personal como consumidor de las series hacia el espacio público, en una reivindicación y reinterpretación del espacio vivido desde las series de animé que tensionan la relación con el espacio percibido. En algún punto, el animé comienza a ser, efectivamente, un marco referencial para interpretar, social y políticamente, la realidad latinoamericana, y es esa interpretación la que se vuelca sobre los muros y calles de la ciudad; ante la pérdida de los referentes, no es raro que los manifestantes se autoidentifiquen con los protagonistas de las series, mientras apuntan al Estado como al “enemigo”.

DE LA ESPACIALIDAD DE LA PROTESTA: CONTRANARRATIVAS URBANAS

Es ese punto de inflexión, ese vuelco o ese desplazamiento del animé desde su consumo en el espacio privado hasta su articulación como parte del lenguaje festivo durante la ocupación de la plaza en el espacio público de la ciudad, lo que viene a confrontar la mirada institucionalizada que define la identidad y la cultura, proponiendo una mirada distinta respecto a los modos de socialidad en Latinoamérica. Y debido a este vuelco, a esta acción sobre el espacio urbano, toma importancia la teorización sobre la espacialidad, sobre todo para comprender dicha dimensión —es decir, el espacio— como un producto cultural (Lefebvre, 2013) que nace de las interrelaciones, de la multiplicidad y de un constante devenir (Massey, 2005). Aspecto no menor, por cuanto la dimensión espacial confrontaría la mirada —moderna, occidental— que se apoya sobre la temporalidad de la diferencia; en oposición, para Massey (2005), la diferencia puede percibirse desde la simultaneidad y contemporaneidad respecto a un determinado “lugar”, y las relaciones de poder (político, económico) que se establecen entre sujetos y lugares. En otras palabras, su propuesta busca un reconocimiento político de la diferencia, entendida más como un lugar que como una secuencia.

Este reconocimiento de la diferencia como simultaneidad es la que ayuda a comprender, justamente, el tipo de relaciones que producen y se reproducen en y desde el espacio urbano. Los tres niveles que contempla Lefebvre (2013) en la producción social del espacio son claves en este sentido: el espacio percibido (modos de ocupación y apropiación a partir de los flujos capitalistas de la ciudad), el espacio concebido (la mirada de los expertos, en cuanto generación de los modos de vida) y el espacio vivido (cargas simbólicas que elabora el sujeto respecto a las prácticas que desarrolla en un lugar específico, de donde deviene el concepto de territorialidad) entran en pugna al momento en que la sociedad cae en crisis, como formas de resistencia que pueden venir tanto de las subalternidades como de los marcos hegemónicos.

Sobre esto, Lefebvre (2013) plantea una crítica a lo urbano, por cuanto el espacio percibido pretende reducir lo vivido a lo visible, como una forma de ilusión de transparencia que borronea lo “planificado” como algo natural. La protesta social, urbana en este caso, vendría de la mano de la reivindicación del espacio vivido, releído por Soja (1997) como el espacio de representación (convergencia entre lo histórico y lo social, que contempla la construcción de la memoria), desde el cual se asume la diferencia que se articula a nivel espacial y/o cultural (desde una mirada decolonial e incluso feminista). Por consiguiente, lo que se reclama desde este nivel del espacio es lo que Lefebvre entiende como el derecho a la ciudad, reinterpretado por Harvey (2012) como el “derecho de los desposeídos a su ciudad, su derecho a cambiar el mundo, a cambiar la vida y a reinventar la ciudad de acuerdo con sus propios deseos” (pp. 43-44).

De ahí la naturaleza posidentitaria de la protesta contemporánea que caracteriza la participación del otaku. Siendo el espacio percibido (o práctica espacial, en términos de Soja) la dimensión donde se articula una mirada institucionalizada de la memoria y la identidad a partir de la planificación urbana (donde entran monumentos y patrimonios culturales), el vuelco hacia (o por) el espacio vivido aparece desde la pasión triste que define Reguillo (2017), como una reivindicación de los cuerpos afectados que son capaces de nombrar e identificar su afección. El sujeto se reconoce dentro de una multitud que interrumpe la maquinaria de los poderes propietarios y, desde el deseo, establece la ocupación de la plaza pública.

Lo interesante de ver la revuelta social desde la lógica del espacio de representación de Soja (1997) es que en ella se articula una socialidad a la vez histórica y social del espacio, porque confluyen tanto la memoria como nuevas formas de relacionarse en la sociedad. Por tanto, se abre paso a nuevas significaciones del paisaje urbano como soporte de la denuncia, momento en que los muros se tornan lienzos para las intervenciones urbanas que vienen a espacializar la memoria y el reclamo de hartazgo presente en la revuelta social, aspecto en el que me adentraré más adelante. Antes de eso, creo oportuno esclarecer que el carácter intersticial que toma la plaza ocupada durante la protesta social deviene, a mi parecer, de un movimiento que desplaza las significaciones del espacio desde el no lugar (Augé, 2008) a la heterotopía (Foucault, 1967/2017).

Si bien el concepto del no lugar de Augé (2008) ya fue definido como el espacio en que se desenvuelve el otaku como grupo social, creo importante considerar esta definición al pensar en la Plaza Dignidad como el epicentro de la revuelta social. Antes de ser rebautizada, la Plaza Italia se comportaba menos como plaza que como una rotonda liminal entre Santiago Centro y Providencia; por ende, más allá de destacar el carácter segregador que tiene como frontera de clases sociales en la ciudad, la rotonda comporta el carácter transitorio del no lugar, donde el tránsito establece la condición contractual del sujeto que deviene en usuario de la ciudad, descargando al espacio de la historicidad y de las relaciones sociales. La ausencia de la estatua del general Baquedano es reveladora en este sentido, pues el proceso de desmonumentalización refiere justamente a esta falta de la carga histórica, en tanto la acción estatal elimina la condición mnémica del espacio y devuelve la rotonda a su sentido transitorio.

Y digo “devuelve”, pues, como mencioné anteriormente, la protesta social se puede entender bajo el concepto de la heterotopía. Si el espacio se entiende por los emplazamientos (o itinerarios, o desplazamientos, o interrelaciones, etcétera), la heterotopía configura lo que Foucault (1967/2017) define como un contraemplazamiento ubicado en la institucionalidad de la sociedad real, respecto al cual los otros emplazamientos se representan, contestan o invierten. En otras palabras, la heterotopía foucaultiana se concibe como un modo de lectura para aquellos espacios heterogéneos, cuya lógica de funcionamiento difiere del flujo institucional ordinario. A partir de una serie de principios (seis en total), las heterotopías pueden encontrarse en diferentes lugares debido al tipo de relación y organización que se produce en ellos, sean estos colegios, psiquiátricos, museos, cementerios o iglesias. Lo importante es que estos se definen a partir del concepto de emplazamiento, según lo explica el autor: “En nuestros días, el emplazamiento sustituye al entendimiento que, a su vez, reemplazaba la localización. El emplazamiento está definido por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos; formalmente, se los puede describir como series, árboles, tramas” (p. 8).

De este modo, la revuelta social, al ocupar (tomarse) el centro urbano, adquiere un sentido de heterotopía de desviación. Así se evidencia como un espacio que, como bien dice la palabra, desvía la norma exigida por el flujo “natural” (capitalista) de la ciudad, transformando el paisaje urbano en sus sentidos y significaciones a partir de un reclamo por el derecho a la ciudad de los desplazados y marginados.

En consecuencia, mediante la revuelta social, se produce un reclamo por recuperar la palabra y, por cierto, recuperar —o más bien, re-ocupar— el espacio urbano, en un gesto que confronta sus significaciones a partir del movimiento pendular entre lo hegemónico (lo transitorio del no lugar) y lo contrahegemónico (la heterotopía de la revuelta). Es en este movimiento donde veo aparecer la intervención gráfica y visual del rayado como expresión y reclamo de la memoria social, en cuanto articulación de un tercer espacio, intersticial por la convergencia tensionada de la temporalidad en el espacio (al decir de Reguillo), que confluyen en su misma textualidad. Y declaro intersticial, sobre todo, pues la intervención urbana se puede ubicar no solo físicamente en el espacio fronterizo y liminal del muro, sino también simbólicamente, por cuanto está “en medio” del movimiento del no lugar a la heterotopía: espacio donde se reproducen las relaciones sociales y la memoria, pero también espacio del anonimato donde, si bien detiene el flujo y tránsito del usuario urbano, no lo interrumpe en lo más mínimo. El carácter intersticial de la intervención urbana, tal como el carácter intermedio de la plaza ocupada, viene a dialogar y/o discutir tanto con el espacio como con el tiempo en la construcción de una nueva identidad social y contrahegemónica.

Por ello, las intervenciones murales toman un lugar importante en el espacio intersticial de la plaza ocupada, en la medida que condensan, tanto temática como estéticamente hablando, el reclamo y la denuncia de hartazgo contra el sistema. El grafiti, en este contexto, operaría desde una voz a la vez anónima y colectiva que refuerza su sentido de ilegalidad frente a la norma y el orden del diseño urbano, volcando el espacio vivido (de representación) sobre el percibido (práctica espacial):

Los graffitis que operan autorreferencialmente nombrándose a sí mismos o la práctica graffitera en general escanden cada tanto las ciudades de modo de no olvidar que lo que nombran es, como sostuve antes, el enrarecimiento del artefacto urbano o la inadecuación a una norma que en cierto sentido no da cobijo o amparo, que deja afuera de la realidad urbana. (Kozak, 2008, p. 36)

El grafiti es, en última instancia, el lenguaje de los desplazados en el espacio urbano y, por ende, conforma parte importante del lenguaje festivo de la protesta social que describe Reguillo (2017). Su mensaje opera, al menos en Latinoamérica, de modo que hace referencia a su ilegalidad para denostar un descontento dentro de la ciudad; proliferan desde la década de 1980 una serie de inscripciones de leyenda ingeniosa (satíricos, irónicos, lúdicos). Entre estos, se encuentran las “pintadas” políticas que mantienen un cierto carácter clandestino e ilegal, pero que, finalmente, terminan por ser parte del paisaje urbano latinoamericano. Como bien explica Kozak (2008), estos grafitis políticos destacan por ser mensajes anónimos que inscriben en los muros algún reclamo, ya sea apoyando o denostando a los partidos oficialistas. Así, “la presencia de la pintada política partidaria ha sido muy fuerte en Latinoamérica y ha acompañado gran parte de sus procesos políticos y sociales” (p. 38).

Figura 4 Figura 5

Mural en la vereda sur de la Alameda Base del monumento a Baquedano, Plaza Dignidad

En general, desde las intervenciones urbanas se crea todo un paisaje que recupera las voces de los desposeídos, en un desfile de cuerpos que convergen en un mismo deseo de cambio, a partir de una estética que congrega la diferencia de la otredad que se opone al lenguaje homogeneizador de la modernidad occidental. Por ello, el rescate de una estética que recupera el relato de identidad champurrea y ch’ixi, evidenciando el carácter barroco, mestizo y jaspeado que nace en la movilización, enfrentando la institucionalidad blanquecina que se dispuso en los discursos coloniales (Quezada Vásquez & Alvarado Lincopi, 2020, p. 9). Y desde ella se construye el mensaje de denuncia y reclamo por la recuperación de una memoria elidida y censurada, como se observa en las figuras 4 y 5.

EL GIRO ESPACIAL DEL ANIMÉ: DEL CONSUMO AL USO POLÍTICO-SOCIAL

Es justamente en este extenso marco conceptual donde vemos aparecer la referencialidad a las series de animé y manga de la cultura japonesa para la construcción de mensajes de denuncia y reclamo político. Su adscripción e inscripción en el espacio público podría responder, fácilmente, a la articulación propia del lenguaje festivo que compone la protesta contemporánea, en cuanto espacio donde caben todos los reclamos desde todas las voces posibles. Sin embargo, sostengo que en la forma de construcción del referente no se aprecia únicamente un acto lúdico y creativo para articular el mensaje, sino que dentro de lo que he denominado el giro espacial del animé se producen una serie de relaciones, tanto sociales como espaciales, según lo anteriormente visto, que influyen en la construcción identitaria de una comunidad de jóvenes que estuvieron entre los protagonistas de la revuelta social de octubre. Lo que vemos aquí es, en otras palabras, un cambio en los referentes de valores e ideologías por parte de la juventud en general y de la comunidad otaku en particular, donde el animé y el manga son el marco de interpretación de la realidad, historia, cultura e identidad latinoamericanas.

Sobre esto puedo destacar, por ejemplo, el estudio realizado por Godínez et al. (2018) en Costa Rica, quienes proponen al animé como un recurso didáctico de pedagogía crítica para discutir temas de derechos humanos y empoderamiento con jóvenes de entre 14 y 17 años, considerando la fuerte influencia de la producción japonesa en el desarrollo de la cultura urbana a partir de la interacción entre mercado, globalización y el discurso presente en las series, como ya he mencionado. Así, el animé termina por redefinir la cultura de quienes lo observan, en términos de hábitos y conductas como la música, la alimentación, los valores, entre otros.

El estudio, en este caso, empleó la técnica del animé-foro (como una adaptación del cine-foro) para discutir temas de la cultura política a partir de ciertas premisas, por un lado, y el análisis de fragmentos de series de animé, principalmente del género shonen9, por otro. En ellas, tanto los jóvenes como los investigadores identificaron que hay una tendencia en estas series a establecer

la existencia de una institución o personaje que desea control absoluto, sea este bajo el título de gobernante, emperador e inclusive Dios. Por otro lado, existe una fuerza en la cual participa el protagonista, que se enfrenta a esta fuerza opresora y busca la salvación de su entorno. Por lo tanto, se dan conflictos entre hegemonía y contrahegemonía que se dan principalmente desde el uso de la fuerza hasta los enfrentamientos ideológicos. (Godínez et al., 2018, p. 10)

Desde esta premisa, el estudio contempla la importancia de asociar la realidad con la ficción como metodología crítica en la educación, donde el tema de la injusticia social y el poder del pueblo permite debatir sobre la contradicción de la justicia y los modos de participación de quienes no detentan el poder. En este contexto, el animé ofrece una exposición de eventos de agresión y violación a los derechos humanos por parte de un poder o ideología dominante, del cual los protagonistas se buscan liberar, pues “en todas las situaciones existe una fuerza con gran poder político y militar que ataca la integridad de un pueblo que no tiene los medios suficientes para defenderse” (Godínez et al., 2018, p. 11). Aparecen claros ejemplos, como la masacre de Ishbal en Fullmetal Alchemist: Brotherhood, pueblo aniquilado para fomentar una instrumentalización política de la muerte por parte del gobierno de Amestris. ¿No recuerda esto a las lecturas de la memoria sobre el pasado dictatorial de varios países latinoamericanos?

Asimismo, se observa la tendencia a presentar instituciones antagónicas y autoritarias que controlan o buscan controlar el mundo, como justificante para que el protagonista busque cambiarlo o como un obstáculo para conseguir sus sueños. Es el caso de, por ejemplo, el enfrentamiento constante que Monkey D. Luffy y sus nakamas10 sostienen con el Gobierno Mundial en One Piece (véase la figura 6), o la construcción del camino ninja que Naruto presenta en su pretensión de ser Hokage (equivalente al papel de presidente de la aldea), como se observa en la figura 7. En ambos casos, esta identificación del enemigo con la realidad sociopolítica del continente fue puesta en evidencia durante las revueltas sociales, tanto en Chile como en Perú y Bolivia.

Sobre esto último, cabe señalar el caso de la aparición de los llamados Akatsuki, en la saga de animé Naruto, organización casi terrorista cuyos miembros se desvinculan de la aldea a la que pertenecen tachando la insignia que recubre su cabeza. Tanto en Perú como en Chile se usó este referente, entendiendo que, si el presidente electo es el equivalente al Hokage, uno como manifestante opta por seguir el camino del Akatsuki, en una clara alusión que reivindica los desmanes que se generaron en las revueltas sociales. Además, algunos establecieron un juego de palabras con la creación del concepto ACABsuki, en una clara alusión al acrónimo ACAB (del inglés all cops are bastards, ‘todos los policías son bastardos’), como se observa en la figura 8.

Figura 6

“Si no arriesgas tu vida, no puedes crear un futuro”


Nota. Reproducido de “VIRAL: ‘Otakus’ se unen a las protestas en Chile”, 2019, El Siglo Coahuila (https://www.elsiglocoahuila.mx/coahuila/noticia/324442.viral-otakus-se-unen-a-las-protestas-en-chile.html).

Como se puede ver, esta misma vinculación entre la ficción del animé y la realidad latinoamericana se pone de manifiesto en las revueltas sociales de octubre del 2019, principalmente en los países de Chile, Perú y Bolivia, las cuales permitieron su desplazamiento espacial hacia el espacio público. Es una vinculación que nace tanto de la construcción de los personajes como de los valores que estos representan para el relato, tal como observa Herrera (2021) respecto a la serie Kimetsu no Yaiba. Según explica la autora, y tal como se aprecia en la ilustración de la figura 9, en estas revueltas se articuló el referente de cada país a partir de su realidad, tomando como emblema a cada uno de los personajes protagónicos de la serie. Así, se puede observar a los hermanos Tanjiro y Nezuko Kamado como emblemas de la lucha en Bolivia, por cuanto vincula su historia —la pérdida total de la familia ante el ataque de un poderoso demonio llamado Muzan, que deja una maldición que recorre las venas de la hermana menor— con la experiencia histórica del país altiplánico, caracterizada por una constante explotación, conquista y reconquista que lo ha dejado en la ruina. Sumado al alto nivel de población indígena de los dos países del norte, no es raro que esta historia haya impactado en la experiencia de estos jóvenes, puesto que Kimetsu no Yaiba se contextualiza en la era Taisho japonesa, periodo en que el país vivió un rápido cambio desde una cultura casi medieval hacia una industrialización acelerada, sobre todo en el ámbito armamentista.

Figura 7 Figura 8

“Ni Akatsuki le hizo tanto daño a Konoha ACABsuki
como el Congreso a nuestro país”

Nota. Figura 7, reproducida de “La revolución será otaku o no será”, 2020, RPP Noticias (https://rpp.pe/tecnologia/redes-sociales/marchas-la-revolucion-sera-otaku-o-no-sera-los-ingeniosos-carteles-de-anime-durante-protestas-ciudadanas-en-peru-manuel-merino-noticia-1304112?ref=rpp). Figura 8, reproducida de Otakus se unen a las protestas en Chile disfrazados como sus personajes preferidos, 2019, Mag. (https://mag.elcomercio.pe/virales/facebook-otakus-se-unen-a-las-protestas-en-chile-disfrazados-como-sus-personajes-preferidos-viral-video-fb-sebastian-pinera-nnda-nnrt-noticia/?ref=ecr).

El mismo proceso de identificación ocurre en Chile11, pero con características distintas a la vinculación cultural del país. En este caso, Herrera (2021) destaca las condiciones del Servicio Nacional de Menores (SENAME), organización encargada de los niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad, la cual se encontraba en una profunda crisis hacia el año 2019 (que, podemos afirmar, tampoco se ha resuelto del todo). Sobre esto, la autora habla de las constantes denuncias de abandono y maltratos que viven los menores de edad que llegan al SENAME, lo cual fue la piedra angular en las denuncias que se suscitaron para la revuelta de ese año. Por ello, ante la situación de abandono, no parece extraño que el referente de identidad y emblema del estallido haya estado en manos del personaje de Inosuke Hashibira, el más valiente e impulsivo del grupo protagonista de la serie. El personaje presenta también una vida de abandono (en este caso, en el bosque, donde se cría con jabalíes), lo cual ha dejado una huella en su forma de ser, ampliamente destructiva.

Figura 9

Ilustración de los personajes de Kimetsu no Yaiba apoyando las movilizaciones de Perú (Zenitsu), Bolivia (hermanos Kamado) y Chile (Inosuke)


Nota.
Reproducido de “Inosuke de Kimetsu no Yaiba protagonista de dibujos y pancartas de las protestas en Chile”, por C. Portilla, 2019, La Tercera (https://www.latercera.com/mouse/inosuke-kimetsu-no-yaiba-protagonista-dibujos-pancartas-las-protestas-chile/).

En palabras de Herrera (2021):

La identificación que produce es tremenda, sobre todo en estos chicos. El impulso de vivir es más fuerte que saber hasta qué punto son diferentes de los demás, volviéndose un símbolo de alguien que no se deja llevar por el sistema y que defiende ferozmente sus derechos cuando son vulnerados, sin por ello hacer discurso político, solo reacción furiosa. Es algo por demás curioso cómo inició esta tendencia. (p. 100)

Así, Inosuke, en su salvajismo, impulsividad y analfabetismo —una de las características del personaje es que no sabe leer, razón por la cual les cambia los nombres a sus compañeros, lo cual se aludía con pancartas como “Renuncia Piraña y Sándwich!”—, sumado a la distintiva máscara de jabalí que cubre su rostro, se tornaron símbolos de una juventud igualmente impulsiva que alzó la voz contra el sistema. Curiosamente, en la misma reflexión de Herrera (2021) se puede ver en concreto el carácter posidentitario y posideológico al que se refiere Reguillo (2017) sobre las protestas contemporáneas: la impronta de estos personajes, como el de Inosuke, no responde a un programa político, sino a una construcción de identidad que difiere de la mirada institucionalizada para remitir a la queja de hartazgo que ha producido un sistema injusto y desigual, siendo los jóvenes los primeros protagonistas en alzar la voz por medio de actos impulsivos como la evasión en el metro de Santiago, o el enfrentamiento con fuerzas especiales por medio del uso de máscaras (en este caso, las capuchas), con las cuales ocultaban el rostro, de la misma manera que el personaje de la serie de Kimetsu no Yaiba.

En consecuencia, podemos ver que, desde su articulación como parte del lenguaje festivo de la protesta, la referencia al animé constituye un marco de interpretación de la realidad sociopolítica de Latinoamérica. Por un lado, porta en sí mismo el carácter posidentitario y posideológico de la revuelta contemporánea, en la medida que tensiona los discursos institucionalizados de la memoria y la identidad por medio de procesos de identificación de la afección que congrega al grupo social en la calle. Es un fenómeno que ocurre incluso del modo más simple y básico, pero cargado del componente de valores éticos y morales que acompaña a los personajes de todas las series; así, el simbolismo del que se carga la imagen de Shingeki no Kyojin vista en los muros de Santiago pasa por, tal como ocurre en la serie, identificar al enemigo y destruir los muros que obstruyen un camino hacia la libertad.

La clave de esto último radicaría en las diferentes resonancias que las narrativas del animé comienzan a convocar con respecto a una pasión compartida por los miembros de una generación y clase social oprimida por un sistema injusto y desigual. Así, el sentimiento de orfandad —en términos de abandono por parte de la patria/padre, lo cual se comparte en la producción literaria y artística de los noventa y principios de los dos mil en el país–, junto con el predominio de la lucha colectiva por sobre el bien individual, ambos patrones constantes en las narrativas del shonen, terminan por convocar(se) en las afecciones y pasiones que desatan la revuelta social del 2019. De este modo, es el carácter afectivo de estas resonancias entre una experiencia colectiva y el relato que aparece en estas producciones lo que permite el vínculo necesario para su resignificación política en la protesta, el punto de inflexión que generaría el desplazamiento hacia la articulación de un lenguaje de denuncia desde la cultura pop.

En este sentido, la aparición del referente de Shingeki no Kyojin tomaría una importancia mayor, en la medida que desde allí se construyen dos simbolismos que destacan por su cercanía con la realidad sociopolítica del país, más allá de los principios básicos de la orfandad y la lucha colectiva. En primer lugar, estaría la impronta del muro que encierra a los protagonistas y, en segundo lugar, la amenaza de muerte que significa la presencia de los titanes desde afuera; ambos componentes significan una opresión y supresión de los sueños de libertad de los protagonistas —recordemos que tanto Eren como Armin tienen el sueño de salir al mundo para conocer el mar—, aunque no por ello deja de ser un incentivo a la lucha, según se vio en la intervención mural antes mencionada. El mismo concepto de las alas de la libertad que destacan en la insignia de la Legión del Reconocimiento es bastante indicativo al respecto.

Figura 10

Escena del manga de Shingeki no Kyojin

Figura 11

“No son $30, son 30 años”


Nota. Reproducido de “Que veinte años no es nada”, por F. Ávila Illanes, 2021, La Ventana Ciudadana (https://laventanaciudadana.cl/que-veinte-anos-no-es-nada/).

Por otro lado, y ya considerando el clímax de la serie (alerta de spoiler para quien no esté al día), tenemos la impronta que significa el llamado retumbar, aquel llamado de Eren para, por medio del poder del titán fundador, destruir y matar al resto del mundo por el perjuicio causado a los herederos del pueblo de Ymir. Este es quizá uno de los puntos más criticados del relato de Shingeki no Kyojin, porque para muchos es una apología de los genocidios fascistas que reclaman una supremacía racial (lo cual tampoco está del todo errado por los referentes que construyen la imagen de los llamados jaegeristas). No obstante, el proceso de apropiación y resignificación al cual me refiero estaría dado justamente por esa descontextualización del referente que asocia el episodio a la realidad local: así como el retumbar es convocado por la acumulación de 2000 años de rencor desde que se crea al primer titán (véase la figura 10), el estallido —mismo sentido de explosivo— se convocaría por una acumulación de 30 años de hartazgo. Como bien concluía la consigna de la figura 11, no fueron 30 pesos, fueron 30 años.

Es curioso que ese mismo sentido de lucha se presente también en otras series como Naruto o One Piece, en la medida que es el componente de la libertad lo que moviliza la acción de los protagonistas. Es, como he mencionado anteriormente, este tipo de resonancias entre las narrativas del animé y las pasiones de la protesta las que movilizan el desplazamiento de estos referentes hacia su aparición en la escena de la protesta urbana, como bien se evidenció en las revueltas del 2019.

Dicho desplazamiento, finalmente, revela su importancia si lo entendemos desde una lógica espacial. El animé, como he planteado, toma un vuelco que lo lleva desde su consumo en el espacio privado, donde podemos observar una construcción de identidad de los jóvenes a partir de una noción simbólica del no lugar, hacia su referencialidad política en los muros y calles de la ciudad. En otros términos, podemos plantear que aquí se produce un vuelco del espacio de representación sobre las prácticas espaciales, o un vuelco del espacio vivido sobre el espacio percibido, donde una articulación distinta (recordemos la importancia de la diferencia) construye e interpreta la realidad latinoamericana a partir de una experiencia particular que es común a gran parte de la juventud actual. Un desplazamiento en cuyo punto de inflexión reconozco la articulación del espacio intermedio o intersticial definido por Reguillo (2017). En este punto se plantea una manera distinta de pensar la socialidad, en pos de, quizá, construir una nueva sociabilidad. Identificarnos con los valores que promueven las narrativas de las series de animé puede desembocar, finalmente, en una forma política de articular ese “qué queremos ser” de nuestra identidad latinoamericana, como una clara desviación y distanciamiento de los parámetros occidentales de la modernidad capitalista. Solo resta saber escuchar, ver o leer qué es lo que tienen para ofrecernos estas narrativas desde Oriente.

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1 Como aclaración, el presente ensayo fue escrito hacia finales del año 2021, momento en que el cargo presidencial era disputado por los candidatos José Antonio Kast (Partido Republicano) y Gabriel Boric (Convergencia Social); este último ganó las elecciones en diciembre de ese año.

2 Serie de acción y fantasía oscura creada por el mangaka Hajime Isayama en el 2009. La adaptación a serie televisiva (animé) inició en el 2013 por parte de Wit Studio, y será finalizada en el 2023 con la emisión de la tercera y última parte de la cuarta temporada en manos de Estudios Mappa.

3 Ambas diputadas del Partido Humanista y de Convergencia Social, respectivamente.

4 Es oportuno referir la distinción que Reguillo (2017, p. 65) establece respecto a los procesos de socialidad y sociabilidad. El primero contempla la forma de hacer la sociedad en términos de organización (proceso comunicativo), mientras que el segundo corresponde al proceso de estructuración institucional de la sociedad (proceso político). Aquí, si bien el segundo requiere del primero, este no necesariamente requiere del segundo.

5 El concepto de otaku significa, en el japonés original, “fanático de”; así, uno puede ser otaku del cine, de la cocina, de los videojuegos, de los libros, etcétera; en consecuencia, el concepto deviene en un término peyorativo en Japón para referirse a una serie de “inadaptados sociales” que construyen su vida alejados de la sociedad a partir de las prácticas del consumo. Posteriormente, el término llega a Occidente, donde es reinterpretado para identificar a todo aquel que sea fanático de la cultura japonesa (y coreana, a veces), lo cual se lleva con bastante orgullo. De este modo, cabe destacar la distinción entre el término peyorativo del otaku, y el sujeto o grupo social que se identifica como tal (Perillán, 2020).

6 Como aclaración, el estudio de Perillán (2020) se contextualiza entre los años 2000 y 2007, aproximadamente.

7 Asimismo, es por medio de estos desplazamientos e itinerarios de los sujetos que se revela el carácter mnémico del lugar; por tanto, “se crean las condiciones de una memoria que se vincula con ciertos lugares y contribuye a reforzar su carácter sagrado” (Augé, 2008, p. 65), articulando el sentido de pertenencia mediante el reconocimiento de la colectividad y la rememoración de celebridades precedentes (monumentalización y patrimonialización). En este sentido, la plaza pública es un lugar antropológico por excelencia.

8 En este punto me gustaría retomar los alcances que tanto el concepto de la orfandad como la concepción del bien colectivo que se promueven desde las narrativas del animé, sobre todo en los géneros del shonen, tienen con un cierto sentir que se puso de manifiesto en la protesta del 2019, según destaca Bernechea (2020). No obstante, esto, que bien se puede proponer como un proceso de identificación social anclado en los contextos de la globalización que debilita otras dinámicas más idiosincráticas para apoyar sentidos de pertenencia desde el consumo (Bonilla & Martínez, 2022), he preferido desarrollarlo en otro estudio donde destaco el carácter afectivo-territorial de la movilización social, desde el cual emanan las resonancias entre la experiencia sociopolítica local y las narrativas del animé.

9 Si bien no logré encontrar algún artículo, tesis o ensayo que definiera esto con rigor, el conocimiento general de los otakus comprende que el género shonen corresponde a una clasificación demográfica del manga y del animé, que refiere a las producciones enfocadas específicamente en un público masculino adolescente, siendo uno de los más consumidos en Latinoamérica con series como Dragon Ball, Naruto o Fullmetal Alchemist. Otras clasificaciones al respecto podrían ser las series kodomo (para niños y niñas), shojo (para mujeres adolescentes), seinen (para hombres adultos) y josei (para mujeres adultas).

10 En sentido literal, se refiere a los colegas o compañeros de tripulación, pero en el caso de esta serie en particular obtiene un sentido mucho más profundo desde un nivel afectivo.

11 He decidido no considerar lo que ocurre en el caso de Perú, solo porque existe una cierta ambigüedad al respecto. Como bien se puede observar en la ilustración, el emblema correspondería al personaje de Zenitsu Agatsuma, pero la autora afirma que por otros medios se vincula la protesta de Perú con el personaje de Tanjiro Kamado. Ante la falta de claridad, prefiero omitir esta parte para priorizar a los otros dos países.