El comunicador en su laberinto.
Un enfoque desde la realidad vívida
Juan José Vega Miranda*
https://orcid.org/0009-0007-2093-511X
Recibido: 20 de septiembre del 2023 / Aceptado: 4 de octubre del 2023
doi: https://doi.org/10.26439/comunica360.2023.n1.6812
RESUMEN. El presente ensayo resalta la importancia de la comunicación para el desarrollo, la práctica en campo y cómo esta puede ser utilizada para lograr un cambio social. Además, subraya la importancia de conectar la academia con la realidad y demuestra, a través de experiencias vivenciales, cómo manejar los aportes conceptuales y tecnológicos para alcanzar resultados relevantes.
PALABRAS CLAVE: comunicación / desarrollo / cambio social / experiencia / participación
THE COMMUNICATOR IN THEIR LABYRINTH. AN APPROACH
FROM VIVID REALITY
ABSTRACT. This essay highlights the importance of communication for development and field practice and how both can achieve social change. Furthermore, it underscores the significance of bridging the gap between academia and reality and demonstrates, through experiential learning, how to apply conceptual and technological contributions to achieve relevant outcomes.
KEYWORDS: communication / development / social change / experience / participation
* Juan José Vega es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Lima y tiene estudios de maestría de Gerencia Social en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En un primer momento se desempeñó como periodista en diversos medios y luego tuvo una larga trayectoria liderando proyectos de comunicación y cambio social en programas de cooperación internacional. Recientemente publicó —con el auspicio de USAID— el libro Cacao, árbol de vida, que narra la historia del cacao y el chocolate en el Perú (1995-2022). También se encuentra escribiendo una novela sobre el tema de la coca y el desarrollo local, sobre la base de su experiencia de trabajo en zonas de la selva peruana. Actualmente, es director del proyecto "Comunicación y lectura social para la vida lícita".
O COMUNICADOR EM SEU LABIRINTO. UMA ABORDAGEM A PARTIR
DA REALIDADE VÍVIDA
RESUMO. O presente ensaio destaca a importância da comunicação para o desenvolvimento, a prática de campo e como ela pode ser usada para alcançar uma mudança social. Além disso, enfatiza a importância de conectar a academia com a realidade e demonstra, por meio de experiências vivenciais, como lidar com contribuições conceituais e tecnológicas para obter resultados relevantes.
PALAVRAS-CHAVE: comunicação / desenvolvimento / mudança social / experiência / participação
INTRODUCCIÓN
Recreamos el título de la novela de Gabriel García Márquez sobre Simón Bolívar (El general en su laberinto), para enmarcar algunos de los conceptos y referencias de esta nota. Hace unos cuarenta años que estoy vinculado a la comunicación para el desarrollo, hoy definida como comunicación para el cambio social. Le ajusta mejor esta última denominación, se siente como más fresca, más de campo y menos de escritorio. Estas líneas que entrego para Comunica360, una interesante iniciativa de la Universidad de Lima, mi universidad, las escribo desde una perspectiva vivencial y no tanto académica. Además, dudo de que pudiera asumirla desde la academia, seguro me faltaría conocimiento para hacerlo. Debo decir también que el hecho de que marque alguna distancia con la academia —muy pegada a las aulas y muros universitarios, según mi criterio— no significa que no respete y valore su aporte, ni mucho menos. Varios de mis mejores amigos están dedicados con excelencia a ella y disfruto muchas veces con la teoría y conceptualización que enriquecen el tema comunicativo. Pero, en esencia, lo mío es la implementación de la comunicación en el campo, y el intento de manejar, con cierta solvencia, los aportes conceptuales —y ahora también tecnológicos— que acompañan un quehacer tan gratificante.
Siempre recuerdo con calidez las anécdotas que aparecen en el camino, como señalética de una ruta que encuentra, en lo comunicativo, las alertas sobre curvas peligrosas, cuestas arriba o animales en la ruta. En esa línea de reflexión, recuerdo que, en la década de los ochenta del siglo pasado, me encontraba en el norte del país apoyando a algún proyecto de planificación familiar en campañas realizadas en asentamientos humanos de Sullana. Se trataba de sensibilizar a padres y madres sobre la importancia de usar condón como un método seguro y, además, de doble propósito: prevenir embarazos y enfermedades de transmisión sexual. Luego de la parafernalia del caso (fotos con directivos, cooperantes y beneficiarios), me quedé unas buenas horas conversando con algunos pobladores, entre ellos Nico, el promotor líder de esa actividad. Luego de un par de cervezas, Nico —unos cuarenta y pico de años y muy entusiasta— comienza a resaltar aspectos de su trabajo, destacando la nobleza de la intervención. Al cabo de un rato de escucharlo, digo, como preguntando, y esperando una obvia respuesta afirmativa: “Imagino que usted usa condón”. No, no lo usaba. Bueno, mi rostro debió ser un poco expresivo, porque rápidamente complementó, con la sabiduría de una vida azarosa: “Es que, joven, con condón no se siente el amor”. Fue rotundo al expresarlo, y alrededor de él, un danzante placer parecía expresar la complejidad de un comportamiento.
Luego vino a mi mente la imagen de los promotores que, en el Alto Huallaga, entregaban su tiempo a convencer a los agricultores, que ahora sembraban cacao o café, de que no resembrasen coca. Eran cinco los jóvenes que bregaban por ello. La responsable del programa de desarrollo alternativo los miraba y su rostro parecía iluminado por la actitud heroica de los muchachos y muchachas. Cuando indagamos, ya solos y en empatía plena, sobre si alguno de ellos tenía algo de coca en sus parcelas, cuatro de ellos asintieron. “Pero solo un poco nomás, la caja chica, jefe, platita para vivir mejor”. En el mar de Máncora, un proyecto convenció a los pescadores —al menos a sus dirigentes— de no botar residuos sólidos (especialmente plásticos) en las aguas del Pacífico. Por supuesto, en sus discursos, los líderes comentaban lo grave que era ello para el ambiente; en el muelle, los pescadores y sus raídas redes parecían sonreír. Ya fuera de las cámaras, en un encuentro más informal, los dirigentes cedían: “Mire, lo que se echa al mar, se va a altamar y desaparece para siempre”. El mundo de la comunicación, en ese sentido, se torna transversal, confuso y hasta atrevido.
Academia y realidad: el costo de una distancia excesiva
El título de este acápite puede resultar exagerado y hasta un poco injusto con la equidad. Pero allá vamos, y recordamos aquellos parajes en los que los años recorridos se fueron estrellando con los destellos que provenían desde la academia. La experiencia es una maravilla formativa que siempre aportará a la excelencia. Pero, vamos, no siempre conduce a ella o se afirma en la eficiencia. Conocemos historias de viejos comunicadores, curtidos y recorridos, que se quedan anclados en las profundidades de la nada o del desvarío. En todo caso, lo cierto es que la conceptualización proveniente desde simientes académicas está a veces demasiado alejada de la realidad o de la propia comunicación que se quiere formatear o moldear. Son como orillas opuestas de un río caudaloso, una tan lejos de la otra, que ni siquiera se pueden ver, ni sentir y menos abrazar. Nosotros mismos, con estas líneas, parecemos haber caído en tierra pantanosa, quien sabe por querer explicar lo que no se puede entender o porque nos falta esa sabiduría que encontramos, con poca sutileza, en expresiones como la del promotor Nico, aquel de “No se siente el amor”.
La autocrítica es algo que nos falta a los comunicadores, y en mucho. Somos como vasallos, porque decimos: “es que los jefes o líderes no nos dejan actuar”, pero estamos en ocasiones en primera fila para sugerir tonterías o alinearnos con un rol comunicativo mutilado, aburrido y activista. Nos convertimos en encomenderos (llevando banderolas por doquier), en difusores inútiles (colocando mensajes en medio de la tormenta) o en estrategas de lo micro (pensando que tenemos a tiro de piedra lo relevante, cuando apenas si percibimos lo esencial). Es como si nos resistiéramos a actuar como estrategas. Y no estoy diciendo que se trate de verbalizar el concepto de comunicación estratégica, muy manoseado, además, sino de actuar como verdaderos estrategas en todo lo que vamos haciendo. Una analogía que me gusta utilizar, cuando tengo opción de conversar desde una perspectiva formativa, es la que propone que el comunicador debe ser, fundamentalmente, un estratega, como lo es el ajedrecista, que guarda en su mente, mientras se juega la vida en cada partida, cuatro, cinco o más jugadas que tendrían que darse para poner en jaque a su oponente.
El comunicador tiene que ser un estratega
El comunicador estratega debe ser un tipo criterioso, astuto, empático con todo actor que se cruce en los diversos escenarios. Mi experiencia me ha llevado a recorrer el país, tanto en mis primeros años de periodista como en las siguientes etapas de mi vida. Puedo decir que conozco bien el Perú —que sería lo primero que debería hacer un comunicador para el cambio— y que un aprendizaje indispensable es saber comunicarse con la gente. Es curioso: muchas veces he percibido que los comunicadores no establecen una relación muy directa con sus interlocutores. Creo que es indispensable hacerlo y para ello hay que tener una especial dosis de informalidad y cercanía. Estacionarse un día soleado en una precaria bodeguita, en algún centro poblado, por ejemplo, en Monzón, cuando era un valle muy cocalero, hace que uno conecte, quizá no al principio, pero sí luego de que los primeros curiosos vean que también se tiene la capacidad de someterse a los designios de nuestros interlocutores. Una buena conversa, ida y vuelta, ayuda muchísimo a provocar un encuentro mucho más sentido con nuestro público. Y entonces la comunicación fluye con profundidad y se obtiene información muy valiosa, quién sabe mejor que la que uno halla con cuestionarios muy elaborados. Para mí, ese encuentro en la bodeguita del pueblo resultó una auténtica indagación sobre cómo piensa la gente de un tema tan sensible como la siembra de coca ilegal. Estaba extasiado por la calidad de la información que había logrado conseguir en apenas una soleada tarde.
El punto a resaltar aquí es que los comunicadores nos hemos burocratizado un tanto y eso es también, en parte, responsabilidad de la academia. No podemos estar generando comunicadores para el cambio social solo desde las aulas. Recuerdo una buena universidad, en la que dicté por algunos años el curso de Diseño de Proyectos de Comunicación, en la que solo a partir del séptimo ciclo el alumno tenía contacto con gente que no fuera parte del campus universitario. Un hecho que, la verdad, no contribuye a generar vínculos más estrechos entre la academia y el ejercicio de la comunicación en programas y proyectos de desarrollo. Ahora bien, las nuevas generaciones han agregado a ello un furgón revestido de tecnología, cuya potencialidad nadie cuestiona. Pero habría que evaluar si ello, en el contexto de estas líneas que escribimos, resulta un aporte a una comunicación más empática y certera o, más bien, puede constituirse en una barrera adicional para un encuentro más sostenido entre academia y realidad. Es este último un tema polémico del cual no nos ocuparemos ahora.
Lo imperativo de la participación y movilización
Hay que enfatizar, a todo pulmón, la necesidad de conocer el Perú y gran parte de los lugares en los que se requiere comunicación para el cambio social, a través de una interacción directa y cercana. Podemos decir, como de hecho se hace, que las redes sociales son lo máximo y que quien no haga uso de ellas está restringiendo la posibilidad de generar cambios. De acuerdo, pero podríamos también afirmar lo contrario, que quien no conoció a sus audiencias y no incluyó en sus estrategias una acción participativa y movilizadora, no logrará cambios efectivos e importantes. Quién sabe, por ello, varios connotados comunicadores comenzaron a advertirlo, incluso mucho antes del imperio del mundo digital y de las redes sociales: la comunicación no provocará los cambios que se plantea si es que solo se concentra en acciones informativas, difusivas y promotoras. Recuerdo haber leído, hace ya un buen tiempo, un comentario apasionado de Alfonso Gumucio en que tildaba de apologéticos “de una patraña” a quienes sugerían que se podrían lograr cambios sociales sin una plataforma de participación y movilización sociales.
A veces nos sorprendemos, a propósito de lo anterior, de cómo parte importante de las experiencias comunicativas alrededor de temas complejos pretenden abordarlos con un enfoque comunicativo superficial (vamos a llamarlo así). Cuando uno se acerca a un asunto de esa naturaleza, suele pensar: “qué tema complejo” y va estructurando mentalmente un escenario de trabajo que debería involucrar una investigación cuantitativa y cualitativa, una estrategia de comunicación generada participativamente, la generación de espacios de trabajo con diversos actores, una fuerte incidencia política e institucional, etcétera. Pero no, salen los comunicadores —secundados por los directivos de sus entidades— y dicen: vamos a hacer algo lúdico, trabajaremos en redes y enfatizaremos la música como una estrategia de intervención. Y uno tiene que expresarse con una frase que podría resultar muy justa en esas circunstancias: “Carajo, ¿qué es esta estupidez?”. Y es allí cuando uno revisa su vida presurosamente y recuerda a sus principales maestros —no necesariamente profesores— y recibe un boomerang que siempre tiene un filo cortacabezas. ¿Qué tipo de formación y procesamiento mental pudo tomar el cerebro de algunos colegas para aventarse a ese viaje sin sentido alguno?
Yo siempre ando más angustiado que de costumbre —acompañado de comunicadores que comparten esa angustia— cuando aprecio rápidamente que la desproporción entre el problema a resolver y los planteamientos comunicativos sugeridos para abordarlo es enorme. Por ejemplo, queremos resolver delitos ambientales que destrozan la Amazonía con canciones y concursos de dibujo. Y no estamos hablando de iniciativas comunales o de aplicaciones en territorios pequeños, en los que alguna pequeña ONG pretende realizar cambios de comportamiento, sino de programas o proyectos de envergadura, auspiciados por el Estado o la cooperación internacional. Una intencionalidad no solo absurda, sino lindante con una falta de capacidad para leer la realidad y proyectar una alternativa realista.
El nunca bien ponderado cambio de comportamiento
Tendidos al lado del camino (como podría agregar Fito Páez a la letra de una de sus célebres canciones) hemos visto, a lo largo de las últimas décadas, comportamientos de toda índole. Unos cansados, otros frustrados y los más abandonados. Es curioso que los comunicadores (y en general los responsables de programas de desarrollo) no valoren su presencia como únicos portadores de un cambio auténtico. Cuando preguntaba a mis alumnos de la PUCP, a inicios de siglo, si podía existir algún proyecto de desarrollo que no se sustentase en un cambio de comportamiento, muchos dudaban, pero luego se atrevían a dar la respuesta correcta: no, no es posible. Bueno, eran prospectos de comunicadores para el cambio social y bien valían la duda y la reflexión. Luego de la discusión en clase, pues todos salían convencidos de que el cambio de comportamiento era la única vía para garantizar la transformación de una realidad social determinada.
Pero ya en ruta, en los diversos temas y territorios recorridos, uno se ha encontrado con muchos despropósitos sobre el particular. Primero, no hay esa claridad para vincular, de manera prístina, el comportamiento con el cambio social. No estamos diciendo que el cambio social se produce solo por el cambio de comportamiento provocado por la comunicación, lo cual es totalmente incorrecto. Pero sí afirmamos que, para que un problema identificado sea resuelto, es indispensable que los públicos involucrados cambien. Y ese cambio, si bien puede ser casi siempre impulsado desde las canteras de la información, la comunicación y la movilización social, no necesariamente es determinante ni suficiente para modificar la realidad intervenida. Por tanto, el comunicador estratega deberá analizar la complejidad del cambio (y valorar en extremo los comportamientos inherentes), pero, a la vez, dilucidar si tales comportamientos tienen condicionantes exógenos que, de no ser resueltos previamente, impedirán su modificación.
Esta reflexión, que resulta obvia, no se plasma en las acciones comunicativas como debiera. Y tampoco se pondera, en muchos casos, la complejidad de los comportamientos a cambiar. Es cierto que hemos encontrado que muchos de los cambios más relevantes —o urgentes, en todo caso— responden a realidades complejas y se sustentan en comportamientos más complejos aún. Por ejemplo, en salud pública, se viene trabajando en comunicación social desde los años setenta o antes incluso. En la década de los ochenta, la entonces denominada comunicación alternativa comenzó a ceder posiciones frente al auge de los medios, en especial por la necesidad imperiosa de masificar el alcance de los mensajes. Allí encontramos las campañas de vacunación en niños menores de cinco años y, a pesar de que costó un enorme esfuerzo, se pudo instalar un comportamiento sostenido de los padres en la práctica de vacunar a sus hijos menores. Hoy las coberturas de vacunación han caído enormemente, pero eso se debe fundamentalmente a la incapacidad del Estado peruano para hacer una gestión mínimamente aceptable, en especial en el último quinquenio.
Pero, así como en salud pública podemos encontrar comportamientos fáciles de modificar, también hay de los complejos, como los que determinan prácticas inadecuadas en los servidores de salud y, como consecuencia, en madres gestantes rurales que rechazan los servicios de salud, lo que asu vez genera un gran problema que impacta en la maternidad desde siempre. Aquí, entonces, el contexto es hostil al cambio, impregnado de conceptos tan relevantes como pobreza extrema, exclusión social, interculturalidad, género y otros. Luego, caminando nuevamente por el país, en costa, sierra y selva, hemos hallado escenarios y comportamientos igualmente difíciles de cambiar.
Mencionemos como ejemplos ilustrativos solo algunos: violencia contra la mujer (práctica cotidiana de abuso físico y psicológico de parte de los cónyuges), planificación familiar y salud sexual (práctica real de métodos anticonceptivos y de prevención de transmisión de enfermedades), desarrollo alternativo (que los agricultores no siembren coca ilegal), residuos sólidos (almacenamiento y segregación de residuos), minería ilegal (respeto de los derechos laborales y humanos y del medio ambiente), entre otros. Todos los temas referidos, y muchos más, tienen como adornos perniciosos, colgados entre sus ramas (al igual que en un árbol navideño), factores como la pobreza, la precariedad, la falta de ética, el machismo, la ignorancia, el racismo, la corrupción, etcétera.
Visión estratégica como una necesidad ineludible
Lo reseñado en el acápite anterior refleja algunos contextos en los que hemos participado en acciones comunicativas. En algunos casos, dirigiendo proyectos, en otros, investigando o implementando algunos ejes de una propuesta, pero siempre sosteniendo un perfil estratégico en cualquier situación que pudiese ser relevante al proceso de cambio social al que nos enfrentamos cotidianamente los comunicadores. Hay variables que se incrustan en esos procesos y a veces son como dagas que laceran el alma. Uno de los temas más crudos, penosos e injustos es el maltrato de niñas y niños (especialmente niñas), que incluye el aberrante comportamiento de su violación por parte de padres u otros familiares.
La repugnancia que ello provoca, no quita el hecho de que se trata de un comportamiento, quién sabe, el más doloroso y complejo de abordar por su enorme consecuencia en la vida de millones de niñas y niños. Como si un espejo interno que guardaba su inocencia, sueños, pasiones, se viera fragmentado en mil pedazos que los hieren por siempre. A ese mundo del demonio, las pequeñas niñas y niños deben sumar la pobreza, la exclusión, la marginación y tantos otros contornos que no hacen sino encarcelarlos de por vida.
El drama anterior es particularmente notable en el Perú y es una tara que nos envilece como país. En parte, está exacerbado por la precariedad. Y esta última es una amante insidiosa de los malos comportamientos. Para ilustrarlo, ponemos sobre la parrilla el tema de residuos sólidos, que hemos tenido ocasión de tratar en varias propuestas en diversas zonas del país. La precariedad era abrumadora: municipios sin presupuesto y con mucha basura regada en sus calles, hogares que intentaban, sin suerte, hacer lo que les decían que hicieran, pescadores que estaban convencidos de que la basura en el mar desaparecía para siempre en altamar, empresarios a los que no les importaba un bledo si la basura se iba al mar o a las quebradas cercanas, servidores municipales que lucraban en las tareas de reciclaje, etcétera.
Esta precariedad, como un cáncer terminal, contaminaba otros escenarios en los que hemos tenido opción de participar, como la lucha contra los delitos ambientales, como la minería ilegal, con instituciones que apenas si podían inflar las llantas de sus destartaladas camionetas que nunca llegaban a las concesiones mineras para tratar de hacer algo por revertir esa increíble realidad, sacada de la ciencia ficción, que convertía la frondosa Amazonía en paisajes auténticamente lunares. En fin, y parafraseando a Manuel González Prada, se podría decir que, allí donde uno pone la puntería en el Perú (para provocar un cambio social, vía cambio de comportamiento), brota una precariedad insaciable.
Pero no es para quedarse congelado
Pero, así como la vida y la experiencia nos retuercen el alma por las cosas negativas y sin sentido que hallamos en nuestra brega comunicativa, así también, uno se enaltece cuando se encuentra con mujeres y hombres valerosos que no solo se entregan por el bien de todos, sino que, además, regularmente piensan mejor que mucha otra gente, incluyendo autoridades, líderes institucionales y comunicadores. A veces no es fácil que se expresen con transparencia, porque la distancia que los planificadores e implementadores marcamos con la población suele ser insalvable. Pero la empatía, que siempre es una buena compañera, hace brotar ideas y sentimientos enterrados en lápidas cuyo epitafio clama: “Nosotros también queremos expresarnos”. Y, entonces, basta que se resquebraje la muralla para que un desembalse de emociones dé pleno sentido a lo que estamos haciendo.
En mi experiencia personal, en temas de comunicaciones, no he tenido mayor satisfacción que la provocada por esos momentos en los que uno siente que está comunicándose con cercanía emocional con la gente. El comunicador estratega tiene la tarea, que debe ser inherente a nuestro actuar, de provocar ese tipo de diálogo. No solo porque es altamente productivo y placentero (y justo, por su equidad en la forma de relacionarse), sino porque abre la puerta a nuevos conceptos hoy indispensables en comunicación para el cambio: la participación y la movilización social.
Se trata de alejarse, lo más pronto posible, de la increíble actitud de buena parte de los responsables de los programas de desarrollo, que llegan corriendo a los contextos descritos y se van más rápido aún. Nosotros, los comunicadores, generalmente vamos antes y nos quedamos después de aquello que provocó la visita de directivos y autoridades, que, además, a veces llegan en caravanas de autos que violentan el entorno. Alguna vez nos lo comentaron agriamente algunos líderes comunitarios. “Llegan presurosos ensuciando nuestra dignidad”, dijeron, refiriéndose a la polvareda que, sin importar la presencia de mujeres o niños, dejaban detrás los autos. La comunicación ahora exige un respeto radical que destierre esas malas prácticas y que promueva empatía y transparencia mediante un abordaje que se asiente en formas democráticas y de mutuo respeto, más allá de si se construye ciudadanía, se hacen carreteras o escuelas o se fortalecen capacidades de audiencias o actores sociales.
En resumen, no solo basta informar, sensibilizar, ni siquiera hacer campañas intensas o producir materiales de comunicación creativos y bien hechos, sino fundamentalmente generar espacios de comunicación en los que los propios actores, protagonistas o beneficiarios puedan sentir que esa intervención es, al menos en parte, suya. El sentido de apropiación es ahora un imperativo en cada acción comunicativa, en especial si los contextos son complejos y los comportamientos hasta parecen revestidos con matices utópicos. En el mundo de la comunicación para el cambio, suena bien una escaleta que apunte al siguiente recorrido: información-sensibilización-compromiso-participación-movilización-adopción-sostenibilidad. Como hemos apuntado antes, no todos los comportamientos por cambiar requieren de semejante esfuerzo, por ejemplo, como me dijo un joven y sarcástico comunicador, “para que la gente vacune a sus perros no se requiere tanta parafernalia”.
Pero sí para quienes, luego de sembrar coca, han comenzado a producir droga en sus hogares en algunas zonas de la selva; o para los mineros informales e ilegales que destruyen ríos y bosques; o para la población que arroja la basura en calles y quebradas sin contemplación alguna; o para los funcionarios públicos que solo roban y siguen robando (este es un tema tan grande que requeriría una cruzada nacional); y la lista podría seguir sumando muchos comportamientos en los que se requiere de estrategias de comunicación con fuertes dosis de incidencia política e institucional y movilización social.
Muchos de los grandes problemas de este país requieren de un tratamiento comunicacional como el aquí descrito. Pero hay un tema madre: la actitud del peruano. No abundaremos en el diagnóstico porque lo vivimos día a día, pero sí en la complejidad de los cambios que se podrían sugerir. Una montaña de malas prácticas (ni siquiera me atrevo a nombrarlas porque no sé por dónde comenzar o terminar) que parece imposible de superar, y cuanto más nos acercamos a ella, más nos pegamos también al borde del abismo que nos conduce al angustiante concepto de país fallido o inviable.
A manera de epílogo
No hay un epílogo muy marcado en un tema sumamente abierto. La impresión es que las teorías y prácticas de la comunicación van cambiando aceleradamente, pero en dos dimensiones que no llegan a interactuar debidamente. De un lado, la academia, que ya producía mucho valor alrededor de la evolución de los conceptos y la generación de modelos, va viendo renovados sus aportes con el ascenso a sus predios —generalmente muy cerrados— de nuevas generaciones que ya vienen con una mentalidad que creció, en todo sentido, en medio de la revolución tecnológica y comunicativa de las últimas décadas. Veremos qué sale de ese embrión a futuro.
La otra dimensión es la que sucede en el mundo real. Por ahora podemos seguir afirmando que hay un divorcio renovado entre esa academia y ese mundo real que hemos estado comentando en este artículo. Y no es una característica exclusiva de la comunicación para el cambio, sino que, en general, no se produce ese trasvase de conocimientos y tecnologías desde la academia hacia las estrategias y acciones que buscan el desarrollo económico y social. Esto se acentúa aún más en el interior del país y, cuanto más lejos estén los territorios intervenidos del centralismo (en sus diversas capas), menor es la posibilidad de conexión entre ambas dimensiones. No estamos hablando aquí de acceso a tecnología o redes sociales. Nos estamos refiriendo a comunicación estratégica para el cambio social, la cual, lo podemos firmar, es indispensable para el progreso de los pueblos, así como la sangre lo es para el buen funcionamiento del organismo humano.