La psicología de la felicidad
de Bertrand Russell

José E. García

https://orcid.org/0000-0001-6949-3593

Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”

Correo electrónico: joseemiliogarcia@hotmail.com

Recibido: 14 de mayo del 2023 / Aceptado: 29 de agosto del 2024

doi: https://doi.org/10.26439/persona2024.n27(2).6373

RESUMEN. Bertrand Russell (1872-1970), filósofo británico, fue uno de los referentes intelectuales con mayor brillo en el siglo xx. A lo largo de su carrera demostró una gran versación en muchos campos, pero sus principales áreas de actividad fueron la filosofía, la cátedra universitaria y el activismo social, con una preocupación tanto por los asuntos complejos y abstractos de la filosofía como por las inquietudes cotidianas que aquejan al mundo moderno. La considerable amplitud de intereses de Russell también lo acercaron a varios tópicos de relevancia para la psicología moderna, entre ellos la felicidad. Russell se ocupó de las características de la persona feliz en una época en que este problema aún estaba lejos de constituir un tópico regular de la psicología y cuando su inserción en las reflexiones habituales de la filosofía aún resultaba infrecuente. Este artículo analiza el pensamiento de Russell en relación a la felicidad y la relevancia que le corresponde como parte de la experiencia humana, así como sus teorías respecto de su naturaleza y significación. El análisis del artículo es teórico y se fundamenta en una discusión de las fuentes publicadas por Russell sobre la felicidad y su sentido para la experiencia humana.

Palabras clave: felicidad / psicología / Bertrand Russell / filosofía

BERTRAND RUSSELL’S PSYCHOLOGY OF HAPPINESS

ABSTRACT. Bertrand Russell (1872-1970), a British philosopher, was one of the most brilliant intellectual references of the 20th century. Throughout his career, he demonstrated great knowledge in many fields, but his main areas of activity were philosophy, university teaching, and social activism, with a concern for both the complex and abstract issues of philosophy and everyday problems that affect the modern world. Russell’s considerable breadth of interests also brought him closer to various topics of relevance to modern psychology, including happiness. Russell dealt with the characteristics of the happy person at a time when this issue was still far from being a regular topic in psychology and when its inclusion in the usual reflections of philosophy was still infrequent. This article analyzes Russell’s thought in relation to happiness and its relevance as a part of the human experience, as well as his theories regarding its nature and significance. The analysis of the article is theoretical and is based on a discussion of the sources published by Russell on happiness and its meaning for the human experience.

Keywords: happiness / psychology / Bertrand Russell / philosophy

INTRODUCCIÓN

El filósofo Bertrand Arthur William Russell (1872-1970), tercer conde de Russell, fue una de las figuras más influyentes e intelectualmente diversas que produjo el siglo xx. Nació en Trelleck, Gales, Reino Unido, en una familia de la nobleza británica. Perdió a sus padres siendo apenas un niño de tres años, por lo que fue criado por sus abuelos. La gran inteligencia que exhibió fue reconocida como uno de sus rasgos distintivos a lo largo de la vida. Biógrafos como Wood (1958) caracterizaron a Russell como un niño sobresaliente desde su edad más tierna, dado que comenzó a formular preguntas muy penetrantes en cuanto aprendió a hablar. En su longeva existencia cruzó por cuatro generaciones diferentes y habitó un mundo que acusó transformaciones radicales desde los días de su nacimiento hasta su muerte. La humanidad se vio ante situaciones cambiantes en el lapso que cubrió su vida, con episodios que fueron desde la guerra anglo-zulú contra el colonialismo británico en 1879 hasta el surgimiento de la conciencia nuclear global en los años setenta; desde la época en que inteligencias lúcidas exploraban los fundamentos lógicos de la matemática hasta el tiempo en que tales incógnitas habían sido resueltas y se estaba en la antesala de la industrialización informática (Clark, 1976). Dedicó su atención a la filosofía, la enseñanza universitaria y el activismo social, áreas en las que sobresalió por espacio de siete décadas.

La personalidad de Russell fue extraordinaria, con una amplia gama de preocupaciones hacia los asuntos más técnicos y complejos de la filosofía, pero también por los problemas que aquejan a la sociedad contemporánea, como la democracia, la religión, la libertad, la moral sexual y el pacifismo. Y aunque declarase que nunca fue un pacifista absoluto, en el sentido de condenar sin excepción toda forma de guerra (Russell & Russell, 2009), el vertiginoso desarrollo de las armas nucleares y su potencial destructivo alteraron el panorama bélico de mediados del siglo xx en formas tan drásticas que sus posicionamientos lo acercaron mucho al perfil de un pacifista absoluto. Russell fue considerado una fuerza moral en la política mundial (Stone, 1981) y se involucró muy decididamente en las discusiones concernientes a los peligros que implicaba la carrera armamentística y los diversos enfrentamientos que surgieron como resultado directo de la Guerra Fría (por ejemplo, el conflicto de Vietnam y la crisis de los misiles en Cuba) (Rotblat, 1998). Secundaron su pensamiento en favor de la paz otras personalidades del mundo científico internacional como el físico alemán Albert Einstein (1879-1955), quien compartió una visión que Russell denominó pacifismo no absoluto o pacifismo político relativo (Blitz, 2000). No obstante, subsistieron opiniones políticas divergentes entre ambos, más allá de las coincidencias puntuales.

Lejos de la visión tradicional de los filósofos como personas aisladas, enigmáticas y retraídas en lo meduloso de sus elucubraciones, Russell representó un prototipo intelectual en el que la reflexión se conectaba estrechamente con los asuntos de la cotidianeidad. No se limitó a la formulación teórica y aséptica de sus ideas, sino que las defendió consecuentemente en los ámbitos a veces ríspidos de la arena pública. Esto le trajo enorme prestigio, aunque también algunos quebrantos, especialmente cuando sus pensamientos colisionaron con intereses ideológicos, políticos o de grupos. En efecto, las desavenencias le acarrearon momentos amargos: cancelaciones de contratos en universidades, algunas “cazas de brujas” que soportó en países como Estados Unidos a causa de su prédica pacifista e incluso la ignominia de la cárcel en un par de ocasiones (Jara, 2014). Sin embargo, las ideas morales y políticas de Russell lograron el apoyo y la admiración de figuras tan destacadas en el ámbito internacional como las del filósofo británico Alfred Jules Ayer (1910-1989) y el lingüista estadounidense Noam Chomsky (1928- ) (Schultz, 1992). Su confesión autobiográfica acerca de que tres pasiones simples, pero abrumadoramente fuertes, gobernaron su vida (el anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad) (Russell, 1967), se volvió célebre y fue repetida muchas veces.

Su carrera como escritor cubre uno de los periodos de mayor extensión entre los baluartes del pensamiento moderno. Publicó La social democracia alemana (Russell, 1896) a los 24 años de edad, y el primer volumen filosófico de gran aliento, Exposición crítica de la filosofía de Leibniz (Russell, 1900), a los 28. Su productividad en la edición de libros se extiende incluso hasta un año antes de su muerte, cuando tenía 97 años. En el mundillo académico es valorado por su creación del atomismo lógico y por la redacción de los Principia Mathematica en coautoría con el científico inglés Alfred North Whitehead (1861-1947) (Whitehead & Russell, 1913). Esta obra revolucionó las bases de las matemáticas y las acercó al logicismo. Russell y Whitehead, junto con el filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.) y el alemán Gottlob Frege (1848-1925), ocupan un lugar preeminente en la historia de la lógica (Hochberg, 2007). Asimismo, Russell fue uno de los exponentes fundamentales de la tradición empirista británica en el ámbito más privativo de la filosofía. Pears (1967), al comparar su perfil intelectual con el del filósofo escocés David Hume (1711-1776), que se apoyó en la psicología como marco de referencia, remarca que el horizonte de Russell, en cambio, estuvo sedimentado en la lógica. En otro ámbito de la cultura, obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1950, un evento que, a su fallecimiento, constituyó uno de los datos más comentados sobre su vida (Willis, 2014) y se consideró una confirmación de lo versátil de su carácter y de su enorme respetabilidad personal.

Pero entre los lectores de intereses amplios, que no acceden a la sofisticación conceptual de la filosofía técnica, son otras las obras que lo hicieron ampliamente conocido e incluso popular, y no precisamente las de lógica y matemáticas. Russell creía que la filosofía no debía ocuparse únicamente de los asuntos relacionados con el análisis teórico, sino también de las cuestiones que atañen a todos los seres humanos y que forman parte de sus vidas cotidianas. Entre los temas en los que incursionó, también se encuentra la psicología. Al irrumpir el conductismo norteamericano con la famosa conferencia de John B. Watson (1878-1958) en 1912 (Watson, 1913) y las publicaciones subsiguientes (Watson, 1914, 1919), los lineamientos de la nueva orientación ejercieron un fuerte influjo sobre su pensamiento (García, 2022), pese a que algunos consideraron que no pasó de ser un simple flirteo (Kitchener, 2004). Sin embargo, en el prefacio de El análisis de la mente, Russell (1921) manifestaba su agradecimiento a Watson por la lectura previa del manuscrito y por la realización de muchas sugerencias útiles al respecto. Finalmente se distanciaría de estas posiciones, habida cuenta la reticencia manifestada por el conductismo hacia el estudio de los fenómenos mentales y el creciente interés del autor británico hacia éstos como parte de su propia filosofía de la mente. Otro gran psicólogo estadounidense del siglo xx, B. F. Skinner (1904-1990), recibió una crucial influencia de Russell al leer algunos de sus libros, en particular el ensayo en el que revisaba el volumen de C. K. Ogden e I. A. Richards sobre el significado del significado (Ogden & Richards, 1923/1989), de gran repercusión en los años veinte, así como las obras de Iván P. Pavlov (1849-1936). La impresión que estas ideas produjeron en el joven Skinner fueron tan determinantes que decidió emprender una carrera profesional en la psicología (Schellenberg, 2007), de la que se convirtió en uno de sus más conspicuos representantes.

Entre sus numerosas obras, en 1930 Russell dio a conocer uno de los libros que se encuadran entre los destinados al público instruido en general, titulado La conquista de la felicidad (Russell, 1930). En esa obra enfocó un tema que no se hallaba entre los habituales del repertorio corriente de los filósofos, pero que había encontrado ya algunas discusiones relevantes previas, no solo entre los autores griegos clásicos, como Aristóteles y la escuela epicúrea (Holowchak, 2004), o romanos como Séneca (Inwood, 2005), sino entre escritores de las décadas inmediatamente precedentes (Hilty, 1903; Hodges, 1906). Como su nombre lo indica, el tema era la felicidad, o —mejor sería decir— cómo conquistar y acceder al disfrute de esa elusiva condición (Nesse, 2004). La concepción inherente en el título resultaba muy provocativa, pues sugería con claridad que la felicidad podía alcanzarse con un cierto y preciso esfuerzo. No era una situación caprichosa que dependiera del azar o del destino ciego, sino un producto del empeño individual. Russell siempre consideró ese ensayo como uno de los que le otorgó mayores satisfacciones en su vasta producción escrita. Aunque el libro permanece como un clásico, en los últimos años y décadas vio renovado su apelativo a la luz de los recientes desarrollos teoréticos y experimentales de la psicología, que estima a la alegría como una de las emociones humanas básicas (Ekman, 1992, 1999) y a la felicidad como uno de los temas de estudio de mayor interés para sectores como el de la psicología positiva (Guillén et al., 2017). Sin embargo, el tópico no solo interesa a quienes sitúan su ámbito de investigación en esta dirección concreta (Carr, 2004; Franklin, 2010), sino también a orientaciones potencialmente convergentes (García, 2021) como la psicología evolucionista (Buss, 2000a, Grinde, 2002, 2012; Haidt et al., 2008) o a quienes abogan por una integración constructiva de los diversos enfoques (Tasnim, 2016).

En atención a todo lo anterior, este artículo se concibe a partir de los siguientes objetivos: a) analizar los pensamientos de Bertrand Russell sobre la felicidad y su importancia para la psicología moderna; b) considerar las ideas de Russell que se expresan en La conquista de la felicidad como anticipación de algunos desarrollos teoréticos de la psicología moderna, y c) evaluar la relevancia y actualidad que conservan las ideas de Russell, a noventa y cuatro años de su publicación original, con particular referencia a la psicología. En su estilo argumentativo y estructura, el artículo es teórico y analítico, con una especial mención, toda vez que sea pertinente, a los elementos históricos que intervienen en los procesos de evolución atinentes a los conceptos discutidos. El tratamiento del tema se basa en un análisis de las fuentes primarias, especialmente la obra de Russell sobre la felicidad, así como fuentes secundarias de autores que escribieron o reflexionaron sobre sus ideas filosóficas, complementadas con referencias a la bibliografía actual en circulación sobre la felicidad, desde las principales aristas que la psicología utiliza para estudiar el problema. Los diferentes aspectos y dimensiones que Russell consideró significativos en sus análisis serán revisados en las secciones siguientes.

LAS IDEAS DE RUSSELL SOBRE LA FELICIDAD

Las causas de la infelicidad

Las intenciones que animaron la publicación de La conquista de la felicidad (Russell, 1930) están claras desde el prefacio. El autor advertía que su libro no iba dirigido a los eruditos ni a quienes buscan sapiencia profunda, sino a los que sufren por los efectos que les produce alguna forma de infelicidad y se encuentran dispuestos a encontrar el adecuado método de escape. Las observaciones se fundamentaban en el sentido común y en la propia experiencia del autor, no en alguna densa reflexión o teorización. En aquellas palabras, se distinguía nítidamente al Russell apegado a las nociones del recto vivir y la aplicación de la racionalidad a las más diversas situaciones humanas, con el único propósito de mejorarlas. La noción general de que la felicidad es algo obtenible a través de una acción inteligente, consciente y hábilmente dirigida hacia metas apropiadas, queda diáfanamente postulada. De esta forma, los desdichados no deberían considerarse sujetos a una especie de fatalidad inmodificable, sino más bien a una circunstancia aleatoria y dependiente del propio esfuerzo. Las implicancias que puede acarrear este punto de vista son más profundas de lo que a primera vista aparentan. Significativamente, Russell divide su libro en dos grandes secciones, integradas a su vez por diferentes capítulos. En la primera estudia las causas de la infelicidad (a saber: la infelicidad byroniana, la competencia, el aburrimiento, la fatiga, la envidia, el sentimiento del pecado, la manía persecutoria y el miedo a la opinión pública). En la segunda expone las causas de la felicidad, que son el entusiasmo, el cariño, la familia, el trabajo, los intereses no personales, el esfuerzo y la resignación. Un análisis detenido hará más sencilla una comprensión de estos conceptos básicos.

Los diferentes tipos de infelicidad se originan tanto en el sistema social como en la psicología individual. Esta, a su vez, es en gran parte una consecuencia directa de la organización colectiva. En la investigación moderna, el análisis de la felicidad se lleva a cabo a distintos niveles, que van más allá de los estrictamente psicológicos, pues abarcan condicionantes tanto externos como internos. Por ejemplo, la existencia de entornos que resultan estimuladores de la felicidad, como podrían ser las llamadas ciudades felices, permite relacionar su logro con aspectos exteriores como el desarrollo del capital humano en las ciudades (Florida et al., 2013). Este enfoque refuerza la idea de cierto ambientalismo que se halla en el sustrato de los comportamientos felices. Pero la pregunta esencial para Russell, partiendo de este particular estado de cosas, es qué acciones concretas debería ejercer un individuo, en el contexto del mundo actual, para alcanzar la felicidad. En su discusión, concentra la atención en las personas que no se hallan sujetas a algún condicionamiento externo que pudiera agravar considerablemente su insatisfacción. Solamente coloca bajo su óptica a quienes disfrutan de buenos ingresos, alimentos y comodidad suficientes para una vida digna y salud abundante. Quienes son desdichados por causa de la pobreza, la falta de buenos cuidados médicos o circunstancias políticas opresivas, no ocupan lo esencial de su pensamiento. Esto es fundamental para hacerse una idea clara sobre los alcances de su análisis. No es que Russell desconociera que estas condiciones humanas existen y tienen importancia, o que ignorase que ciertos entornos nacionales se ven franqueados por inconvenientes graves. Solo reflejan el tiempo y la clase de sociedad en que le tocó vivir. Pensar de una manera diferente sería subestimar a una inteligencia como la suya. Russell opina que muchas formas de infelicidad se deben a concepciones erróneas del mundo y de la existencia, y tienen como consecuencia directa la pérdida del entusiasmo natural hacia la vida, algo que normalmente acompaña a todas las personas. Son situaciones indeseables que deberían ser cambiadas para lograr una mejora real de la humanidad.

Uno de los grandes escollos para ser feliz es la obcecada absorción en sí mismo. En este punto, el libro adquiere un cariz autobiográfico. Russell admite que no tuvo una infancia feliz1, que estuvo al borde del suicidio muchas veces en la adolescencia, y que comenzó a ser más dichoso cuando dejó de preocuparse por sus limitaciones y perseguir intereses externos. En este sentido, tres son las variantes más comunes de la absorción en sí mismo: la del pecador, la del narcisista y la del megalómano. La primera alude al que se encuentra siempre absorto en la conciencia del pecado, lo que causa una continua desaprobación de sí mismo. Su idea de lo que es como persona se halla en permanente pugna con cuanto cree que debiera ser. En el caso del narcisismo, que Russell considera relativamente normal en todos los sujetos, se convierte en un obstáculo serio para la felicidad cuando se transforma en un exceso. La vanidad impide desarrollar un interés hacia los demás porque el que la sufre solo busca la adulación. Al megalómano le interesa más ser poderoso que caer agradable y, en su ansia de autoridad y dominio, prefiere ser temido que amado. Dentro de ciertos límites normales, el poder va de la mano con la felicidad, pero cuando se lo coloca como única meta de la vida podría terminar en una catástrofe, tanto interior como exterior (Russell, 1930). Las personas que en su juventud se vieron privadas de alguna forma de satisfacción pueden llegar a polarizar su búsqueda adulta en una única dirección que se encuentra relacionada con aquello de lo que una vez carecieron. Muchos, para contrarrestar sus frustraciones, se transforman en buscadores continuos del placer. Con esto, lo que persiguen es el olvido, sumiéndose en distracciones pasajeras o en alguna clase de embotamiento, como el que provoca el alcohol. Estos individuos han perdido toda esperanza de ser felices.

Lo que Russell llama la infelicidad byroniana se arraiga en la creencia de que, tras haber constatado y quizás probado todos los placeres y deleites que brinda la vida, se llega a la pesimista conclusión de que nada vale la pena, que nada nuevo hay bajo el sol. Es el orgullo que enarbolan los permanentemente infelices, quienes vinculan su desdicha con una presunta sabiduría. Para Russell, la encarnan históricamente el autor del Eclesiastés, el poeta inglés Lord George Byron (1788-1824) y el escritor estadounidense Joseph Wood Krutch (1893-1970). Sintetiza esta actitud la máxima bíblica de que todo es vanidad. Para tal visión en particular, esa es la verdadera sabiduría. Russell pensaba que la inclinación al pesimismo se origina en una condición psicológica y en un estado de ánimo. Es decir, en una emoción que no puede refutarse con argumentos racionales, solo con la determinación consciente de aspirar a un estado de ánimo diferente. En tal sentido, no es posible menospreciar la importancia genuina del amor. Este no es solo una fuente de placer, sino que su ausencia es un motivo de dolor. Y no abarca solamente el amor erótico, desde luego, sino todas las manifestaciones en las que el cariño se expresa, incluyendo el amor filial, uno de los más puros y elevados. La exploración de estos asuntos no se encuentra ausente en la producción académica contemporánea. La psicología positiva enfatiza la importancia de las relaciones humanas —como la amistad o el amor— para el logro de una felicidad genuina (Carr, 2022; Hendrick & Hendrick, 2002; Hojjat & Cramer, 2013; Lopez et al., 2019). Algo semejante ocurre con la psicología evolucionista, donde las funciones ancestrales que cumple la formación de amistades (Lewis et al., 2015) o el amor (Buss, 2019; Campbell & Loving, 2016) sirven para comprender el inveterado anhelo humano por la obtención de la felicidad como uno de los rasgos inherentes al comportamiento.

La competencia, asumida como la lucha por la vida, es otro camino de infelicidad (Russell, 1930). Pero la expresión, en realidad, resulta equívoca, pues lo que verdaderamente quiere significarse es la lucha por el éxito. Mientras solo se persiga obtenerlo, con exclusión de cualquier otro propósito, y además se piense que el que no lo consigue es un pobre diablo, un individuo estará lejos de encontrar tiempo suficiente para ser feliz. Junto a esto, se encuentra el detalle de que a las personas se las mide por lo que ganan. El rico y exitoso es también inteligente, pero el que no, recibe menos admiración del entorno. La raíz del problema radica en el desmedido énfasis otorgado al éxito competitivo para la obtención de la felicidad. Indudablemente puede ser un factor significativo, pero en modo alguno lo es todo. No se deberían sacrificar al éxito todos los demás ingredientes de la felicidad. Si una persona no aprendió otras cosas de valor en que ocupar su mente, como el disfrute de los placeres más simples de la vida, la música o la lectura, quedará irremediablemente atrapada por el hastío una vez que alcance su ambición tan deseada. Los goces sencillos, como la conversación inteligente o la buena literatura, fueron completamente abandonados, sentenciaba Russell, en aras de la búsqueda irrenunciable del éxito. Para decirlo con palabras del autor, “el problema nace de la filosofía de la vida generalmente recibida, según la cual esta es una contienda, una competición, en la que solo el vencedor merece respeto” (Russell, 1930, p. 54). Es interesante constatar cómo los descubrimientos recientes de Buss (2016) demuestran, a partir de una perspectiva evolucionista, que factores como el prestigio, el poder y el éxito, que resultan predominantes en determinados miembros masculinos de nuestra especie en comparación a otros, inciden de manera significativa al momento de la elección de parejas por parte del sexo femenino, constituyendo un aspecto decisivo para la formación de vínculos firmes entre los humanos. Las mujeres, por supuesto, igualmente exhiben preferencias evolucionadas hacia rasgos específicos de sus parejas masculinas potenciales (Weekes-Shackelford & Shackelford, 2014). El punto es relevante porque sugiere que estos comportamientos representan elementos muy arraigados en la constitución genética humana y, además, son los mismos a los que Russell se refiere, aunque puedan no ser necesariamente los caminos que conducen al logro de la felicidad. Los mecanismos adaptativos estudiados por Buss (2016) se muestran estables a través de diferentes culturas y están en directa relación con el principio rector de la selección sexual (Schlupp, 2021), utilizado por investigadores que aplican la aproximación darwiniana al estudio del comportamiento.

El aburrimiento surge del agudo contraste que se descubre entre la situación actual y otras más ansiadas que anidan en la imaginación, así como el hecho de que las facultades de una persona no se encuentren completamente ocupadas. Al aburrimiento se contrapone la excitación, que es una de las metas más buscadas y se encuentra muy arraigada en la mente humana, especialmente en la de los miembros masculinos de la especie. De acuerdo con Russell (1930), cierto grado de aburrimiento es un componente esencial de la vida, aunque el deseo de escapar del tedio es una tendencia profundamente enraizada. Una vida rebosante de excitaciones constantes tampoco sería lo ideal, pues se convertiría en una adicción enfermiza de la que no sería factible escapar. En lo que concierne al aspecto pedagógico de la cuestión, Russell recomendaba a los padres enseñar a sus hijos a soportar la monotonía, considerando que es una parte esencial de la vida y un constituyente de la personalidad. Es así porque “una vida feliz tiene que ser, en buena medida, una vida tranquila, pues solo en una atmósfera de quietud puede residir la auténtica alegría” (Russell, 1930, p. 68).

La fatiga también se cuenta entre los elementos que causan desventuras. No se refiere solamente al cansancio físico, que habitualmente deviene como resultado del trabajo excesivo, sino a la fatiga nerviosa. Para muchos, el agotamiento proviene de las preocupaciones que surgen de ganarse la vida. Pero estas se instalan en la mente y generan ciertas malas costumbres, como los pensamientos obsesivos, que se podrían atenuar con un poco de disciplina mental —esto es, pensando en las cosas correctas en los momentos adecuados—. Lo contrario es la insana costumbre de llevarse los problemas del trabajo a la cama. Tanto la fatiga física como la intelectual se remedian con un buen sueño, pero lo que realmente agota es la fatiga emocional. Además, la preocupación es una forma de miedo. Como una de las causas frecuentes, se menciona el afán desmedido de excitaciones. Pero, junto a la fatiga, otra de las causales de infelicidad es la envidia, una pasión universal. Su importancia motivadora es inocultable, lo mismo que una de sus consecuencias directas (el resentimiento) o los celos, que se estiman como una forma particular de envidia. El envidioso trata siempre de hacer daño al individuo que es objeto de sus recelos. Pero, además, la desazón que siente solo puede volverlo desgraciado. No disfruta de lo que tiene, sufre por lo que poseen los demás. Aquí resalta nítidamente la condición contraria, que es la admiración. De hecho, la felicidad se consigue aumentando esta última y reduciendo la envidia, que posiblemente sea un hábito adquirido en la infancia. Los niños que observan diferencias en el trato que dispensan los padres a sus hermanos, aprenden de inmediato a sentirla. La envidia se halla muy relacionada con la competencia y, a su vez, con la fatiga, de forma que todos los aspectos negativos se corresponden unos con otros. Podemos agregar que los celos y el lugar que estos ocupan en el curso de la evolución filogenética han sido estudiados, en años recientes, como una de las adaptaciones más comunes y recurrentes en el amplio repertorio que configura el comportamiento humano (Buss, 2000b, 2013).

El sentimiento del pecado es, para Russell, uno de los motores de infelicidad que mayor importancia adquiere en el sujeto adulto. Cuando uno piensa que incurrió en él, evoca con igual prestancia tanto el remordimiento de conciencia como el arrepentimiento. El primero, a su vez, arrastra el temor a ser descubierto. A esto se relaciona lo que Russell (1930) llama ser excluido del rebaño; es decir, rechazado por los demás. La idea del pecado está fuertemente anclada en la educación ascética que reciben los niños, al menos los de esa época, y que los llevaba a comparar cualquier comportamiento con el que podría exhibir un santo. Al descubrir la amplia diferencia y su propia falibilidad, se sentían miserables por no actuar en la misma forma que lo haría uno de ellos. Los mayores estragos que causa esta visión se comprueban en el ámbito del comportamiento sexual, que siempre cabría ver como pecaminoso. Aunque de hecho nuestra moral sexual hoy es mucho más abierta, muchos siguen considerando las cosas de la manera que Russell describe. El único antídoto efectivo es reforzar las convicciones racionales e imponer su hegemonía sobre la moral tradicionalista. La idea del pecado conduce a sentirse inferior y, al hacerlo, se siembra el rencor hacia los otros. Quien así vive, siempre es desventurado.

Igual suerte corre quien sufre de manía persecutoria. Aunque existen casos de comportamientos anormales, el individuo que la experimenta se considera víctima de la maldad, las ingratitudes y traiciones de la gente. El chismorreo malicioso es una forma atenuada de persecución, pues quien no se refrena en expresar opiniones adversas sobre los demás, tiende a sentirse ultrajado y perseguido cuando otros vierten juicios adversos hacia él. La manía persecutoria normal se encuentra cimentada en una exagerada opinión sobre nuestros propios méritos. El miedo a la opinión pública se origina en la angustia por la crítica, la diferencia o la disidencia, que aumenta en los ambientes donde es difícil hallar personas con las que se pueda entablar algún tipo de relación basada en gustos o intereses comunes. Los problemas se agudizan cuando a estos escenarios se suman condiciones que podrían aumentar la sensación de aislamiento, como por ejemplo una personalidad tímida o introvertida. La opinión pública acecha más despóticamente sobre quienes le demuestran cierto temor que con los francamente indiferentes. El problema es que supeditarse dócilmente a este tipo de tiranía, que pretende controlar la vida de los demás, acarrea muchos ratos desagradables. Para el autor, “…una sociedad compuesta por hombres y mujeres que no se sometan demasiado a los convencionalismos es mucho más interesante que una sociedad en la que todos se comportan igual” (Russell, 1930, pp. 136-137). La fuerza opresiva que ejerce el juicio ajeno es un obstáculo para disfrutar del espíritu libre, que —a su vez— resulta un condimento necesario para la verdadera felicidad. Para ser dichosos es necesario que nuestros actos se apoyen en gustos e inclinaciones propias y en el cultivo de nuestros impulsos más apreciados, no de aquellos que se nos busca imponer arbitrariamente.

Las causas de la felicidad

En términos generales, Russell distinguió dos clases de felicidad: la que denomina normal (o animal, o del corazón) y la felicidad de fantasía (o espiritual, o de la cabeza). La primera se encuentra al alcance de cualquier ser humano, mientras que la segunda solo es accesible a quienes saben leer y escribir. La felicidad normal radica en las cosas simples o situaciones que los más inteligentes y cultivados probablemente nunca hallarían dignas de atención. Russell (1930) mencionaba el ejemplo de su jardinero, empeñado en una cruzada para exterminar a todos los conejos. Un placer tan simple y hasta tonto en apariencia, le hacía muy feliz. Entre los sectores educados, el de los individuos dedicados a la ciencia probablemente sea el más dichoso. Estos reúnen todas las condiciones de la felicidad: dedican sus energías a una actividad estimulante y obtienen resultados cuya importancia es colectivamente admirada, aunque poco comprendida. Pero los científicos son una minoría. La misma clase de felicidad es asequible a cualquiera que se muestre capaz de dirigir sus energías hacia fines importantes y susceptibles de despertar alguna admiración en los demás. Ese es el placer del trabajo, el goce que brinda ejercer un oficio. Creer en la importancia de una causa y luchar por ella también es una raíz importante de felicidad. Y Russell no se refería solamente a las causas políticas sino también a otras menos sofisticadas, pero cuya prosecución sirve para encauzar la concentración hacia actividades plenamente absorbentes. Lo mismo puede decirse de quienes se entregan a una afición. Pero en la base de estas, se encuentra una forma de felicidad aún más elemental, que es el experimentar un interés amigable hacia las cosas y las personas, sin fingirlo ni esforzarse. El gusto hacia las cosas, igualmente, nace de una actitud constructiva. No busca conocer los objetos impersonales con la intención de destruirlos o acabar con ellos. El poseer unos intereses amplios que no sean particularmente hostiles respecto de la gente y los objetos es uno de los componentes de mayor importancia para una vida plena.

Cuando le toca discutir el entusiasmo, Russell lo distingue como una característica típica de la persona feliz. Hacer las cosas entusiastamente torna superior a alguien, comparado a otros que son presas del fastidio o que hacen las cosas por compromiso. El mejor ejemplo es la actitud ante la comida. Quien la disfruta y saborea el gusto de los platillos es muy diferente al que come por obligación o al glotón, que termina su festín angurriento atormentado por molestias estomacales. Para el que encuentra atrayentes las cosas a su alrededor, la vida nunca resultará tediosa. El que se interesa por los objetos del mundo se halla mejor adaptado que otro al que nada le impresiona. Hay individuos para quienes todo es aburrido, y otros que sienten despertar un gusto espontáneo hacia cuanto les rodea. Las cosas que mueven la atención de una persona u otra pueden llegar a ser muy diversas, pero cuando un interés profundo se despierta hacia algo, la vida de inmediato deja de ser gris. Russell elogia las enseñanzas de los filósofos antiguos acerca de que la moderación debe presidir todos los actos de la vida. Los glotones, con la comida o con otras cosas, conceden demasiado interés a una sola actividad e hipotecan todo lo demás. De este modo, es muy dudoso que lleguen a ser felices. Para que nuestros gustos y deseos conduzcan a la dicha, es necesario que sean congruentes con nuestra salud, el cariño de nuestros seres queridos y el respeto de la sociedad. El bienestar subjetivo que pregona la actual psicología positiva y otros enfoques adyacentes (Diener, 2013; Donaldson et al., 2020; Zeidner et al., 2012) guarda mucha semejanza con estas ideas. De acuerdo a Russell, los que se dejan dominar por el único propósito de satisfacer sus apetencias son individuos con alguna profunda dificultad psicológica. En la vida moderna, las continuas restricciones que se imponen al libre ejercicio de los impulsos, por ejemplo, en los estudios o el trabajo, hacen ineludible un cierto grado de aburrimiento. Sin embargo, debemos aprender a convivir con ello, pues resulta inevitable para la civilización.

El profesar cariño y sentirse querido son dos poderosos alicientes para la felicidad. Por el contrario, el desamor conduce a la pérdida de confianza en uno mismo. En efecto, la confianza deriva principalmente de recibir toda la ternura que uno necesita. Lo que determina la sensación de seguridad es el afecto recibido, no el que se entrega. Sin embargo, la reciprocidad es lo común. La niñez desgraciada por la falta de amor genera defectos del carácter que, en la adultez, dificultan el establecimiento de vínculos sólidos y duraderos o el inspirar el amor de otros. El mejor de todos los cariños posibles es mutuamente revitalizador, pues estimula al que da y al que recibe. Esto generalmente ocurre al interior de la familia, que es otro de los grandes factores en la felicidad. En el mundo moderno, sin embargo, se halla envuelta en una pesada crisis. Los obstáculos en su interior son psicológicos, económicos, sociales, educacionales y políticos. Pese a que los problemas que aquejan a la familia son múltiples y complejos, el ejercicio de la paternidad proporciona algunas de las satisfacciones más duraderas. Cuando una persona se ve privada de ejercer esta condición, es probable que se hunda en una aguda sensación de descontento e indiferencia. La certeza de que no se es un individuo aislado es crucial para ser feliz. Los padres tienen un tipo de sentimiento muy especial que solo pueden sentir por sus hijos y por nadie más. En este respecto, la familia es única. No todos, sin embargo, están de acuerdo con Russell en este punto. Biswas-Diener et al. (2004) disienten con la afirmación de que los niños hacen feliz a la gente y señalan que algunos investigadores hallaron poca evidencia de que las personas con niños sean, en promedio, más felices que aquellas que no los tienen. Pero la objeción, en verdad, no invalida el argumento del filósofo británico. Desde épocas remotas, la importancia del núcleo familiar resultó crucial para el modelamiento de la condición humana y de muchos comportamientos específicos de nuestra especie, aspectos que la indagación psicológica no ha dejado sin atender (Archer, 2013; Daly & Wilson, 1988; Emlen, 1995; García, 2020; Gorelik et al., 2010; Mace, 2016; Nicholson, 2008; Salmon & Shackelford, 2008).

Cuando no resulta excesivo, el trabajo acompaña la felicidad, y siempre que producir algo sea mejor que no hacer nada (Russell, 1930). Oscila entre el simple alivio del tedio hasta el disfrute de grandes satisfacciones, y es un poderoso antídoto contra el aburrimiento. Al mismo tiempo, el trabajo permite el éxito y alimenta la ambición sana. Los dos elementos más significativos son, por un lado, el ejercicio de una habilidad, y por el otro, la posibilidad de construcción. Aquello que se erige, usualmente permanece al concluirse la tarea. Y, en general, construir produce mayores gozos que destruir. El trabajo debería otorgar satisfacciones, pues si uno no lo disfruta o se avergüenza de él, difícilmente obtendrá siquiera el respeto de sí mismo. Por otra parte, el valor de los intereses impersonales está en que posibilitan ocupar el tiempo libre en cuestiones no esenciales para la supervivencia cotidiana. Por ello son muy relajantes. El no disponer del tiempo suficiente para sumergirse en actividades sin importancia práctica es una razón para la infelicidad. Russell (1930) pensaba que el interés hacia algo impersonal en circunstancias de la vida en que nos aquejan los problemas, tiene una ventaja inmensa. Quien permite a la angustia apoderarse de su mente y su pensamiento es, simplemente, un insensato.

En la vida feliz confluyen tanto el esfuerzo como la resignación. Ni el puro esfuerzo ni la simple resignación, practicadas con exclusión mutua, resultan conducentes. Para conseguir la felicidad es imprescindible una mínima dedicación, pues no habrá de llegar sola o automáticamente. Es un empeño que opera hacia adentro y hacia afuera. Cuando el esfuerzo se orienta al exterior, debe tomar conciencia de que no siempre es posible lograr los mejores productos o recompensas. Por ello, también allí es necesario algo de conformismo. Sobre la resignación, Russell distingue dos formas: una se basa en la desesperación y la otra en una esperanza inalcanzable. De ambas, solo la segunda es positiva. Además, la resignación debería encaminarse hacia algo verdaderamente grande e impersonal. Solo de esta manera, concluye nuestro filósofo, será realmente efectiva.

CONCLUSIÓN

Bertrand Russell estudió de manera sagaz, detenida y penetrante el problema de la felicidad, cómo obtenerla y proceder inteligentemente en su conquista. Su aproximación es coloquial, directa y sencilla, lejos de los elaborados tecnicismos de la filosofía académica. El lenguaje, estilo e intención se asemejan mucho a los humanistas clásicos del Renacimiento, para quienes el conocimiento profundo de la vida era un indicador de sabiduría. Al mismo tiempo, enfocó su análisis sobre presupuestos muy psicológicos. Por ejemplo, en el último capítulo del libro, titulado "El hombre feliz", insiste en que el sufrimiento de muchos no proviene de poseer un sistema de ideas que los vuelve desgraciados, sino que la relación es a la inversa. Quien se siente desdichado es el que tiende a abrazar una ideología congruente con su infortunio. De todo lo dicho en este artículo, puede inferirse que la opinión de Russell es que la felicidad constituye el máximo bien del hombre, y que su logro es accesible para cualquiera que la persiga de manera inteligente, haciendo las cosas correctas y evitando las situaciones o pensamientos que producen el efecto contrario. Reconoce que la felicidad no depende únicamente de la persona, pues existen numerosos factores externos que la condicionan. No obstante, se puede lograr mucho con la voluntad hábilmente dirigida. En una época en que pocos escribían sobre el tema, Russell se adelantó a muchos de los tópicos que hoy discute la psicología en torno al problema de la felicidad. Su obra representa un manantial de ideas y sugerencias que podrían dinamizar mucho la investigación moderna en las ciencias del comportamiento. Pero también es meritoria en otro crucial sentido: el de la actitud. El libro es una invitación para acercarse a estos complejos asuntos de forma abierta, valerosa y sin prejuicios. Solo de este modo es posible acceder, con profundidad, decisión y lucidez, a algunas de las cuestiones más simples y fundamentales de la existencia humana.

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  1. 1 Ray Monk, uno de los principales biógrafos de Russell, ofrece un relato estremecedor sobre los años grises de la infancia que le tocaron en suerte al filósofo: “Cuando tenía dos años, su madre murió de difteria; unos días después, su hermana murió de la misma enfermedad, dejando a su padre devastado y sin muchas ganas de vivir. Su padre murió dieciocho meses después, cuando Russell tenía solo tres años. Luego quedó al cuidado de sus abuelos y, cuando tenía seis años, también su abuelo murió, después de lo cual permanecía despierto por la noche preguntándose cuándo iba a morir su abuela y dejarlo. De hecho, era un mundo fantasmal en el que crecer; un mundo en el que los muertos estaban tan presentes como los vivos, en el que los objetos de los apegos emocionales demostraron una y otra vez ser transitorios y poco fiables y en el que, por lo tanto, el desapego puede haber parecido la única respuesta posible” (Monk, 1996, pp. 3-4). Otro de los biógrafos, Ronald W. Clark, señala que la muerte del padre de Russell se debió “técnicamente” a una bronquitis, pero él también cree que la causa fue su absoluta pérdida del deseo de vivir (Clark, 1981).