El hombre absurdo y el miedo a la libertad: resonancias kafkianas en la lectura de Erich Fromm, una premonición de nuestro tiempo

Jorge Padilla Díaz

https://orcid.org/0009-0006-7788-5873

Universidad Complutense de Madrid. Madrid, España

Correo electrónico: jpadilla@ucm.es

Recibido: 17 de abril del 2023 / Aceptado: 12 de junio del 2023

doi: https://doi.org/10.26439/persona2023.n26(1).6338

RESUMEN. En su obra El miedo a la libertad, publicada en 1941, el psicólogo y psicoanalista alemán Erich Fromm desenmascara de forma casi vertiginosa una tendencia ambivalente, inherente a las sociedades modernas, según la cual la libertad conquistada por el ciudadano medio en las democracias del sistema capitalista es directamente proporcional al crecimiento de un generalizado sentimiento de soledad, impotencia e insignificancia. Esta situación empuja al individuo a buscar algún tipo de subterfugio o paliativo mediante el cual consiga contrarrestar dicha sensación de angustia. En este ensayo, me propongo abordar la correlación entre la absurda coherencia del universo kafkiano y las ideas de Fromm con respecto a los mecanismos, desarrollados desde la ética protestante y exacerbados por el espíritu del capitalismo tardío, que para el cumplimiento de tal fin se sirvió nuestra sociedad occidental, y contrastarlos con la problemática actual. Sabemos que si algo destaca dentro de la irracionalidad racional que significa toda la obra de Kafka es precisamente ese “miedo inconsciente a la libertad” que obliga a sus personajes a encerrarse dentro del incuestionable marco del sometimiento —o sumisión, como diría Fromm— al gran Otro y cumplimiento de las normas sociales establecidas, lo que a su vez se articula como una suerte de refugio aislado de la caótica realidad exterior, si bien a expensas del bienestar tanto físico —como sucede en La metamorfosis o en El artista del hambre— como psicológico —en el caso de El proceso o El castillo— del protagonista en cuestión.

Palabras clave: sumisión laboral / Fromm / inconsciente / metamorfosis capitalista / Kafka

The Senseless Man and His Fear of Freedom: Kafkaesque Thought through the Mind of Erich Fromm, a Premonition of Our Times

ABSTRACT. In The Fear of Freedom, first published in 1941, German psychoanalyst Erich Fromm unmasks the ambivalent tendencies that have ingrained modern societies: the liberties achieved by the average individual citizen of democracies reliant on capitalism are directly proportional to the growth of universally experienced loneliness, insignificance, and fragility. This exhausting situation inevitably pushes the individual to seek some form of subterfuge or palliative to try and counter a growing feeling of anguish that seems to be innate, all-encompassing. This essay addresses the correlation between the absurd coherence of the Kafkaesque universe and Fromm’s claims regarding the mechanisms and crushing feelings —exacerbated by the spirit of late-stage capitalism that plagues modern Western societies— first developed in Protestant ethics and discusses them regarding the problems of our times. One of the most recognizable and impactful, rational-yet-irrational ideas that stands out from Kafka’s work is the “unconscious fear of freedom” that forces his characters to lock themselves up within the absolute prison of submission —as Fromm would put it— to the tremendous Other and the established social norms. This isolated refuge individuals have created to shield themselves from the chaotic, unstable, external reality comes at the expense of the personage’s physical well-being (evidently seen in The Metamorphosis or A Hunger Artist) and psychological well-being (shown in The Castle or The Trial).

Keywords: Fromm / unconscious / capitalist metamorphosis / Kafka /
labor submission

INTRODUCCIÓN

¿Es Franz Kafka el profeta de la neurosis capitalista? ¿Es Fromm el autor que lo ratificó en su tiempo, y siguen sus tesis siendo asimismo válidas para el nuestro? ¿Sería posible que, en el momento en que nos parece —y de hecho estamos seguros— tener más libertad que nunca, somos en verdad cada vez menos libres de tomar nuestras propias decisiones? ¿Nos encontramos, en efecto, ante la mayor red inconsciente de control mental, tejida por los invisibles titiriteros con sus hilos de poderes tecnológicos, políticos, mercantiles, institucionales e incluso culturales en la historia de la civilización? Al igual que la paradoja del extranjero en la Grecia clásica que, pese a no tener derecho a ningún tipo de decisión o representación política, tenía sin embargo por esa misma razón más “libertad” que el ciudadano ateniense, descubrimos que hoy día somos cada vez más esclavos no ya únicamente de nuestros deseos —porque nuestros deseos vienen a ser los deseos del otro, precisamente de ese gran Otro que a la vez no es sino todos nosotros mismos—, o de nuestro sentimiento cívico, moral, religioso o familiar, sino también de nuestros teléfonos, ordenadores, pantallas, pero sobre todo de ese trabajo que febrilmente desempeñamos para encubrir la angustia, trabajo sin el cual no obstante se vendría abajo todo el escenario que sustenta y colorea nuestra inestable realidad psíquica, dejándonos en un cara a cara frente al abismo desafiante del que hablaba Nietzsche (2012, a146) o lo que el orden de lo Real representaba para Jacques Lacan (Homer, 2016, p. 103).

Escribía Mark Fisher (2009/2016) sobre el capitalismo que era este “el horizonte de lo pensable. Jameson acostumbraba detallar con horror la forma en que el capitalismo penetraba en cada poro del inconsciente” (p. 30). Cada vez parece más incuestionable el famoso eslogan de Margaret Thatcher, el “No hay alternativa” que “situó al liberalismo económico, y con ello al libre comercio y la desregularización del mercado como el mejor y único modo para organizar las sociedades modernas” (p. 10). Incluso “el anticapitalismo está ampliamente difundido al interior del mismo capitalismo” (p. 35), y, más que socavarlo, no hace sino reforzarlo, tal y como lo muestran las películas de Hollywood en que el villano resulta ser una “corporativa maligna” o la música rock que comenzó a emerger en la década de los sesenta y que, presentándose como una promesa de salvación, acabó convertida en un producto de gran popularidad y alcance. Si dejamos a un lado la imposibilidad de culpar al sistema de la neurosis generalizada y creciente, debido sobre todo a la hiperabstracción de su impersonalidad —irónicamente, parecemos estar más cerca que nunca de un Dios castigador, omnipotente y ubicuo—, y de repartir ansiedad, depresiones y otras enfermedades mentales como si de gratificaciones se tratase, estableciendo además la causa de las mismas en la propia estructura o química del individuo en concreto —porque la causa nunca estará allá afuera— y ofreciéndole así un excelente remedio de la mano de sus farmacéuticas en forma de cápsulas preñadas de felicidad, ¿de qué forma afecta tal situación a la psicología individual, y bajo qué métodos se consigue, a duras penas, reprimir?

Corría el año 1941 cuando, en plena Segunda Guerra Mundial, el psicólogo y psicoanalista alemán Erich Fromm, refugiado en los Estados Unidos tras el ascenso del nazismo, publicó una obra cuyas ideas definirían de forma aguda y tajante las consecuencias del aumento de libertades individuales desde el fin de la Edad Media, planteando la tesis de que, a partir de la ética protestante y las primeras bases del sistema capitalista, la conquista de libertades ha ido trayendo consigo un aumento de los sentimientos de impotencia, aislamiento e insignificancia. Fromm trata de establecer ciertos vínculos entre dicha tesis y fenómenos que parecen contradecir la idea misma del progreso libertario, como lo son el ascenso del nazismo al poder o la sumisión laboral en que gran parte de la población de las sociedades modernas de Occidente vive inmersa. En el presente ensayo, sin embargo, no abordaré la cuestión de la psicología del nazismo, sino que me centraré en la ambigüedad de la libertad y los mecanismos de evasión de que el individuo hace uso, relacionándolos con la obra literaria de Franz Kafka, cuyo universo tan absurdo e irracional como, a su vez, cargado de coherencia no difiere tanto del análisis de Fromm, menos aún, de la situación que vivimos hoy, postulándose en cierto modo como “premonitor de nuestro tiempo”.

En este tiempo, nuestro tiempo, en el que hasta hace apenas unos años las esferas del trabajo y de la vida personal estaban claramente delimitadas y subsistían de forma independiente, y cuya imbricación resulta hoy día ya del todo irreversible, Kafka se presenta, una vez más y más de un siglo después, como el gran profeta de la neurosis capitalista y de la irracional coherencia que su absurdo impone. Si Fromm trata de abordar en su obra la relación directamente proporcional entre libertad y angustia, Kafka parece haber dado con la fórmula, no ya vigente sino interiorizada, de la sumisión laboral de que hablaba Fromm como el perfecto medio para olvidarse de la condición de uno mismo, por muy horrible o impensable que esta sea, tal y como sucede en La metamorfosis (1915/2011c). Pero esto no se reduce únicamente al sometimiento al trabajo, sino a todo el entramado del sistema: la espiral infinita que, en las cubiertas de sus ediciones, ilustra el relato de Josef K., protagonista de El proceso (1925/2013), quien una mañana se ve condenado por un crimen del que nunca tendrá noticia. Esta espiral puede entenderse como una alegoría de aquella típica situación en la que un determinado individuo debe enfrentarse a una tramitación cualquiera, ya sea jurídica o administrativa, un “proceso” al frente del cual se sitúa “la máquina burocrática”. Esta es una de las cabezas de la quimérica —pero tan real a la vez— hidra del capitalismo y es un ente abstracto que se erige hasta elevarse a un punto del todo inexpugnable, expandiéndose y asfixiando a cualquiera que trate de aprehenderlo —o entenderlo—. De ello, queda la resignación como la única salida posible ante tal desesperación angustiosa, lo que Kafka “metamorfosea” como una especie de muerte en vida que lleva a la animalización, a la cosificación, a la renuncia o incluso a la misma muerte, muerte cruda y nada más. Ante todo, conviene recordar que la obra de Kafka, como señala González García (2007),

tiene infinitos registros y significados. Es imposible penetrar en su núcleo. Cada vez que apresamos uno de sus posibles significados y nos quedamos con él en las manos, tenemos que reconocer que sólo hemos arrancado una capa de la corteza y que el núcleo se nos ha escapado una vez más. (pp. 5-6)

No obstante, sí que podemos estar de acuerdo en la pertinencia de la reflexión sobre ciertos elementos recurrentes en su obra —el laberinto, la máquina, la jaula, quizá los más relevantes entre otros— en relación con la burocracia moderna de la sociedad posfordista y en cómo esta afecta a la vida psíquica del individuo. Así, “Deleuze está en lo cierto al afirmar que Kafka es el profeta del poder cibernético distribuido, típico de las sociedades de control” (Fisher, 2009/2016, pp. 50-51). Si en el fordismo,

al trabajar en lugares ruidosos, vigilados con celo por administradores y supervisores, los trabajadores tenían acceso al lenguaje solo en las pausas […] la comunicación interrumpe la producción. Pero en el posfordismo, cuando la línea de producción se convierte en un “flujo informativo”, la gente trabaja precisamente comunicándose. La comunicación y el control se requieren mutuamente […] La vida y el trabajo, entonces, se vuelven inseparables. El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo. (Fisher, 2009/2016, pp. 64-65)

Por tanto, al igual que sucede en las obras de Kafka, “el periodo de trabajo no alterna con el de ocio, sino con el de desempleo” (Fisher, 2009/2016, p. 65): sus personajes viven por y para el Capital.

Para conectar la temática con el subtítulo de “una premonición de nuestro tiempo”, resulta sugerente la tesis que Byung-Chul Han desarrolla en La sociedad del cansancio (2010/2017), según la cual “la sociedad occidental está sufriendo un silencioso cambio de paradigma, un exceso de positividad que está conduciendo a una sociedad del cansancio” (p. 69). Según el autor,

toda época tiene sus enfermedades emblemáticas […] a pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal […] actualmente no vivimos en la época viral. El comienzo del siglo xxi, desde un punto de vista patológico, no sería bacterial ni viral, sino neuronal. (Han, 2017, p. 9)

En un artículo reciente, Becker et al. (2021) sostienen que el sistema neoliberal empuja cada vez con mayor persistencia al individuo a fijarse metas personales que le conduzcan a la felicidad, y este tiende a fallar en sus intentos de alcanzarla, lo que origina como resultado sentimientos negativos sobre la base de su propia experiencia. Además, la creciente e ineludible competitividad laboral implica que cada vez resulte más complicado establecer relaciones interpersonales entre los miembros de una misma comunidad, la cual ha servido históricamente para aliviar la sensación de fracaso personal. Este concepto de “fracaso personal”, tan característico del capitalismo tardío, ha supuesto un aumento masivo y generalizado en los índices de ansiedad, depresión, sensación de inseguridad y presión arterial. Los cuatro estudios que contiene, y que se basan en encuestas realizadas a determinados sectores de la población en zonas de Inglaterra y Alemania, presentan indicios de que ambos factores, la competitividad laboral y la sensación de fracaso, están, en efecto, directamente relacionadas con las causas de un aumento generalizado de la depresión en las sociedades neoliberales. Ya en 1941 había anticipado Fromm (1941/1980) el hecho de que cada vez iba resultando más complicado conformar relaciones interpersonales reales, y situaba la causa en la libertad negativa que se desprende de la competitividad del mercado.

Siguiendo las líneas mencionadas, cabría preguntarnos primero de qué forma trataron de aplicar Fromm y otros pensadores las teorías freudianas psicoanalíticas al campo de la sociología. ¿Qué nos plantea Fromm con respecto a la problemática de la libertad en la que posiblemente sea su obra más aclamada, y qué significa su noción de “autómata”? ¿De qué forma se insertan el pensamiento y la obra de Kafka en este contexto, y por qué este autor se presenta, de manera cada vez más ostensible, como el profeta de “la sociedad neurótica de nuestro tiempo”, en palabras de Karen Horney, y de las consecuencias inconscientes que el neoliberalismo imprime en el carácter del individuo moderno? Como señalaba Herbert Marcuse (1954/2016),

las necesidades políticas de la sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individuales, su satisfacción promueve los negocios y el bienestar general, y todo ello se presenta como la auténtica Razón. Y sin embargo, esta sociedad es irracional como totalidad. Su productividad destruye el libre desarrollo de necesidades y facultades humanas, su paz se mantiene mediante la constante amenaza de guerra. (p. 32)

En una sociedad en la que el propio sistema absorbe toda posibilidad de concebir un cambio, incluso en el campo de la ficción, resulta más sencillo —y hasta diríase que más conveniente— plantear el fin del mundo que el fin del capitalismo.

APLICACIÓN DEL PSICOANÁLISIS A LA SOCIOLOGÍA (TCS)

Antes de nada, es necesario señalar el precedente de la aplicación psicoanalítica en los grupos sociales de la mano del propio Freud en Psicología de las masas y análisis del yo, obra publicada en el año 1921, el locus classicus de todas las subsiguientes discusiones psicoanalíticas sobre lo público y lo privado tras la Gran Guerra, con sus movilizaciones de masas sin precedentes. En esta obra, Freud revisó una tradición previa de la Ilustración que ensalzaba al individuo y consideraba el socialismo, el sindicalismo e incluso la cultura de masas como ejemplos de pensamiento gregario. Para Freud, la identificación, sobre todo con los padres, era el mecanismo principal a través del cual se desarrollaba el ego. Los grupos, argumentaba, facilitan la regresión desde un ego maduro hasta el estado de narcisismo: “Los miembros del grupo, al proyectar sus cualidades en el líder, abandonaban su autonomía y se identificaban entre sí” (Freud, 1921/2010, p. 122). Lo que Freud hizo patente con esta obra fue la extendida preocupación de que las formas a gran escala de organización social, tales como el comunismo, el fascismo y la planificación fordista (o capitalismo de entonces) erosionaban la capacidad individual para pensar libremente y socavaban los cimientos de la democracia. Dentro del psicoanálisis, fueron elaboradas tres grandes escuelas alternativas a la división público/privado durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial: los freudianos, que continuaron por la senda del maestro; los kleinianos o seguidores de las ideas de Melanie Klein; y, por último, los neofreudianos. La que aquí nos interesa es la última de estas, la de los neofreudianos, o pensadores de la Escuela de Frankfurt, y su teoría crítica social (TSC), entre cuyos miembros se encontraba Erich Fromm.

A mediados del siglo pasado en Estados Unidos, especialmente en el periodo de entreguerras y la década de los cincuenta, tuvo lugar una reflexión profunda sobre las posibilidades sociológicas del psicoanálisis. Esto tuvo que ver, evidentemente, con la emigración masiva de psicoanalistas europeos en los años del nazismo. Mientras que en Europa el psicoanálisis era visto con desconfianza dentro de los ámbitos académicos oficiales, a partir de los años treinta fue percibido en Estados Unidos como un factor de modernización profesional y sofisticación intelectual, lo que supuso que muchos psicoanalistas pasasen de ser marginales y perseguidos en Europa a ser codiciados y disputados por universidades, hospitales y otros importantes centros de formación norteamericanos (Pasqualini, 2016). Dentro de este grupo de psicoanalistas denominados neofreudianos, todos coincidieron en las premisas básicas, si bien las desarrollaron de muy variadas formas.

Podemos resumir que este grupo de autores neofreudianos criticaron, en primer lugar, lo que consideraban como un excesivo determinismo biologicista de Freud. En contra de esta mirada, buscaron profundizar en la concepción del ser humano como un producto social y pensarlo como el resultado de la interacción personal. Esto implicaba la integración de un elemento sociológico dentro de la práctica clínica, considerando las neurosis no solo como el resultado de conflictos infantiles, sino también como la consecuencia de frustraciones e inseguridades más generales de la vida adulta.

Por otro lado, los distintos intentos por conciliar psicoanálisis y ciencias sociales tuvieron como elemento común el desarrollo de la “caracterología”, y la manera en que la sociedad condiciona o produce determinados tipos de carácter o personalidad (Pasqualini, 2016). Al enfatizar la manera en que lo social constituye al individuo, el estudio del carácter resultaba atractivo para tratar de explicar fenómenos de masas como el ascenso al totalitarismo, la atracción de ciertas ideologías a determinados grupos sociales, o el auge de la sociedad de consumo. La intención de todos estos autores podía resumirse en dar una respuesta a la siguiente pregunta: “¿Cómo es posible vivir en sociedad sin someterse ni someter a otros?” (Pasqualini, 2016, p. 71).

ERICH FROMM Y SU CRÍTICA SOCIAL

Luego de su emigración a Estados Unidos en la década de 1940, Fromm emergió como un representante central del “neofreudismo”. Sus primeros trabajos giraron en torno al estudio del cristianismo, siguiendo la línea freudiana según la cual la religión actúa como una fantasía compensadora de deseos frustrados, cuyo origen debe buscarse en la desprotección de la primera infancia. Fromm (1931/1994) le agregó su propio enfoque al proponer que, “en tanto ‘fantasía colectiva’, la religión debe entenderse asimismo por su situación económico-social” (p. 17). De ese modo, fue tomando cada vez más distancia de la obra de Freud, llevando siempre por bandera la premisa de que no debe existir una rígida separación entre el estudio de lo individual y de lo colectivo. Sostenía que “toda sociedad posee una estructura libidinal distintiva” (Fromm, 1970/1983, p. 198), similar a su estructura económica o política. Dicha estructura era el “resultado de las influencias económicas sobre las ansias de la libido” (Fromm, 1970/1983, p. 182). Fromm aceptaba que existe una dimensión individual única e irremplazable que afecta a la historia de vida de una persona, pero esta operaba siempre dentro de un conjunto de situaciones comunes a una sociedad determinada o a ciertos grupos que se insertan dentro de la misma.

Teniendo estas bases por fundacionales de su sociología psicoanalítica, Fromm trataría en este primer periodo de alcanzar ciertos objetivos, los cuales dejaría plasmados en su obra El miedo a la libertad (1980), publicada en el año 1941. Estos pueden resumirse en tres bloques: elaborar una explicación del nazismo, producir uno de los retratos más vívidos sobre los problemas del individuo en la sociedad moderna y proponer los términos de una relación fluida entre psicoanálisis y sociología. Como hemos señalado, Fromm proponía entonces como eje de su sociopsicología la manera en que los individuos desarrollan determinados rasgos de carácter como respuesta ante la necesidad de adaptarse a las presiones y demandas de la sociedad. Según Pasqualini (2016),

lo que le interesaba resaltar era cómo, al originar ciertas frustraciones y permitir otras gratificaciones, una determinada estructura económica presionaba en favor de ciertos rasgos de carácter, lo que le permitió aventurarse en la literatura sociológica reciente acerca del espíritu del capitalismo y su relación con el protestantismo, postulada por autores como Max Weber o Werner Sombart. (p. 89)

A continuación, iremos viendo cómo entendía Fromm dicha relación y cómo en la obra de Kafka queda perfectamente ilustrada la fundición de la personalidad individual en la gran maquinaria económica.

LA METAMORFOSIS CAPITALISTA

Según Herbert Marcuse (1954/2016), “la teoría social es teoría histórica, y la historia es el reino de las posibilidades en el reino de la necesidad” (p. 33). Parece entonces que cualquier tipo de teoría crítica, para buscar alternativas y poder identificar y definir de ese modo las posibilidades de un desarrollo óptimo, debe obligadamente abstraerse de la organización y utilización de los recursos actuales de la sociedad. Sin embargo, Marcuse sostiene que, en este punto,

la sociedad industrial avanzada confronta la crítica con una situación que parece privarla de sus mismas bases. El progreso técnico, extendido hasta ser todo un sistema de dominación y coordinación, crea formas de vida (y de poder) que parecen reconciliar las fuerzas que se oponen al sistema y derrotar (o refutar) toda protesta en nombre de las perspectivas históricas de liberación del esfuerzo y dominación. (p. 34)

¿Es la sociedad moderna de la democracia y el capitalismo, en efecto, capaz de contener el cambio social? Recordemos que, para Fromm,

la entidad básica del proceso social es el individuo, sus deseos y sus temores, su razón y sus pasiones, su disposición para el bien y para el mal. Para entender la dinámica del proceso social tenemos que entender la dinámica de los procesos psicológicos que operan dentro del individuo […] La tesis de este libro es la de que el hombre moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista […], no ha ganado la libertad en el sentido positivo de la realización de su ser individual […] Aun cuando la libertad le ha proporcionado independencia y racionalidad, lo ha aislado y, por lo tanto, lo ha tornado ansioso e impotente. Tal aislamiento le resulta insoportable, y la alternativa que se le ofrece es la de rehuir la responsabilidad de esta libertad positiva la cual se funda en la unicidad e individualidad del hombre. (Fromm, 1941/1980, p. 24)

En sus desarrollos tanto del nazismo como del conformismo consumista de la sociedad democrática, Fromm entiende que la sociedad moderna había avasallado las relaciones rígidas y autoritarias basadas en el respeto a la tradición, las jerarquías y el poder religioso predominantes bajo el sistema feudal. La disolución de estas pautas premodernas dio lugar a dos modelos alternativos de libertad: la libertad positiva —la cual se funda en la unicidad e individualidad del hombre, la expresión de su potencialidad intelectual, emocional y sensitiva— y la libertad negativa, considerada como la esfera de acción que el individuo adquiere al tratar de esquivar determinados obstáculos. Mientras que la primera es una “libertad para” (un poder de efectuar determinadas acciones), la segunda es una “libertad de” (alejamiento de las trabas impuestas por la sociedad):

Al trascender la naturaleza, al enajenarse de ella y de otro ser humano, el hombre se halla desnudo y avergonzado. Está solo y libre y, sin embargo, medroso e impotente. La libertad recién conquistada aparece como una maldición; se ha liberado de los dulces lazos del Paraíso, pero no es libre para gobernarse a sí mismo. (Fromm, 1941/1980, p. 60)

El desarrollo de la sociedad moderna, a través de la Reforma protestante y el individualismo burgués, estimuló la libertad negativa, lo cual hizo que el hombre lograra emanciparse de los constreñimientos de la sociedad feudal, pero pagando el precio de una creciente soledad, aislamiento, desprotección, atomización y sentimiento de impotencia e insignificancia:

El derrumbamiento del sistema medieval de la sociedad feudal posee un significado capital que rige para todas las clases sociales: el individuo fue dejado solo y aislado: Estaba libre y esta libertad tuvo un doble resultado. El hombre fue privado de la seguridad de que gozaba, del incuestionable sentimiento de pertenencia, y se vio arrancado de aquel mundo que había satisfecho su anhelo de seguridad tanto económica como social […] Pero también era libre de obrar y pensar con independencia, de hacerse dueño de sí mismo. (Fromm, 1941/1980, pp. 129-130)

De modo que la forma que tiene el individuo moderno de escapar de la angustia y el malestar generados por la libertad negativa se resume básicamente en dos aspectos: la sumisión al totalitarismo y el conformismo consumista. Lo que me interesa para el presente ensayo es la segunda de las dos formas, a saber: la manera en que las sociedades industrializadas supuestamente democráticas fomentan el conformismo y la anestesia emocional e intelectual de sus ciudadanos. Para ello, Fromm se sirvió de la noción del autómata, referente al mecanismo por el cual

el individuo deja de ser él mismo; adopta por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales y, por lo tanto, se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que sea. (Fromm, 1941/1980, p. 220)

El autómata es de una superficial amabilidad, ansioso siempre por agradar y ocultar —tanto a los demás como a sí mismo— los sentimientos que incomoden su sociabilidad. Según Fromm, en el capitalismo avanzado el poder no actúa a través de la “autoridad manifiesta”, sino que se efectiviza de manera anónima: el terror al rechazo o el ostracismo social reemplazan el miedo al padre que castiga y prohíbe. Partiendo de dicha concepción del individuo automatizado que vive sumido en un trabajo con el fin único y primordial de “sobrevivir” y de seguir produciendo, pasamos a analizar el universo literario de Franz Kafka. Como afirma Fisher (2009/2016), “Si Kafka es un comentarista valioso del totalitarismo lo es porque supo revelar una dimensión del totalitarismo que no se ajusta al modelo del mando despótico” (p. 84), y que podríamos calificar de dominación inconsciente.

EL MIEDO A LA LIBERTAD EN EL UNIVERSO KAFKIANO

Si la libertad, conforme la hemos ido conquistando, termina por revolverse y paradójicamente acaba por apresarnos a su vez, ¿cómo predecir el rumbo que sigue la historia? ¿Cuál es el siguiente paso a dar? Diríase incluso no ya que hemos regresado a la caverna, sino que nos hallamos aún más presos, conscientes de ello e incluso felices de estarlo, prendidos por el reluciente decorado y un sinfín de lujos que colman nuestras necesidades introyectadas, cualquier alternativa de cambio social se tiene por inconcebible, pues, como señala Marcuse (1954/2016),

una sociedad que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva tanto a la independencia de pensamiento, como a la autonomía y al derecho de oposición política de su función crítica básica. (p. 41)

Sin embargo, la angustia individual no hace sino acrecentarse. Como ya afirmó en alguna ocasión el propio Fromm (1941/1980),

La posición en la que se halla el individuo en nuestra época había sido prevista por algunos pensadores proféticos del siglo XIX. Kierkegaard describe al individuo desamparado, atormentado y lacerado por la duda; Nietzsche tiene una visión del futuno nihilismo próximo a venir, que debía manifestarse luego en la ideología nazi, y dibuja la imagen del superhombre, negación del individuo insignificante. (p. 165)

No obstante, el tema de la impotencia del hombre halló su más precisa expresión en la obra de Franz Kafka, sirviéndose principalmente de dos mecanismos: la sumisión laboral como negación de la angustia y la irracional coherencia del absurdo.

Frente a la paradoja de que las numerosas libertades ganadas por los individuos en el plano personal los han ido aislando de la sociedad, aumentando su sentimiento de soledad, impotencia e insignificancia, los personajes de Franz Kafka no hacen sino confirmar esta hipótesis: en lugar de regocijarse en los tradicionales lazos de la religión o de la familia, se rodean de restricciones, de reglas y de valores impuestos o esfuerzos inconmensurables que no los llevan a ninguna parte. En su obra El castillo, publicada originalmente en 1926, el protagonista es un hombre que se muda a una aldea próxima a un castillo con el fin de poder comunicarse con los habitantes del mismo, ya que supuestamente estos le dirán todo lo que tiene que hacer y cuál es su lugar en el mundo (Kafka, 1926/2014). La trama no es sino la vana prolongación de la insignificancia y futilidad de este hombre en sus frenéticos intentos por establecer una comunicación que nunca llegará a efectuarse, y la respuesta de K es un adelanto de la frustración del individuo perdido en el laberinto del call center o de los servicios actuales de atención al cliente. Josef K., el protagonista de El proceso (novela publicada un año antes, en 1925), es arrestado una mañana y acusado —y eventualmente ejecutado— de un delito que nunca llegará a conocer (Kafka, 1925/2013). Como explica Fisher (2009/2016),

Kafka distingue de forma clarificadora entre los dos tipos de absolución que podría alcanzar el acusado. La absolución definitiva ya no es posible si es que alguna vez lo fue […] Las dos opciones que quedan son en primer lugar “la absolución ostensible”, en la que el acusado es absuelto para todo fin práctico, pero puede en el futuro y aparentemente sin causa afrontar los cargos que se han levantado; segundo, “la postergación indefinida”, en la que el acusado se consagra a un proceso legal con la esperanza de estirarlo lo más posible para que la elevación del caso a juicio se vuelva cada vez más improbable. Deleuze observa que las sociedades de control delineadas por el mismo Kafka, pero también por Foucault y Burroughs, operan sobre la base de la postergación indefinida […] Una consecuencia de este ejercicio indefinido del poder es que la vigilancia externa ya no es tan necesaria: en gran medida la sustituye la vigilancia interna. (p. 51)

Ciertamente, lo que de los relatos de Kafka nos llama sobre todo la atención es el hecho de que incluso ciertos comportamientos de los personajes parecen indicar que son ellos mismos los que han actuado como una especie de cómplices inconscientes en la creación de su propia situación dramática. Este supuesto nos da a entender que —nueva reminiscencia de los habitantes de la caverna platónica— la idea de inseguridad e incertidumbre que les acarrearía una vida en libertad les dibuja una perspectiva mucho más aterradora que la de su actual esclavitud. En efecto, lo realmente trágico, lo que asombra de estas novelas, es la naturalidad del relato y de los personajes a la hora de resignarse y aceptar su realidad:

La nueva burocracia no toma la forma de un cuerpo de funciones específicas y delimitadas para trabajadores particulares, sino de algo que permea a todas las áreas de trabajo y que hace que (como predijo Kafka) los empleados se conviertan en sus propios auditores, forzados a evaluar su propio desempeño. (Fisher, 2009/2016, p. 85)

Esta escalofriante naturalidad se nos muestra de forma desnuda y transparente en la sumisión irracional al trabajo, la cual fundamenta de un modo u otro todas sus obras. En un breve pero impactante relato, El artista del trapecio (1922/2011b), el protagonista es un trapecista que vive literalmente pendido del techo, en esa barra horizontal que dota de significación y constituye su entera existencia. Otro claro ejemplo es el de ciertos personajes de El proceso (1925/2013), como el caso del matrimonio que vive en un cuartucho de unas administraciones judiciales —el cual, además, debe desalojar y vaciar cada fin de semana porque opera como sala de interrogatorios—, o la declaración en un determinado momento de cierta empleada de oficinas:

Los demás, como puede ver enseguida por mí, vamos por desgracia muy mal vestidos y de forma pasada de moda; tampoco tiene mucho sentido gastar dinero en ropa, ya que estamos casi sin interrupción en las oficinas, incluso dormimos aquí. (Kafka, 1925/2013, p. 87)

Pero, a mi juicio, la obra más representativa a este respecto no puede ser otra que La metamorfosis (1915/2011c), la cual salió a la luz durante la Gran Guerra, en el año 1915. Allí Kafka lleva a cabo una declaración tajante de ese absurdo cotidiano que lacera al individuo, física, psicológica e incluso espiritualmente, cruzando todo tipo de límite, ya que la paradoja constitutiva del relato es que para su protagonista, Gregorio Samsa, incluso al despertar una mañana y verse convertido en un “monstruoso insecto”, solo existe una única preocupación: su inminente ausencia en el trabajo: “Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco” (Kafka, 1915/2011c, p. 14). Su desasosiego no nace del hecho de verse de repente transformado en una cucaracha, sino del estupor que provocará su ausencia en el almacén. El incomprensible pero a la vez tan racional y automatizado comportamiento de Gregorio representa aquella disminución de la libertad seguida de una progresiva deshumanización, que en este caso es incluso llevada hasta el extremo de la animalización, a causa de la absorción por parte del sistema. La verdadera “metamorfosis” no sería entonces otra que la pérdida del yo individual, que ha pasado a convertirse en un engranaje más de la gran maquinaria económica, cuyo engrasado y continuo movimiento le atribuye, en el universo literario de la obra, una omnipotencia inescrutable: “Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios estén completamente parados” (Kafka, 1915/2011c, p. 25). Y esto no es algo exclusivo del protagonista: todos los personajes de la obra aparecen enajenados por el mismo sentimiento de prioridad al trabajo, como claramente lo prueba la confirmación explícita de la madre: “No está bueno, créame usted, señor principal. ¿Cómo, si no, iba Gregorio a perder el tren? Si el chico no tiene otra cosa en la cabeza más que el almacén” (Kafka, 1915/2011c, p. 22), o la actitud del padre cuando, ante la incapacidad de su hijo convertido en insecto, debe ponerse nuevamente a trabajar y advertimos que ni siquiera se molesta en quitarse el traje, transformándose así a su vez y haciendo de su empleo el motivo único de su existencia:

El padre se negaba obstinadamente a despojarse, ni aun en casa, de su uniforme de ordenanza. Y mientras la bata, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba perfectamente uniformado, cual si quisiese hallarse siempre dispuesto a prestar servicio, o esperase oír hasta en su casa la voz de alguno de sus jefes. (Kafka, 1915/2011c, p. 69)

Esta actitud de estado de alerta permanente, en la que el trabajo se introduce en la vida personal del individuo, está lejos de sentirse como una hiperbolización del autor: encontramos su correlato en la realidad social en el simple hecho de tener completamente normalizado responder a un e-mail de trabajo fuera del horario laboral, a altas horas de la noche o incluso en periodo de vacaciones. Además, en el universo kafkiano tampoco son los personajes los únicos que aparecen despojados de todo tipo de autonomía o “vida personal”, sino que también el propio entorno se presenta tan estéril y aburrido como vacío de identidad. Así se nos describe la ciudad en ciertos pasajes de El proceso: “se entregó ante todo a cierta indolencia, mirando por la ventana al lado opuesto de la calle, del que desde su asiento solo podía ver una pequeña sección triangular, un trozo de pared vacía entre dos escaparates” (Kafka, 1925/2013, p. 102).

O la vista de la ventana desde la habitación de Gregorio en La metamorfosis: “En esto, había ido clareando, y en la acera opuesta se recortaba nítido un trozo del edificio negruzco de enfrente. Era un hospital, cuya monótona fachada rompían simétricas ventanas” (Kafka, 1915/2011c, p. 31).

Esto, a su vez no hace sino reiterar incluso a través de lo inanimado que, en verdad, no existe vía de escape alguna, ni hacia adentro ni allá afuera, que no sea la de la entrega del yo en favor de la sumisión al sistema: “era éste un capitalito que en realidad no se debía tocar, y que convenía conservar para caso de necesidad. El dinero para ir viviendo, no había más remedio que ganarlo” (énfasis añadido, Kafka, 1915/2011c, p. 49).

LA IRRACIONAL COHERENCIA DEL ABSURDO

La obra de Kafka refleja el tipo de pensamiento intrusivo y la incomprensible “náusea” (como diría cierto pensador francés) que apresan al hombre moderno. El progreso pierde fuerza cuando debe dar respuesta a la incertidumbre, al absurdo, a ese sinsentido del individuo que vive por y para el trabajo, esclavo de una sociedad mecanizada y esencialmente consumista. El universo absurdo en que se desarrollan sus tramas está dotado, pese a la patente y continua inverosimilitud, de una coherencia irracionalmente lógica. Pero es en el reducto en que se congregan dichas contradicciones de donde precisamente brota lo absurdo. Como señala Albert Camus (1942/2021) acerca de El proceso,

Por una paradoja singular, aunque evidente, cuanto más extraordinarias son las aventuras del personaje, más perceptible resulta la naturalidad del relato […] el sentido de la novela es más particular y personal de Kafka. En cierta medida es él quien habla, si bien nos confiesa a nosotros. Vive y es condenado. Se entera en las primeras páginas de la novela de que sigue en este mundo y aunque trata de ponerle remedio lo hace, no obstante, sin sorpresa. Nunca se asombrará de esta falta de extrañeza. En estas contradicciones se reconocen los primeros signos de la obra absurda. (p. 141)

Esas perpetuas vacilaciones entre lo natural y lo extraordinario, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico, se encuentran a lo largo de toda su obra y le otorgan a la vez su resonancia y su significado:

Hay en la condición humana […] una absurdidad fundamental al mismo tiempo que una implacable grandeza. Ambas coinciden, como es natural. Ambas están representadas, repitámoslo, en el ridículo divorcio que separa nuestras intemperancias del alma y los goces perecederos del cuerpo. […] Quien quiera representar esa absurdidad tendría que darle vida en un juego de contrastes paralelos. Así es como Kafka expresa la tragedia a través de lo cotidiano, y lo absurdo a través de lo lógico. (Camus, 1942/2021, p. 142)

Hay que tener siempre presente esa complicidad secreta que a lo trágico une lo lógico y lo cotidiano. Por eso, Gregorio Samsa es un viajante de comercio, y lo único que parece incomodarle es que a su jefe le desagradará su ausencia. Le crecen patas y antenas, su espinazo se arquea, su vientre está sembrado de puntos blancos, y todo eso solo le causa un “leve fastidio”. Por ello, si Kafka quiere representar lo absurdo, se sirve de la coherencia: el mundo de Kafka es en verdad un universo inefable donde el hombre se permite el lujo torturador de pescar en una bañera, aun sabiendo que no sacará nada.

CONCLUSIONES

Hemos visto que, si bien Fromm denuncia explícitamente la desesperada y compleja situación que atraviesa el individuo moderno, Kafka se sirve de la literatura para arrojarlo a un universo en el que toda intención o pensamiento quedan despojados de sentido por la propia lógica y el operar del universo en sí, siendo del todo no ya irrealizable, sino inconcebible ningún tipo de realidad alternativa. La coherencia irracional del absurdo en el individuo kafkiano encuentra su máxima expresión en el concepto de “autómata” de Fromm. Diríase que Kafka eleva a la máxima potencia la futilidad e insignificancia de nuestras acciones —El castillo, El proceso, La condena— y la soledad que empuja al hombre a refugiarse en la comodidad del consumismo y de la aceptación, volcado en la completa sumisión, tal y como lo predicaban el régimen protestante o el calvinismo con respecto a Dios y al trabajo —La metamorfosis, El artista del hambre, El artista del trapecio—. Podría argüirse incluso que los personajes kafkianos conservan algo del enamoramiento apasionado del adolescente, cuyo objeto de amor no sería ahora otro que su propio trabajo: en estos casos típicos,

el yo se hace cada vez menos exigente y más modesto, y, en cambio, el objeto deviene cada vez más magnífico y precioso, hasta apoderarse de todo el amor que el yo sentía por sí mismo, proceso que lleva, naturalmente, al sacrificio voluntario y complejo del yo. (Freud, 1921/2010, p. 58)

Las relaciones libidinales del individuo con su empleo se refuerzan hasta el punto de la (con)fusión de ambos: puede decirse sin ningún reparo que lo que sucede en las tramas de Kafka es, en todo caso, que el objeto acaba devorando al yo.

Diríase que nos seguimos negando a comprender que hoy día, un siglo después, la realidad pseudoficcional que Kafka enarboló con el conjunto de sus obras parece haberse impuesto finalmente. Varias encuestas realizadas por el estudio de The British Journal of Social Psychology (Becker et al., 2021), al que me he referido en la introducción, muestran datos reales sobre la situación actual. Por ejemplo, en la encuesta número 2, que tuvo lugar en Alemania, los participantes que creían en el sistema neoliberal mostraban síntomas de que el sentimiento de soledad era más acuciante que aquellos que optaban por alternativas políticas al mismo. En la encuesta número 4, que buscaba analizar la relación entre competitividad y desconexión social, los participantes que reflejaban altos niveles de competitividad en su vida diaria mostraban a su vez un nivel de bienestar significativamente más bajo que aquellos cuya existencia estaba menos marcada por la competitividad laboral. La cuestión es que el discurso kafkiano no reclama ese cariz de “universo distópico” que sí que aparece en novelistas más tardíos como Huxley, Orwell, Bradbury o Philip K. Dick, y, sin embargo, aunque lo aterrador de este tipo de creaciones, junto con otras “ficciones” emblemáticas de nuestro siglo como Black Mirror —catalogada por Netflix como serie “de terror”— sea precisamente la semejanza entre ciertos elementos y comportamientos de sus personajes con los de nuestra realidad más cotidiana, si la obra de Kafka resulta en comparación mucho más desconcertante y siniestra —en el sentido literal del “unheimlich” freudiano, en tanto lo extraño y ominoso insertado en lo familiar y hogareño— es porque está enteramente revestida de los conceptos de normalización y aceptación tácita.

En plena Segunda Guerra Mundial, ya insistía Fromm (1941/1980) en que debíamos dar el paso desde la libertad negativa hacia la libertad positiva, y en que “tan solo si el hombre logra dominar la sociedad y subordinar el mecanismo económico a los propósitos de la felicidad humana, […] podrá superar aquello que hoy lo arrastra hacia la desesperación: su soledad y su sentimiento de impotencia” (p. 314). Parece entonces que el culmen de la realización de las conquistas de los últimos siglos está en manos de una democracia férrea, que asuma la ofensiva y avance para realizar su propio fin:

Triunfará sobre las fuerzas del nihilismo tan solo si logra infundir en los hombres aquella fe que es la más fuerte de las que sea capaz el espíritu humano, la fe en la vida y en la verdad, la fe en la libertad como realización activa y espontánea del yo individual. (Fromm, 1941/1980, p. 314)

Actualmente, el hombre no sufre tanto por la pobreza como por el hecho de haberse vuelto un engranaje dentro de una máquina inmensa, de haberse transformado en un autómata, de haber vaciado su vida y haberle hecho perder todo su sentido. La depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), el trastorno límite de la personalidad (TLP) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO) definen el panorama de comienzos de este siglo. El actual sujeto de rendimiento se caracteriza por un estado perenne de “enajenación de sí mismo”. Como señala Byung-Chul Han (2022), “en el marco de la positivización general del mundo, tanto el ser humano como la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista” (p. 53). La sobreestimulación y la falta de ilusión tan características del individuo asediado por las exigencias impuestas por el neoliberalismo encuentran un sugerente paralelismo en el relato kafkiano El artista del hambre (1922/2011a), cuyo protagonista es un hombre que vive en una “jaula” y se dedica a la práctica del ayuno como pretexto para el espectáculo artístico. Su lenta agonía, carente de todo tipo de emoción, lo conduce finalmente a una muerte de la que nadie se percata, pero que a su vez significa un gran alivio para todos los implicados. Su muerte abre paso a la llegada de la pantera joven, que “personifica” la plácida alegría de vivir:

La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces que a los espectadores no les era fácil poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí. (Kafka, 2011a, p. 17)

Al artista del hambre, tan solo la negatividad de la negación le da la sensación de libertad, una libertad que es igual de ilusoria que aquella que la pantera guarda “en cualquier rincón de su dentadura”. Decía Freud (1930/2020) en El malestar de la cultura que,

si la libertad individual no es un bien de la cultura —pues era máxima antes que toda cultura—, y es por tanto el desarrollo cultural el que le impone restricciones, el anhelo de libertad se dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general. (p. 95)

Sin embargo, como hemos podido observar a lo largo del ensayo, parece que somos cada vez más incapaces de generar una respuesta o de buscar alternativas a una cultura que, aunque aparentemente desarrollada en el ámbito de derechos y libertades individuales, resulta ser mucho más represiva de lo que podemos llegar a imaginar.

Hemos visto también cómo la cosificación, la mecanización y la automatización son una constante en las obras de Kafka, así como una de las bases de la denuncia de Fromm correspondiente al estado del individuo de su tiempo. En su obra Anatomía de la destructividad humana (1973/1987), Fromm escribe a este respecto que

el mundo se convierte en una suma de artefactos sin vida; del alimento sintético a los órganos sintéticos, el hombre entero se convierte en parte del mecanismo total que él controla y que simultáneamente lo controla a él […] El mundo de la vida se ha convertido en el mundo de la “no vida”; las personas son ya “no personas”, un mundo de muerte. La muerte ya no se expresa simbólicamente por heces ni cadáveres malolientes. Sus símbolos son ahora máquinas limpias y brillantes. (p. 394)

La vida sin muerte, la vida de los no-muertos, es una vida cosificada y maquinal. En el contexto actual, el capitalismo se organiza a través de la necesidad y el deseo, que tienen que reflejarse en el consumo y la producción. A este respecto, en una de sus últimas obras, Capitalismo y pulsión de muerte (2022), publicada justo antes del comienzo de la pandemia, Byung-Chul Han afirma que

todo se reduce a la fórmula del consumo y el disfrute. Negatividades como el dolor son eliminadas a favor de la positividad de la satisfacción de necesidades. La muerte es la negatividad por excelencia. La presión para producir la elimina. Incluso el amor se amolda al proceso capitalista y se atrofia en la sexualidad como necesidad […]. El otro, al que se ha privado de su alteridad, ya solo se puede consumir. (Énfasis añadido, p. 27)

Esta privación de alteridad tiene como consecuencia lógica una supresión de la propia identidad. Tanto en Kafka como en Fromm o como en el propio Freud de Psicología de las masas, si bien por distintos motivos o desde distintos enfoques, lo que tiene lugar es una disolución del yo, una pérdida de la identidad. Actualmente, una de las patologías frecuentes que sufre el individuo es el denominado burnout o ‘síndrome del trabajador quemado’. En La sociedad del cansancio, Han (2022) afirma que dicho síndrome es “la consecuencia patológica de una explotación voluntaria” (p. 91) y concluye con la tesis de que

el imperativo de la ampliación, de la transformación y de la reinvención de la persona, cuyo reverso es la depresión, presupone una idea de productos vinculados con la identidad. Cuanto más a menudo cambie la identidad, tanto más se fomentará la producción. (Énfasis añadido, p. 92)

Paradójicamente, esta identidad cambiante del individuo moderno se conforma a partir de la premisa neoliberal de la instigación a la individualidad. Siguiendo la línea de Fisher (2014/2019) de que, junto al exorcismo cultural y la purificación comercial —recordemos que, para que el capitalismo pudiera ser dominante, la cultura del ocio debía ser eliminada—, la individualización forzosa se erige como el tercer gran factor decisivo para el crecimiento del tardocapitalismo, entendemos por qué “la modernidad capitalista fue en este sentido conformada por el proceso siempre incompleto de eliminación de la colectividad festiva” (p. 204). En este sentido, vemos cómo el realismo capitalista que se enraizó en la década de los 90 buscó completar este proceso de individualización forzosa. Un ejemplo esclarecedor es el de la “Tragedia de Hillsborough”, suceso ocurrido el 15 de abril de 1989 durante un partido de futbol entre Liverpool y Nottingham Forrest en el estadio de Hillsborough, en el que fallecieron 96 personas aplastadas contra las vallas del estadio a causa de una avalancha humana. La tragedia, declara Fisher, permitió una agresiva ocupación corporativa del fútbol inglés:

Las tribunas populares fueron cerradas y se le asignó un asiento individual a cada espectador. De un solo golpe, toda una forma de vida colectiva había sido clausurada. La modernización de los estadios de fútbol en Inglaterra estaba sumamente atrasada; pero esta fue la versión neoliberal de la “modernización”, que equivalía a la hipermercantilización, la individualización y la corporativización. La multitud fue descompuesta en consumidores solitarios; y el cambio de identidad de la primera división inglesa, que pasó a llamarse Premier League, y la venta de los derechos televisivos a Sky fueron presagios de la incontrolable desolación existencial que se abatiría sobre Inglaterra en el siglo XXI. (pp. 205-206)

Este no es sino uno de tantos ejemplos de cómo la soledad “conectada” —propia de la adicción a los smartphones y a las redes sociales, a la propia imagen y sus filtros, a los centros de trabajo, a las pantallas, a las drogas de diseño, etcétera— es el reverso depresivo de la individualización forzosa: nos transformamos en nuestros perfiles, trabajando las veinticuatro horas, los siete días de la semana, para el capitalismo de la comunicación. No obstante, señala Fisher (2014/2019) de manera compasivamente optimista —por desgracia, el autor británico se quitó la vida en el año 2017—:

el proyecto de individualización forzosa nunca puede ser completo: en todo momento, la colectividad puede ser redescubierta y reinventada. El espectro de un mundo que podría ser libre siempre tiene que ser reprimido, ya que puede revitalizarse en cualquier festividad que dure demasiado, en cualquier ámbito laboral u ocupación universitaria que se niegue a la necesidad del trabajo monótono, en cualquier grupo en el que se afirme la conciencia que rechaza la inevitabilidad del individualismo competitivo. (p. 206)

De estas ideas extraemos que el individualismo, por lo tanto, tiene que ser impuesto y vigilado, y que además toda la inventiva del capital está dedicada a esta compulsión. Como señala Marcuse (1954/2016), “enfrentadas a la omnipresente eficacia del sistema de vida dado, las esperanzas siempre han parecido utópicas” (p. 252). Sin embargo, de vez en cuando,

como en un globo ocular enfermo en el que se perciben perturbadores flashes de luz, o como en esos rayos solares barrocos en los que los rayos de otro mundo de pronto irrumpen en el nuestro, se nos recuerda que la utopía existe y que otros sistemas, otros espacios, son todavía posibles. (Jameson, 2013, como se cita en Fisher 2014/2019, p. 207)

REFERENCIAS

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