Algunos apuntes sobre la contratransferencia desde la perspectiva psicoanalítica relacional

Matías Méndez

https://orcid.org/0000-0003-1897-9512

Universidad Diego Portales, Facultad de Psicología, Santiago, Chile

Correo electrónico: ps.matiasmendez@gmail.com

Recibido: 13 de mayo del 2022 / Aceptado: 10 de mayo del 2023

doi: https://doi.org/10.26439/persona2023.n26(1).5875

RESUMEN. El fenómeno de la contratransferencia ha tendido a ser interpretado como un obstáculo para el correcto desarrollo de la psicoterapia de orientación psicoanalítica. Desde los tiempos de Freud, la tradición principal del psicoanálisis ha insistido en la necesidad de controlar y aislar del campo analítico la subjetividad del terapeuta, promoviendo una actitud signada por la neutralidad, el anonimato y la abstinencia del profesional. El psicoanálisis relacional plantea una crítica a este antiguo ideal, sosteniendo que la vida subjetiva del psicoterapeuta, incluyendo sus reacciones contratransferenciales, constituye un ingrediente fundamental de todo tratamiento que no puede ni debe ser disociado del encuentro terapéutico ni del proceso analítico en su conjunto. En este trabajo se abordan algunas de las principales ideas avanzadas por los teóricos relacionales a propósito de la naturaleza y la función de la contratransferencia en la psicoterapia psicoanalítica. Se revisan las principales críticas relacionales hacia el ideal de la neutralidad analítica, se describe el concepto de “matriz transferencia-contratransferencia”, se presenta el desarrollo del concepto de enactment en el marco de la teoría clínica relacional y se discuten algunos de los planteamientos relacionales en torno al recurso de la autodevelación del terapeuta en el contexto de la psicoterapia psicoanalítica.

Palabras clave: contratransferencia / psicoanálisis relacional / intersubjetividad / escenificación / autodevelación

Some Notes on Countertransference from the Perspective of Relational Psychoanalysis

ABSTRACT. Psychoanalytically oriented psychotherapy has interpreted countertransference as an obstacle to the therapeutic process. Since Freud, the central tradition of psychoanalysis has insisted on the need to control and isolate the therapist’s subjectivity from the analytical field, promoting an attitude characterized by professional neutrality, anonymity, and abstinence. Relational psychoanalysis critiques this old idea, arguing that the subjective life of the psychotherapist, including his countertransference reactions, constitutes a fundamental ingredient of any treatment and that it cannot and should not be dissociated from the therapeutic encounter. This paper addresses some of the relational theorists’ main ideas about countertransference’s nature and function in psychoanalytic psychotherapy. This article reviews the main relational criticisms towards the ideal of analytic neutrality, describes the concept of “transference-countertransference matrix”, presents the development of the concept of “enactment” in relational clinical theory, and discusses some of the relational ideas about the use of therapist’s self-disclosure in psychoanalytic psychotherapy.

Keywords: countertransference / relational psychoanalysis / intersubjectivity / enactment / self-disclosure

INTRODUCCIÓN

Las primeras nociones acerca de la contratransferencia en psicoanálisis se encuentran en la obra de Sigmund Freud. Si bien se trata de un concepto escasamente utilizado por el autor en sus escritos, el fenómeno que designa ha sido objeto de importantes debates y controversias a lo largo de la historia del psicoanálisis (cf. Abella, 2019). En la actualidad, la contratransferencia es uno de los tópicos más ampliamente discutidos en la literatura psicoanalítica contemporánea, existiendo múltiples posiciones teóricas en relación a su lugar y su función en el tratamiento analítico, así como respecto de la forma correcta de abordarla en la práctica clínica (Oelsner, 2013; Tishby, 2022).

Freud (1910/2014b, 1915/2014e) definió la contratransferencia como el conjunto de reacciones inconscientes que surgen espontáneamente en la mente del analista en respuesta a la transferencia del analizado. En el modelo freudiano, dichas reacciones se asocian a la activación de los complejos y conflictos neuróticos del profesional, cuyo mundo interno tiende a movilizarse ante los desplazamientos transferenciales del paciente (Laplanche & Pontalis, 1996). En este sentido, las respuestas contratransferenciales reflejarían la manera en que se estructura el inconsciente en el analista, al tiempo que expresarían de un modo indirecto ciertos aspectos clave del funcionamiento psicológico del analizado.

Diversos autores han hecho notar cierta ambigüedad en el modo en que el propio Freud concibió la contratransferencia y sus implicancias para el análisis (Gabbard, 2005; Racker, 1968; Rudnytsky, 2002; Scharff, 1988), y observaron dos grandes tendencias en la obra freudiana. Por un lado, el autor sostuvo que las reacciones inconscientes del analista podían ser un obstáculo para el correcto desarrollo del proceso analítico, en la medida que estas tenderían a distorsionar la percepción que el clínico tiene de su paciente, afectando la exactitud de sus interpretaciones (Freud, 1912/2014d, 1915/2014e, 1917/2014g, 1920/2014h). Por otro lado, Freud sugirió en algunos de sus textos la posibilidad de que las reacciones contratransferenciales del analista pudieran servir como una herramienta al servicio de la exploración y la cura analíticas (Freud, 1910/2014a, 1910/2014c, 1912/2014d, 1915/2014f, 1917/2014g).

En relación con la primera posición, Freud propuso que la contratransferencia tendría el potencial de desplazar al analista de su posición de observador neutral de la realidad psíquica del analizado, mermando su capacidad para interpretar objetivamente el material provisto por este. Consecuentemente, Freud recomendó a sus colegas observar celosamente sus propias reacciones subjetivas, cuidándose de no dejarse llevar ciegamente por los sentimientos, fantasías e impulsos que pudieran surgir en su interior en el intercambio con sus pacientes (Freud, 1937/2014i). La indicación del análisis didáctico como un requisito en la formación de candidatos se relaciona directamente con esta premisa, apuntando a la necesidad de que los analistas conozcan y resuelvan previamente sus complejos a fin de que estos no alteren el curso del análisis (Freud, 1910/2014b; Gabbard et al., 2017).

En relación con la segunda posición, Freud dio a entender que la contratransferencia del analista podía operar como una valiosa fuente de información sobre el mundo interno del paciente, toda vez que las respuestas emocionales del terapeuta serían un reflejo de aspectos de la vida mental del analizado que este es incapaz de concientizar y comunicar directamente (Freud, 1915/2014f). Asimismo, el autor afirmó que la contratransferencia constituye una parte inevitable de la movilización de “la capacidad de amar” del analista, capacidad que cumpliría una función crucial en el éxito de todo tratamiento (cf. Corveleyn, 1997). Sin embargo, es preciso tener en cuenta que, aun cuando Freud reconoció tanto la relativa inevitabilidad como la potencial utilidad clínica de la contratransferencia, el autor mantuvo en todo momento la convicción de que las reacciones inconscientes del analista deben ser observadas y controladas por el profesional, de modo que estas no interfieran en el progreso del análisis.

Esta ambigüedad en relación con la contratransferencia se percibe no solo en el conjunto de sus textos teóricos, sino también en algunos de sus reportes clínicos. Sabemos que Freud solía contravenir algunas de sus recomendaciones técnicas al adoptar una disposición más abierta, espontánea, sincera e incluso abiertamente gratificadora con algunos de sus pacientes (Fayek, 2017; Jacobs, 2003; Sassenfeld, 2019). Sobre este punto, Fayek (2017) comenta que la manera en que Freud conducía sus tratamientos muchas veces no se ceñía a la norma estándar, demostrando ciertas brechas en el “protocolo clínico” sobre el manejo de la contratransferencia y la aplicación de las reglas del anonimato, la neutralidad y la abstinencia.

Desde una perspectiva histórica, la representación de la contratransferencia como un obstáculo ha tendido a prevalecer por sobre la segunda posición, que la ve como una posible herramienta para la clínica psicoanalítica (Gabbard, 2005; Jacobs, 2003; Sassenfeld, 2019). En los círculos psicoanalíticos más cercanos a la ortodoxia, se tiende a asumir que el analista debe esforzarse por mantener su propia subjetividad al margen de la situación analítica, preservando en todo momento tanto el anonimato como la neutralidad (Coderch, 2010). Desde esta perspectiva, se plantea que el analista debería abstenerse de revelar detalles de su vida interior al analizado, a fin de no contaminar el material de análisis y asegurar que el proceso se desarrolle libre de toda fuente de sugestión.

Esta concepción preferentemente negativa de la contratransferencia ha encontrado un interesante contrapunto en las propuestas de algunos analistas posfreudianos. Las contribuciones seminales de Ferenczi (1919, 2008), Sullivan (1953, 1954), Heimann (1950, 1960) y Racker (1953, 1957), entre varios otros, han impulsado una línea de trabajo que se desmarca de los cánones analíticos más clásicos, aquilatando una visión “alternativa” acerca de la contratransferencia y avanzando hacia la posibilidad de hacer un uso clínicamente constructivo de las reacciones inconscientes del analista (Daurella, 2018; Kernberg, 1965; Méndez, 2021). Para estos autores, la contratransferencia ya no es vista solamente como un obstáculo indeseable, ni tampoco como una variable que deba (o que pueda) ser aislada del campo de investigación analítica. Contrariamente, sus ideas apuntan a la necesidad de incluir las reacciones inconscientes del analista como parte del material de análisis, reconociendo la importancia de integrar, antes que excluir, la irreductible subjetividad del terapeuta en el proceso (Daurella, 2018; Liberman, 2007).

En este contexto, Kernberg (1965) identifica dos grandes aproximaciones al fenómeno de la contratransferencia en el ámbito del psicoanálisis. La primera, que el autor denomina la perspectiva clásica, entiende la contratransferencia como “la reacción inconsciente del psicoanalista a la transferencia del paciente” (p. 38). Manteniéndose muy próximo a la primera concepción freudiana, este enfoque considera que la principal fuente de las reacciones contratransferenciales del terapeuta se encuentra en sus propios conflictos neuróticos. Dichos conflictos se activan y movilizan en la mente del analista en respuesta a la puesta en acto de los conflictos inconscientes del paciente en la transferencia. Quienes adhieren a esta visión consideran necesario que el analista sea capaz de “dominar” y “superar” su contratransferencia con el fin de preservar la pureza del encuadre y asegurar la objetividad de sus interpretaciones.

La segunda aproximación, denominada totalista, concibe la contratransferencia como “la reacción emocional total del psicoanalista” (Kernberg, 1965, p. 38) ante los diversos elementos que se conjugan en la presencia del paciente. Desde esta perspectiva, las reacciones del terapeuta son una respuesta global ante la realidad del paciente —la cual no se reduce solamente a su transferencia, sino que incluye también otros aspectos de su persona (sus necesidades, sus conductas, su situación concreta de vida, su historia, etcétera)—, así como ante las necesidades reales y neuróticas del analista. Como puede verse, se trata de una definición que es más amplia que la primera, toda vez que (1) incluye la totalidad de los fenómenos emocionales que surgen en la mente del analista durante su encuentro con el paciente; (2) reconoce que las reacciones del analista provienen no solo de sus conflictos neuróticos no resueltos, sino que también dan cuenta de los demás rasgos personales e idiosincrasias psicológicas del terapeuta; y (3) entiende que las reacciones subjetivas del analista son provocadas por la totalidad de la persona que es el paciente y no tan solo por los desplazamientos transferenciales que se ponen en juego en la relación analítica. Los representantes de la visión totalista tienden a estar de acuerdo con Freud en que las reacciones contratransferenciales pueden ser útiles para el avance del proceso analítico, por cuanto pueden entregar información relevante acerca de la vida subjetiva del paciente (por ejemplo, Heimann, 1950, 1960; Bion, 1962, 1963). Asimismo, algunos autores en esta línea plantean que el terapeuta puede, bajo ciertas circunstancias, comunicar al paciente aspectos de su contratransferencia, promoviendo un uso activo y deliberado de sus reacciones emocionales en favor de la exploración terapéutica (por ejemplo, Little, 1951, 1960; Winnicott, 1958).

En base a estos y a otros desarrollos, la comunidad psicoanalítica se ha abierto progresivamente a la inclusión de nuevas perspectivas teórico-clínicas que se inclinan hacia una revalorización de la contratransferencia en el proceso analítico. Desde este punto de vista, la contratransferencia es entendida como un ingrediente fundamental e ineludible de cualquier tratamiento, y no como un estorbo del cual podamos prescindir (Tishby, 2022; Méndez, 2021). Por un lado, se propone que la “ecuación personal” del analista no es algo que se pueda eliminar a voluntad, sino que se trata de un elemento inherente a la situación terapéutica con el que es preciso aprender a lidiar hábil y constructivamente (Maroda, 2004, 2010; Thomä et al., 1987). Por otro lado, se entiende que las necesidades, los afectos y las demás características psicológicas del terapeuta modelan invariablemente su participación en el encuentro terapéutico, incidiendo directamente tanto en su experiencia como en su conducta en relación con el paciente (Aron, 2013; Renik, 1993). Asimismo, se plantea que el mundo interno del terapeuta siempre se trasluce de algún modo en la situación terapéutica, desbancando el ideal del analista anónimo y neutral, y cuestionando la imagen del terapeuta como una “pantalla en blanco” (Aron, 2013; Coderch, 2010; Hoffman, 1983; Sassenfeld, 2019, 2020b; Szmulewicz, 2013). A medida que se desarrolla la interacción, factores como la conducta, las interpretaciones y los silencios del terapeuta, así como el arreglo de la sala de consulta, el uso del diván, etcétera, comunican al paciente de manera inevitable aspectos importantes de la subjetividad del terapeuta (Sassenfeld, 2019, 2020b). Finalmente, y contrariamente a lo que dicta la técnica clásica, la autodevelación del terapeuta suele ser considerada como un recurso válido a la hora de intervenir, engrosando el repertorio de técnicas terapéuticas disponibles para el analista (Kernberg, 1965; Maroda, 2004, 2010; Méndez, 2021; Safran & Muran, 2013).

La tradición relacional del psicoanálisis contemporáneo, en sus diferentes vertientes, ha sido clave en la instalación de esta nueva perspectiva. Si bien se trata de un ámbito heterogéneo tanto en el plano de la teoría como en el eje de la práctica, existen ciertos principios clínicos transversales que convocan a los diferentes proponentes de este enfoque (cf. Sassenfeld, 2012, 2020b, 2020c), particularmente en lo que toca a la comprensión y el abordaje de la contratransferencia. En primer lugar, la psicoterapia relacional se sustenta sobre la premisa de que el terapeuta no puede sino participar del encuentro terapéutico concurriendo con su propia subjetividad, incluyendo aquellos aspectos de su vida psicológica que escapan a su percepción consciente (Maroda, 2010; Renik, 1993). En segundo lugar, los analistas relacionales conciben tanto la transferencia como la contratransferencia como fenómenos fundamentalmente intersubjetivos, entendiendo que las reacciones subjetivas del analista se constelan en el seno de una matriz relacional formada por la interacción de los mundos subjetivos del terapeuta y su paciente (Buirski & Haglund, 2001; Coderch, 2010; Stolorow & Atwood, 2004). En tercer lugar, se da por hecho que el despliegue de la relación terapéutica incluirá momentos donde las pautas inconscientes del terapeuta y su paciente darán pie al surgimiento de escenificaciones e impasses, independientemente del grado en que el analista haya trabajado sobre su propia subjetividad (Sassenfeld, 2010c). En tales situaciones, se plantea que la habilidad del clínico para atender a sus propias reacciones emocionales de un modo no defensivo cumple un rol crítico en el abordaje y la eventual resolución de estos episodios de desencuentro interpersonal (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013). Finalmente, los analistas relacionales tienden a incorporar la autodevelación del terapeuta como una herramienta terapéutica útil, promoviendo una actitud de honestidad emocional, autenticidad y transparencia en el trato con sus pacientes (Daurella, 2018; Font et al., 2021; Méndez, 2021).

En este trabajo me referiré a cada uno de los principios teórico-clínicos enumerados en el párrafo anterior, ofreciendo una visión panorámica acerca de la concepción relacional sobre la contratransferencia y su abordaje en psicoterapia. Sin pretender ser completamente exhaustivo en mi exposición, intentaré dar cuenta de algunos de los principales aportes teóricos relacionales sobre este importante aspecto de la labor clínica, rescatando las propuestas de diferentes autores y autoras vinculadas al movimiento relacional contemporáneo. Al concluir, presentaré una breve síntesis de las ideas principales desarrolladas en el texto.

LA IRREDUCTIBLE SUBJETIVIDAD DEL ANALISTA Y EL MITO DE LA NEUTRALIDAD

Uno de los rasgos distintivos del psicoanálisis relacional consiste en su claro distanciamiento respecto de los ideales cientificistas y objetivistas que han permeado buena parte del discurso psicoanalítico desde Freud (Aron, 2013; Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2012; Vogan, 2022). El psicoanálisis freudiano se edificó sobre la base de un conjunto de premisas metafísicas y epistemológicas heredades del entorno científico de comienzos del siglo xx (Mitchell, 2015; Sassenfeld, 2016). Tanto la teoría pulsional como el método psicoanalítico clásico presentan características que dan cuenta del compromiso filosófico adquirido por Freud y sus discípulos con los ideales cientificistas de su época, incluyendo la creencia en la separación sujeto-objeto, la importancia de ceñirse a una técnica estándar y la idea de objetividad (Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2016; Stolorow & Atwood, 2004). El rol del analista fue descrito por Freud como el de un observador científico neutral y desapegado, que estudia el material provisto por el paciente desde una atalaya epistemológica que prevendría la influencia de su propia subjetividad sobre su objeto de estudio, y cuyo apego irrestricto a los ideales de neutralidad, anonimato y abstinencia garantizaría la objetividad de sus pesquisas e interpretaciones (Aron, 2013; Gabbard, 2022; Mitchell, 2015). Sobre este trasfondo, y desmarcándose de la matriz positivista que sustentó el proyecto freudiano, los representantes de la tradición relacional han optado por la adopción de otros marcos epistemológicos y filosóficos —como la fenomenología, la hermenéutica y el constructivismo—, argumentando a favor de una aproximación a la práctica clínica que reconoce la inevitable inclusión de la subjetividad del terapeuta en cada fase y aspecto del proceso analítico (Magid et al., 2021; Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2012, 2020b; Vogan, 2022).

Este giro epistemológico se asocia estrechamente con la irrupción del pensamiento posmoderno en el campo del psicoanálisis contemporáneo (Aron, 2013; Sassenfeld, 2012, 2020a, 2020b; Teicholz, 1999). La inclusión de una sensibilidad posmoderna se expresa en el cuestionamiento sistemático de las premisas centrales del modelo cientificista subyacente al psicoanálisis tradicional. La incorporación de perspectivas epistemológicas alternativas —más afines a una orientación posmoderna— ha significado el abandono de toda pretensión por alcanzar verdades objetivas y universalmente válidas en el ámbito de la vida psicológica (Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2020b). Así, la representación del analista como un científico que estudia objetivamente la mente humana es reemplazada por la de un hermeneuta clínico (Orange, 2013; Sassenfeld, 2016; Stern, 2010; Vogan, 2022), cuyas interpretaciones acerca de la realidad siempre se encuentran sujetas a los límites impuestos por su situación histórica y existencial concreta (Orange, 2013; Rodríguez, 2021). En este contexto, se entiende que la subjetividad existencial y culturalmente situada del terapeuta juega un papel determinante en la producción de sus interpretaciones, las cuales tienden a ser percibidas como conjeturas necesariamente contingentes, falibles y parciales sobre los hechos o fenómenos analizados (Orange, 2013).

Por un lado, los analistas relacionales plantean que resulta ilusorio aspirar a alcanzar un conocimiento verdaderamente objetivo acerca de la vida psíquica del paciente (Buirski Haglund, 2001; Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2016). En primer lugar, debido a que tanto la percepción como el entendimiento que el terapeuta tiene del paciente siempre están mediados por sus propios esquemas interpretativos, los cuales se organizan a partir de la inserción congénita del profesional en contextos familiares, sociales, culturales e históricos particulares (Orange, 2013; Rodríguez, 2021; Sassenfeld, 2016). Según explica Sassenfeld (2016), toda interpretación analítica se sustenta en, y es una expresión de, los prejuicios que modelan prerreflexivamente la comprensión que el analista tiene del mundo. Tales prejuicios (valores, expectativas, preconceptos, etcétera) son un aspecto ineludible de la actividad interpretativa del terapeuta, no pudiendo ser nunca excluidos completamente de su participación en el espacio terapéutico. En segundo lugar, porque resulta inevitable que las reacciones inconscientes del terapeuta tiñan de algún modo u otro sus juicios sobre el material de análisis (Buirski & Haglund, 2001). Hoy sabemos que los afectos cumplen un rol determinante en el proceso de cognición (Damasio, 1994; Sassenfeld, 2018), de tal suerte que no podemos suponer que exista algo así como una interpretación completamente libre de afecto. La respuesta emocional del analista ante lo que ocurre en el intercambio con su paciente afecta invariablemente la manera en que aquel organiza su entendimiento acerca de los fenómenos que están siendo analizados (Aron, 2013; Font et al., 2021). Y, en tercer lugar, puesto que la manera en que el analista se vincula con el paciente ejerce una poderosa influencia sobre la experiencia subjetiva de su contraparte, independientemente de cuánto esfuerzo invierta el profesional en mantenerse al margen de la situación analítica (Aron, 2013; Font et al., 2021; Mitchell, 2015; Stern, 2010; Stolorow et al., 2013).

Sobre este último punto, Aron (2015) sostiene que “la perspectiva relacional encara la psicoterapia con la creencia de que el analista influye inevitablemente en el fenómeno que está observando a través de su propia participación en el campo relacional” (p. 26). Aun si el terapeuta estructura su participación ciñéndose a las reglas clásicas de neutralidad, abstinencia y anonimato, la interacción resultante incidirá en la organización de la experiencia de su interlocutor, afectando tanto la forma como el contenido del material que se intenta analizar. Heinz Kohut (como se cita en Sassenfeld, 2019) afirmó que en todo tratamiento psicoanalítico el paciente “es el centro de atención de otro individuo. Estar en la mente de otro —ser escuchado, observado, entendido, pensado, recordado— no es ‘neutral’; más bien, es una de las experiencias subjetivamente más significativas que un ser humano puede tener” (p. 267). Por lo tanto, desde este punto de vista, no existe una posición verdaderamente neutral que garantice el acceso a un objeto (una mente, una experiencia, una transferencia) efectivamente “incontaminado” (Orange et al., 2012). Y lo mismo ocurrirá independientemente de la actitud específica que adopte el profesional de cara al proceso terapéutico: la disposición subjetiva del observador siempre influye en el modo en que se presenta para él lo observado (Font et al., 2021; Safran & Muran, 2013; Thomä & Kächele, ١٩٨٧).

Por otro lado, y en directa relación con lo anterior, los teóricos relacionales afirman que tanto la neutralidad del analista como el principio del anonimato constituyen verdaderas quimeras epistemológicas, prescripciones imposibles cuya aplicación en el mundo real resulta a todas luces inviable (Coderch, 2010; Gabbard, 2022; Sassenfeld, 2020b; Stolorow & Atwood, 2004, 2013; Szmulewicz, 2013). Esta idea se sostiene sobre el reconocimiento de que “todo lo que un analista dice, no dice, hace, no hace, escribe o no escribe es expresivo de su propia subjetividad” (Sassenfeld, 2019, p. 265). Nada puede hacer el terapeuta para prevenir que su propio mundo interno quede expuesto en alguna medida en la situación terapéutica, quedando disponible para ser aprehendido, asimilado e interpretado por la persona que tiene enfrente (Hoffman, 1983). Cualquier intervención o gesto del terapeuta lo revela, pues toda conducta —incluso guardar silencio— comunica al paciente algún aspecto de su subjetividad (Aron, 2013; Coderch, 2010). Sassenfeld (2019) escribe que incluso “el esfuerzo por ser ‘neutral’ delata una actitud valorada positivamente y ejercida activamente por el psicoterapeuta” (p. 267). De igual modo, elementos cotidianos y aparentemente insignificantes como la elección de la vestimenta de trabajo o la decoración de la sala de consulta no pueden más que ser una expresión de la subjetividad irreductible del terapeuta (Sassenfeld, 2019, 2020a).

Desde esta perspectiva, se entiende que el terapeuta participa del encuentro terapéutico trayendo consigo una mente, una historia y un cuerpo que le son propios y de los cuales nunca puede desprenderse por completo (Font et al., 2021; Maroda, 2010, 2021). Estos elementos son aspectos integrales de la persona que es el clínico y, como tales, nunca pueden ser aislados de la situación terapéutica. La manera en que el terapeuta se vincula con el paciente y los modos en que interpreta el material clínico son modelados por los diferentes componentes de la ecuación personal del profesional, los que incluyen no solo sus preferencias teóricas, sino también la impronta dejada por las diferentes experiencias vitales que han dado forma a su personalidad (Kuchuck, 2014). La “irreductible subjetividad del analista” (Renik, 1993) incluye tanto los aspectos conscientes como los elementos inconscientes de la vida interior del terapeuta. Como todo ser humano, el terapeuta cuenta con un conjunto de creencias, expectativas, valores, fantasías, memorias y esquemas mentales que modelan implícitamente su conducta, sus experiencias y su entendimiento sobre la realidad. Todos estos elementos confluyen en el modo en que el analista enfrenta a su paciente en cada hora de terapia, afectando no solo la experiencia del terapeuta, sino también la de su interlocutor (Orange et al., 2012; Renik, 1993; Stolorow et al., 2013). Visto bajo este prisma, el ideal de neutralidad aparece como un verdadero mito analítico que exige ser superado y sustituido por una perspectiva en la que la subjetividad del terapeuta sea vista como un factor indesligable del entramado total del proceso analítico (Stolorow & Atwood, 2013).

Una vez desbancado el mito de la neutralidad, y con él cualquier aspiración objetivista por parte del terapeuta, las reacciones contratransferenciales del analista dejan de ser vistas como un mero obstáculo para el proceso terapéutico, pasando a ser consideradas como un elemento inevitable y relativamente ubicuo de la situación analítica. Por un lado, se entiende que toda conducta producida por el terapeuta —sus silencios, sus interpretaciones, sus gestos, etcétera— proviene del modo en que se configura su propio campo experiencial en el momento a momento de la terapia. En otras palabras, las diferentes contribuciones del terapeuta al proceso de terapia no pueden más que reflejar la manera en que su propio mundo interno responde ante la situación relacional emergente. Por otro lado, las intervenciones del profesional siempre se basan en una lectura particular e idiosincrática sobre aquello que se constela en la situación terapéutica, la cual se sustenta tanto en las matrices teóricas que orientan al profesional en su trabajo como en sus rasgos y características personales (patrones de respuesta emocional, hábitos mentales, esquemas cognitivos, expectativas, valores, etcétera) (Orange, 2004; Thomson, 2004). Finalmente, como ya he mencionado en más de una ocasión, tanto las reacciones emocionales del terapeuta como su conducta en general ejercen una poderosa influencia sobre la experiencia subjetiva del paciente, de modo que la contratransferencia y su inevitable manifestación en la situación terapéutica siempre inciden en la formación de la transferencia (Mitchell, 2015).

Ahora bien, debe tenerse en cuenta que lo anterior no significa que las reacciones espontáneas del analista no puedan llegar a alterar u obstruir el avance del proceso terapéutico. Stolorow et al. (2013), por ejemplo, han demostrado hasta qué punto las reacciones contratransferenciales pueden incidir negativamente en la cura, particularmente cuando estas involucran la movilización de necesidades de autoprotección en el analista en respuesta a lo que el paciente trae a sesión. Maroda (2010), por su parte, ha escrito que el uso de la autodevelación contratransferencial como estrategia terapéutica puede cumplir en ocasiones una función defensiva, ayudando al terapeuta a regular su ansiedad al desplazar el foco de atención desde la experiencia del paciente hacia su propio mundo interno. En este contexto, debe tenerse en cuenta que la perspectiva relacional reconoce la importancia de mantener una actitud de autoobservación constante (Ehrenberg, 2016; Maroda, 2010; Safran & Muran, 2013) que permita al analista, en la medida de lo posible, aprehender conscientemente sus propias reacciones subjetivas con el fin de emplearlas como un recurso útil para el tratamiento en lugar de reprimirlas, controlarlas o actuarlas ciegamente con el paciente (Ehrenberg, 2016).

Uno de los principios teóricos centrales de la perspectiva relacional sostiene que la experiencia individual —tanto consciente como inconsciente— surge y se organiza en el seno de contextos interpersonales que se encuentran en constante evolución (Aron, 2013; Orange et al., 2012; Stolorow & Atwood, 2004; Stolorow et al., 2013). La subjetividad no es algo que ocurra “a puertas cerradas”, en el interior de una mente esencialmente aislada de sus contextos, sino que consiste en un fenómeno emergente que se constela siempre dentro de un campo intersubjetivo formado por la interacción de al menos dos mentes que entran en relación (Atwood & Stolorow, 2014; Benetti et al., 2022; Kirshner, 2022; Stolorow & Atwood, 2004). Las teorías relacionales acerca del desarrollo psicológico y la psicopatogénesis se sustentan sobre esta premisa fundamental, argumentando que la personalidad del individuo adquiere su organización particular a partir de las experiencias vinculares formativas que la persona ha atravesado a lo largo de su ciclo vital, especialmente durante su primera infancia (Atwood & Stolorow, 2014; Benetti et al., 2022; Sassenfeld, 2022). Asimismo, esta idea se encuentra en la base del modo en que los analistas relacionales conciben los diferentes procesos y dinámicas que se despliegan en la situación terapéutica, incluyendo los fenómenos de la transferencia y la contratransferencia (Aron, 2013; Mitchell, 2015; Sassenfeld, 2020a). Desde este punto de vista, la transferencia del paciente y la contratransferencia del terapeuta cobran forma a partir de la interacción de sus mundos subjetivos, la cual ocurre tanto en un nivel consciente como en un registro inconsciente o implícito a medida que se desarrolla su relación (Aron, 2013; Benetti et al., 2022).

Vista desde un prisma relacional, la situación terapéutica puede ser descrita como un verdadero “encuentro de mentes” (Aron, 2013). En cada hora de terapia, los mundos subjetivos del terapeuta y su paciente se influyen mutuamente, contribuyendo a la formación de una matriz o sistema intersubjetivo que siempre es único para cada díada terapéutica (Orange et al., 2012). En este contexto, las emociones, los sentimientos, los pensamientos y los demás fenómenos subjetivos que emergen momento a momento en la mente de cada participante responden invariablemente a los acontecimientos de este campo intersubjetivo de influencia mutua, donde los aportes específicos de cada interlocutor modelan tanto la atmósfera relacional que se desarrolla entre ambos como la experiencia subjetiva de su contraparte (Aron, 2013).

Esta concepción intersubjetiva de la situación terapéutica decanta en una conceptualización acerca de la transferencia y la contratransferencia que las representa como dos procesos que se encuentran inextricablemente ligados y que se coconstituyen en forma dinámica y recíproca (Mitchell, 2015; Sassenfeld, 2012). Por un lado, la transferencia es entendida no solo como una expresión del pasado del paciente, sino también como una reacción ante las características personales del terapeuta (Little, 2013). El paciente reacciona cognitiva y emocionalmente a la presencia del analista, quien constantemente comunica al paciente aspectos de su propio mundo interno a través de sus conductas en sesión (Aron, 2013; Maroda, 2004). Dichas conductas son interpretadas por el paciente en base a sus propias expectativas, necesidades, deseos, fantasías y preocupaciones, las que, habiéndose forjado en el seno de sus primeros vínculos, tienden a operar en el presente como un molde inconsciente conforme al cual se tematizan y se organizan sus experiencias relacionales actuales (Orange et al., 2012; Stolorow & Atwood, 2004). Por otro lado, la contratransferencia es entendida en los mismos términos, consistiendo en la respuesta global del terapeuta ante las características personales del paciente. Dicha respuesta es modelada por las pautas y esquemas inconscientes adquiridos por el clínico durante su desarrollo, los que sirven como un molde o paradigma para interpretar y dar sentido a sus experiencias relacionales en el presente (Orange et al., 2012; Stolorow & Atwood, 2004).

Diversos autores relacionales recurren al concepto “matriz transferencia-contratransferencia” para dar cuenta del hecho de que ambos fenómenos constituyen dos facetas o dimensiones emergentes de un mismo proceso intersubjetivo (Little, 2011, 2013; Marshall & Marshall, 1989; Reichenthal, 2017). Como vimos, el enfoque relacional plantea que la experiencia subjetiva no consiste en el producto de una mente aislada y autónoma, sino que emerge a partir de la intersección de dos o más mentes que traban relación y que se influyen mutuamente. La noción de una matriz transferencial-contratransferencial es tributaria de esta idea, planteando que las vivencias del terapeuta y del paciente en sesión constituyen aspectos emergentes de dicha matriz, la cual trasciende, a la vez que incluye, las mentes individuales de cada miembro de la díada.

Ogden (1989, 1994) contribuye al desarrollo de este principio a través de su concepto del “tercero analítico”. Este término “es una metáfora que intenta dar cuenta de lo que ocurre en la clínica analítica, cuando se encuentran dos subjetividades, cada una de ellas portadora de su propia historia, corporalidad y vivencia” (León & Ortúzar, 2020, p. 533). De acuerdo con Ogden, el tercero analítico consiste en una “tercera subjetividad” que surge a partir del intercambio entre las subjetividades del terapeuta y su paciente, conformándose como una entidad en sí misma que, al tiempo que es producida por el terapeuta y el paciente, ella misma modela tanto la participación como la experiencia subjetiva de cada interlocutor. En este sentido, si bien cada miembro de la díada cuenta con su propia subjetividad, cada una anidada en un cuerpo y una mente diferentes, la situación analítica propicia la emergencia de esta terceridad, cuya naturaleza es fundamentalmente intersubjetiva (cf. Benetti et al., 2022).

Greenberg (cit. en Safran & Muran, 2013) introduce el concepto “matriz interactiva” para expresar una idea similar:

La matriz interactiva es modelada, a cada momento en todo tratamiento, por las características personales del analizado y del analista. Éstas incluyen las creencias, los compromisos, las esperanzas, los miedos, las necesidades y los deseos de ambos participantes. Sólo en el contexto de la matriz interactiva adquieren sentido los sucesos del análisis. (p. 72)

Coderch (2010) resume este principio aludiendo a la existencia de una “psicología de dos personas” que se forja a partir del encuentro de las psicologías individuales del terapeuta y su paciente:

En el diálogo analítico se manifiesta la psicología de cada uno de los componentes de la díada. Pero debe entenderse que, en este punto, al decir ‘psicología’ me refiero a la totalidad de la mente de cada uno de los interlocutores, con todos sus rasgos personales, conocimientos, experiencias, etc., tanto conscientes como inconscientes, y a que cada uno de ellos vive y responde al otro según su propia psicología, como no puede ser de otra manera. Y sobre este tejido de la psicología de uno y otro se constituye el entramado de la psicología de dos personas, que existe a la vez que la psicología de cada una de ellas. (p. 87)

Este giro en la concepción de la transferencia y la contratransferencia ha supuesto a su vez un importante vuelco en el modo en que se plantea la naturaleza del trabajo analítico. El foco de la elaboración terapéutica se desplaza desde la mente individual del analizado hacia el sistema intersubjetivo más amplio conformado por la interacción de las subjetividades de ambos participantes. En palabras de Safran y Muran (2013), en la perspectiva relacional, “la relación terapeuta-paciente es el objeto de estudio y el terapeuta es considerado como coparticipante más que como alguien que pueda encontrarse fuera del área interpersonal y limitarse a observar” (p. 72). En este sentido, en lugar de limitarse a analizar las pautas inconscientes del paciente que se actualizan y escenifican en la transferencia, el psicoanálisis relacional se concentra en estudiar y clarificar las pautas relacionales que se ponen en escena en el encuentro terapéutico a partir de las contribuciones diferenciales del terapeuta y del paciente. Little (2013) sostiene que “el resultado de la terapia se relaciona con la elaboración exitosa y la reevaluación de los patrones de relación que se vuelven accesibles a través del análisis de la matriz transferencia-contratransferencia” (p. 106), siendo un proceso en el cual el terapeuta debe estar dispuesto a acoger, reconocer y elaborar sus propias reacciones subjetivas en lugar de controlarlas o excluirlas del análisis.

Ehrenberg (2016), por su parte, plantea que la acción terapéutica de la terapia psicoanalítica tiene que ver con la posibilidad de llevar a cabo dicho proceso de elaboración, en el que un aspecto crucial del trabajo analítico se relaciona con la disposición del terapeuta a revisar continuamente tanto sus propias reacciones subjetivas como su contribución específica a la configuración de los patrones relacionales que se ponen en acto en la situación terapéutica. La autora sostiene que esta revisión no es algo que el analista deba hacer en solitario, sino que requiere de la colaboración conjunta con el paciente. Esto significa que el analista puede invitar al paciente a analizar juntos lo que ha ocurrido o está ocurriendo en el presente de su interacción, incluyendo una revisión sincera y honesta acerca de las reacciones contratransferenciales del profesional: “a medida que se van estudiando los cambios momento a momento en la cualidad de la relación y la experiencia entre analista y paciente, se pueden identificar y explorar patrones individuales de reacción y las sensibilidades particulares” de cada uno (p. 64). Como veremos en el próximo apartado, este tipo de diálogo colaborativo resulta particularmente importante cuando la díada atraviesa momentos de impasse (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013; Sassenfeld, 2010c).

ENACTMENTS E IMPASSES TERAPÉUTICOS

Una de las contribuciones más relevantes de la perspectiva relacional consiste en la descripción del fenómeno del enactment (Bettelheim, 2022; Kuchuck, 2021; cf. Sassenfeld, 2010c). Generalmente traducido al español como ‘escenificación’, ‘puesta en acto’ o ‘puesta en escena’, este concepto alude a una

escenificación inconsciente cocreada por la influencia mutua entre paciente y terapeuta, encarnada en una modalidad de interacción particular —verbal o no verbal— y que puede conducir al fortalecimiento o ruptura de la alianza terapéutica. Se trata de un fenómeno clínico que emerge del campo bipersonal y que corresponde a una experiencia sentida por ambos participantes. (León & Ortúzar, 2020, p. 199)

Si bien existen múltiples conceptualizaciones acerca de este fenómeno, así como diferentes propuestas respecto del modo correcto de abordarlo en la clínica (Corbella, 2022; Ellman & Moskowitz, 1998; Sassenfeld, 2010c), los representantes del paradigma relacional coinciden en pensar que se trata de un elemento inevitable de la interacción analítica que encierra un inmenso potencial terapéutico (Bromberg, 2004; Ehrenberg, 2016; Sassenfeld, 2020a; Stern, 2010). En términos generales, un enactment involucra la puesta en escena de los patrones de experiencia y las pautas vinculares inconscientes que modelan la vida psíquica y relacional de ambos miembros de la díada. El surgimiento de un enactment da cuenta de la comunicación inconsciente que se da constantemente entre el terapeuta y su paciente, donde sus mundos de experiencia se entrelazan e interactúan en forma recíproca, dando pie a la emergencia de patrones de relación que reflejan la subjetividad de ambos interlocutores y que, en muchos casos, pueden conducir a un estancamiento del proceso (Corbella, 2022; Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013; Stern, 2010). En otras palabras —y retomando lo dicho por Coderch (2010)—, la ocurrencia de un enactment refleja la existencia de aquel “entramado de la psicología de dos personas [terapeuta y paciente], que existe a la vez que la psicología de cada una de ellas” (p. 87).

En términos teóricos, existe una compleja relación entre este constructo y los conceptos de transferencia y contratransferencia. Según explica Sassenfeld (2010c), para algunos autores relacionales, la noción de enactment constituye una alternativa frente a la conceptualización tradicional que establece una distinción entre transferencia y contratransferencia. Desde este punto de vista, “en vez de transferencias y contratransferencias, tenemos [...] escenificaciones en cuya co-construcción participan tanto el paciente como el psicoanalista” (p. 145). Esta perspectiva pone el foco en el hecho de que, en toda relación terapéutica, la influencia interpersonal transita en ambas direcciones de manera simultánea —desde el terapeuta hacia el paciente y viceversa—, además de enfatizar que las dinámicas relacionales que se despliegan en la situación analítica se forjan dentro del campo intersubjetivo formado por la intersección de las mentes de ambos participantes (Aron, 2013; Stolorow et al., 2013). Sin embargo, existen quienes optan por conservar los términos transferencia y contratransferencia, sosteniendo “que las experiencias a los [sic] que hacen referencia ambos conceptos siempre se manifiestan en una dinámica transferencia-contratransferencia unitaria e inseparable” (Sassenfeld, 2010c, p. 144). Si bien se trata de un debate teórico sumamente interesante y relevante, abordar en detalle los argumentos de una y otra parte es una tarea que trasciende los objetivos de este trabajo (para una presentación pormenorizada acerca de esta disputa, cf. Sassenfeld, 2010c). Por lo tanto, en línea con lo que he venido presentando, y manteniendo el foco principal de la exposición, seguiré utilizando los conceptos de transferencia y contratransferencia en el sentido que se le ha dado a ambos términos en el ámbito teórico de la tradición relacional (ver apartado anterior).

Jacobs (2001) plantea que las escenificaciones son “los transportadores principales de comunicación inconsciente entre analista y paciente” (p. 8). Como vimos, desde la perspectiva relacional, la interacción terapéutica involucra siempre un proceso de influencia mutua, donde la experiencia y la conducta del terapeuta y su paciente modelan y modulan constantemente las reacciones subjetivas de su contraparte. Dicha influencia discurre en dos registros complementarios: un registro consciente —que incluye el intercambio verbal de ideas, experiencias, interpretaciones y otros contenidos— y un registro inconsciente —que consiste en un intercambio de naturaleza preverbal o presimbólica, dentro del cual ambos interlocutores participan de un proceso de regulación diádica que ocurre de manera fundamentalmente implícita— (Sassenfeld, 2010a, 2010b, 2014). Esta segunda dimensión del intercambio terapéutico opera como el telón de fondo sobre el cual hacen figura los elementos conscientes de la interacción analítica, consistiendo en el espacio donde tienen lugar las dinámicas de comunicación inconsciente que se despliegan entre terapeuta y paciente. Los enactments pueden ser representados como un aspecto emergente de este diálogo implícito continuado, el cual ocurre en paralelo con la conversación terapéutica afectando el curso global de la terapia.

Vistos desde otro ángulo, complementario al anterior, los enactments pueden entenderse como el resultado de las dinámicas relacionales que se actualizan en el ámbito de la matriz transferencia-contratransferencia. Como vimos en el apartado anterior, este concepto alude al hecho de que las reacciones inconscientes del terapeuta y el paciente en sesión se encuentran estrechamente entrelazadas, donde cada participante influye en la configuración de la experiencia de su contraparte en una “espiral de impacto recíproco” (Ehrenberg, 2016, p. 63). Cuando un enactment tiene lugar, resulta muy difícil —acaso imposible— determinar con exactitud quién “lanzó la primera piedra”; la organización de un enactment responde al interjuego de las reacciones (contra)transferenciales de ambos miembros de la díada, las cuales coemergen y se coconstituyen de manera compleja y no lineal.

Por lo general, las escenificaciones suelen ser percibidas tanto por el terapeuta como por el paciente como una situación relacional difícil e incómoda, en la cual se ha perdido la sintonía emocional o se ha llegado a un punto muerto en el proceso terapéutico. Cuando esto ocurre, ambos interlocutores se ven atrapados en una dinámica interpersonal que, si se mantiene por un tiempo prolongado, puede erosionar o incluso destruir la alianza terapéutica (Safran & Muran, 2013). En mi opinión, el desgaste provocado por las escenificaciones tiene que ver, al menos en parte, con el hecho de que el drama que se está representando se sostiene sobre la actualización de aspectos inconscientes
—generalmente disociados (Stern, 2010)— de ambos participantes. Esta representación implica, para ambas partes, verse enfrentadas sesión tras sesión a aspectos de su propia personalidad que pueden resultar penosos, irritantes o frustrantes. Asimismo, en la medida que el enactment involucra la escenificación complementaria de los dramas personales de terapeuta y paciente, ambos interlocutores se ven a sí mismos repitiendo —en la realidad o la fantasía— viejos conflictos y pautas de interacción que resultan dolorosos y estresantes, incluyendo la reedición de experiencias traumáticas o microtraumáticas (Crastnopol, 2019), en las que su actual interlocutor puede ser percibido como el objeto agresor o antagonista. Todo lo anterior nos conduce a la necesidad de encontrar maneras de abordar constructivamente estos episodios, apuntando a la elaboración de aquellos elementos inconscientes que dieron pie para la estructuración intersubjetiva del impasse.

Existen diferentes maneras de hacer frente a la tarea de elaborar terapéuticamente un enactment (cf. Sassenfeld, 2010c). Por lo general, los analistas relacionales se inclinan a pensar que el abordaje y la efectiva resolución de esta clase de impasses requiere de la plena participación y la colaboración conjunta del terapeuta y el paciente (Aron, 2013; Ehrenberg, 2016; Little, 2012, 2013; Maroda, 2010; Safran & Muran, 2013; Stern, 2010). Por un lado, se propone que el terapeuta debe estar en condiciones de prestar atención a sus propias reacciones subjetivas (contratransferencia) y de reconocer y apropiarse de su propia contribución a la estructuración de la escenificación (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013; Stern, 2010). En otras palabras, el terapeuta debe ser capaz de reflexionar sobre su propia experiencia y de relacionarse de un modo no defensivo con aquellos aspectos de su propio mundo interno que se están poniendo en acto en la relación con su paciente. Por otro lado, el proceso de elaboración se plantea en términos de una coinvestigación de las pautas relacionales que se están poniendo en acto en la relación terapéutica, lo cual involucra llevar a cabo un análisis conjunto de las reacciones (contra)transferenciales de ambas partes y de las conductas con que cada uno ha contribuido a la escenificación (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013). Esto último implica muchas veces hacer un uso cuidadoso y disciplinado del recurso de la autodevelación (ver siguiente apartado), donde el terapeuta comunica a su paciente aspectos de su propia experiencia en el marco de la interacción terapéutica (Ehrenberg, 2016; Maroda, 2010; cf. Méndez, 2021). Por último, se propone que el terapeuta debe mantener una actitud de empatía que le permita discernir las variaciones del estado subjetivo de su paciente a medida que se desarrolla la interacción. Esta actitud ha de complementarse con una disposición a acoger y validar los sentimientos que comparte el paciente en relación al terapeuta (transferencia), incluyendo aquellas reacciones emocionales que podrían tildarse de “negativas” (ira, decepción, desconfianza, etcétera) (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013).

Safran y Muran (2013) plantean este proceso de elaboración conjunta recurriendo al concepto de “metacomunicación”. Los autores explican que la metacomunicación consiste en “un esfuerzo por dar un paso hacia el exterior del ciclo relacional que se representa habitualmente tratándolo como el foco de atención de la exploración colaboradora: es decir comunicar sobre la transacción o comunicación implícita que se está produciendo” (p. 157). En otras palabras, se trata de un esfuerzo por observar y analizar el modo en que se despliega la interacción terapéutica a medida que esta se desarrolla, atendiendo a las transacciones relacionales que están teniendo lugar en el registro implícito del intercambio terapéutico. Los autores señalan que las interpretaciones de la transferencia también pueden ser vistas como una forma de metacomunicación, “en la medida en que son esfuerzos por comunicar y dar sentido a lo que se produce en la relación terapéutica”. Sin embargo, aclaran que “esta forma de metacomunicación que comentamos aquí [...] cuenta con rasgos distintivos que lo diferencian de una interpretación de la transferencia más tradicional” (p. 157).

En primer lugar,

las interpretaciones realizadas en el contexto de un impás terapéutico, muchas veces, se ofrecen de un modo crítico y culpabilizante que refleja las frustraciones del terapeuta y sus esfuerzos por localizar la responsabilidad del impás en el paciente y no en la relación terapéutica. (Safran & Muran, 2013, p. 158)

Los autores sostienen que esta clase de intervenciones solo aportan más tensión al vínculo terapéutico, en lugar de ayudar a resolver lo que está poniéndose en acto en la relación. Por este motivo, plantean que, en presencia de un impasse, es sumamente importante que “cualquier tipo de intervención se presente con un espíritu de duda colaboradora” (p. 158), procurando promover en el paciente una actitud de curiosidad que favorezca la exploración conjunta del impasse. Como ya he comentado, la estructuración de un enactment involucra la participación de ambos miembros de la díada, consistiendo en un fenómeno emergente del campo relacional. Con el fin de fomentar un diálogo colaborativo, resulta imprescindible que el terapeuta transmita a su paciente este entendimiento, planteando la situación en términos de un proceso que los incumbe a ambos y en el que los dos comparten el mismo grado relativo de responsabilidad y agencia.

Finalmente, los autores explican que

a diferencia de las interpretaciones de la transferencia, en las que los terapeutas ofrecen conjeturas sobre el significado de la interacción que se produce en ese momento, los esfuerzos de metacomunicación tratan de aumentar el grado de inferencia y se basan, en la medida de lo posible, en la experiencia inmediata del terapeuta sobre algún aspecto de la relación terapéutica (los sentimientos del terapeuta o la percepción inmediata de algún aspecto de las acciones del paciente). (Safran & Muran, 2013, p. 159)

En este sentido, muchas de las intervenciones metacomunicacionales consisten en autodevelaciones por parte del terapeuta, donde este comparte con su interlocutor elementos de su experiencia contratransferencial que considera pueden resultar útiles para clarificar aquello que se está constelando en la relación. Safran y Muran (2013) dan un par de ejemplos: “el terapeuta podría decir, ‘Siento que usted me silencia’ o ‘Siento como si fuera fácil decir algo que podría ofenderla’” (p. 159). Sin embargo, existen otros tipos de intervenciones que, si bien involucran la expresión de sentimientos o percepciones del terapeuta, apuntan más explícitamente a la cualidad de la relación terapéutica: “el terapeuta podría decir, ‘Percibo como si ahora mismo usted estuviera alejado’ o ‘tengo la imagen de nosotros dos luchando’” (p. 159). De acuerdo con los autores, la finalidad que persigue este tipo de intervenciones consiste en “articular el propio sentido intuitivo o implícito de algo que se produce en la relación terapéutica para iniciar una exploración explícita de lo que se escenifica de un modo inconsciente” (p. 159).

EL RECURSO DE LA AUTODEVELACIÓN

Desde el punto de vista de la tradición troncal del psicoanálisis, la técnica analítica se distingue de las demás formas de psicoterapia por el hecho de que sus intervenciones no se basan en la sugestión directa, sino en la interpretación objetiva y desapegada del material provisto por el paciente (Mitchell, 2015; Orange et al., 2012). Se supone que un analista neutral, abstinente y anónimo es capaz de ofrecer interpretaciones “puras”, prescindiendo de todo tipo de sugestión o influencia personal sobre el analizado. Las intervenciones del terapeuta se limitarían simplemente a reflejar lo que este percibe, señalando al paciente aspectos de su mundo interno que no estaban disponibles en su conciencia. Esta es una premisa que ha sido cuestionada por los representantes del enfoque relacional contemporáneo, quienes sostienen que toda intervención o interpretación analítica acarrea consigo una serie de ideas, valores, juicios y preconceptos que, siendo propiedad del analista, son transmitidos al analizado influyendo directa e inevitablemente en el curso de su experiencia (Aron, 2013; Gabbard, 2022; Mitchell, 2015).

Orange et al. (2012) plantean que la interpretación sin sugestión no pasa de ser una figura mitológica. En sus palabras, no existe interpretación sin sugestión en la medida que “cada vez que el analista ofrece una interpretación que va más allá de lo que el paciente es consciente, él o ella invitan al paciente a ver las cosas, aunque sea sólo un poco, desde la perspectiva del analista” (pp. 82-83). Por otro lado, Buechler (2018) señala que la idea de que el analista debe actuar de tal modo que su personalidad no genere un impacto sobre la vida del paciente es una vieja creencia que necesita ser superada. La autora sostiene que nuestro compromiso con la evolución de nuestros pacientes nos exige sentirnos cómodos con causar un impacto personal en ellos, pues “el analista que es temeroso de tener un impacto, o que siente culpa por tenerlo, no puede luchar apasionadamente por la vida” (p. 85). Si bien es cierto que el analista no debiese “dirigir” a su paciente como haría un gurú o un guía espiritual, esto no significa que aquel no pueda poner a disposición del paciente su propia visión sobre los hechos que se discuten en la terapia, así como sus reacciones frente a lo que transcurre entre ambos. En lugar de una esfinge impenetrable y misteriosa, lo que los pacientes necesitan es a otro ser humano dispuesto a dialogar activamente con ellos, que participe plenamente de su intercambio y que comparta sus puntos de vista y su sentir con suficiente honestidad y transparencia, preservando el cuidado y la prudencia que la situación terapéutica demanda (Maroda, 2010).

Como ya he tenido oportunidad de mencionar en más de una ocasión, los autores relacionales coinciden en que toda intervención terapéutica, del tipo que esta sea, no puede más que revelar al paciente aspectos de la subjetividad del terapeuta (Aron, 2013; Coderch, 2010; Hoffman, 1983; Orange et al., 2012; Sassenfeld, 2019). En relación a las interpretaciones analíticas, tanto su contenido como su objeto —esto es, lo que el analista decide o no interpretar en cada caso— expresan al paciente preferencias, valores, prejuicios y muchos otros elementos que pertenecen al mundo interno del analista (Coderch, 2010; Kegerreis, 2022). Sin embargo, también es posible hacer un uso deliberado y consciente de la autodevelación, entendida en este caso como un recurso técnico al servicio del proceso analítico. En esta clase de intervención, el terapeuta opta por compartir con su paciente aquello que surge en su mente en un momento determinado, incluyendo sensaciones, emociones, percepciones, recuerdos, fantasías y anécdotas personales, entre otros elementos.

Si bien se trata de un tema sobre el cual existe poco consenso, numerosos autores relacionales defienden la utilidad terapéutica de la autodevelación voluntaria del terapeuta (Aron, 2013; Ehrenberg, 2016; Maroda, 2010; Safran & Muran, 2013; Stern, 2010). En general, estos autores plantean que el hecho de compartir con el paciente aspectos de su propia experiencia subjetiva puede servir como una valiosa intervención en el contexto del proceso de clarificación y elaboración conjunta de las pautas relacionales que se escenifican en el campo intersubjetivo. En la medida que la matriz transferencia-contratransferencia se configura y reconfigura a partir de las contribuciones de ambos interlocutores, la tarea de alcanzar una comprensión mutativa acerca de lo que se está constelando en ella demanda que los dos participantes estén dispuestos a transparentar a su contraparte lo que está ocurriendo en sus mentes en el contexto de su intercambio.

No obstante lo anterior, los autores relacionales subrayan la necesidad de ser cautos en el uso de esta clase de intervención, señalando que es preciso proceder con prudencia y evitando dejarse llevar ciegamente por el impulso a develar la propia experiencia (Coderch, 2010; Davis, 2002; Ehrenberg, 2016; Maroda, 2010). Si bien se hace hincapié en la importancia (y la utilidad terapéutica) de ser honestos y auténticos con nuestros pacientes, toda autodevelación voluntaria debe ser cuidadosamente pensada, atendiendo tanto a las características y necesidades particulares del paciente y el terapeuta como al momento relacional que se está viviendo en la consulta (Maroda, 2010; Méndez, 2021). Esto resulta particularmente importante cuando la contratransferencia del terapeuta incluye estados afectivos muy intensos, tanto positivos (amor, curiosidad, etcétera) como negativos (ira, vergüenza, etcétera), donde el riesgo de sobrecargar tanto al paciente como al vínculo terapéutico con las reacciones emocionales del terapeuta es especialmente alto (Maroda, 2010). En este contexto, Ehrenberg (2016) advierte que “la cuestión no es simplemente la de ser ‘auténtico’ o no. Hay maneras de ser auténtico que pueden suponer una carga innecesaria para nuestros pacientes y que pueden descarrilar el proceso analítico en vez de avanzarlo” (p. 126).

Maroda (2010) propone que el terapeuta debiese sentirse suficientemente en control al momento de revelar al paciente su contratransferencia. La autora previene a los psicoterapeutas de ser completamente espontáneos con sus pacientes, toda vez que existen ocasiones en las que expresar los propios sentimientos puede acarrear consecuencias negativas tanto para el tratamiento como para quien consulta. En este contexto, y tal como mencioné en un apartado anterior, Maroda explica que la autodevelación puede ser utilizada por el analista con fines defensivos. Por un lado, “los terapeutas que se sienten amenazados por la profundidad del dolor de sus clientes, o de su dependencia, o de sus expresiones de amor o de odio hacia el terapeuta pueden autodevelar con el fin de romper la tensión” (p. 115). El terapeuta puede recurrir a la autodevelación con el objetivo de “aplastar” estados emocionales intensos dirigidos hacia su persona. Por otro lado, la autodevelación puede estar motivada por una sobreidentificación con el paciente, en cuyo caso la expresión de los propios sentimientos puede terminar avasallando y silenciando la experiencia del paciente. De acuerdo con la autora, cuando el paciente expresa sentimientos que resuenan con la propia experiencia emocional del terapeuta, o comparte una vivencia que guarda alguna relación con eventos de la vida personal del analista, este puede verse fácilmente inundado por pensamientos y afectos relativos a su propia experiencia vital. En este caso, Maroda recomienda que el terapeuta utilice estas reacciones para robustecer su empatía hacia el paciente, en lugar de precipitarse a revelar aspectos de su pasado o su vida personal.

Atendiendo a lo anterior, la autora (Maroda, 2010) ofrece una serie de principios en base a los cuales orientarse al momento de realizar una autodevelación. En primer lugar, la autodevelación puede emplearse cuando el paciente solicita directamente una respuesta por parte del terapeuta. Esto no significa que el clínico deba responder abiertamente a cualquier pregunta que le formule su paciente. Lo que la autora plantea es que el terapeuta debe ser honesto y transparente cada vez que el paciente solicita un “feedback emocional auténtico”. Por ejemplo, cuando el paciente pregunta al terapeuta si ha pasado por una experiencia similar a la que él está comentando, “lo que generalmente desea es saber si [el terapeuta] se ha sentido o no del modo en que él se siente” (p. 116). Asimismo, si el paciente pregunta sobre cómo se siente el terapeuta en relación a él en ese momento, o si le plantea que percibe un estado emocional particular en él (por ejemplo, lo nota ausente, cansado, triste o conmovido), el clínico puede responder sinceramente en la medida que se sienta suficientemente cómodo haciéndolo. En segundo lugar, la autodevelación puede utilizarse cuando el paciente se encuentra estancado en un “escenario emocional” de su pasado que suscita en el terapeuta una fuerte reacción emocional. Finalmente, en tercer lugar, la autodevelación puede ser útil para resolver impasses que no se logran superar simplemente atendiendo a la experiencia del paciente. En este último caso, la autora se refiere a la ocurrencia de enactments (ver apartado anterior), en los que la situación de impasse se estructura a partir de la interacción de elementos inconscientes de ambos interlocutores.

CONCLUSIONES

El psicoanálisis relacional representa una interesante alternativa frente a aquellos enfoques que se encuentran más próximos a la ortodoxia psicoanalítica. Las numerosas contribuciones de los analistas relacionales han abierto la posibilidad de pensar de un modo diferente los diversos elementos que dan vida a la teoría y la práctica analíticas, incluyendo una reinterpretación de la contratransferencia y su lugar en el proceso terapéutico. Las transiciones filosóficas y teóricas que han marcado tanto el surgimiento como la evolución de este movimiento han conducido al desarrollo de una práctica terapéutica que se basa firmemente en la convicción de que la situación analítica se configura a partir de la inevitable interacción entre la subjetividad del terapeuta y la de su paciente (Aron, 2013; Coderch, 2010; Sassenfeld, 2012, 2020a; Stolorow & Atwood, 2004). Rompiendo con la matriz positivista, objetivista y cartesiana en que se basó el modelo pulsional, la perspectiva relacional ha avanzado hacia la consolidación de una comprensión esencialmente intersubjetiva tanto de la vida psicológica como de los procesos que animan la terapia, la cual se ha visto acompañada por una radical reconceptualización de la naturaleza y la función de la contratransferencia en el espacio terapéutico (Daurella, 2018; Méndez, 2021; Mitchell, 2015).

Los autores relacionales establecen una crítica no solo del valor terapéutico, sino incluso de la viabilidad del clásico ideal psicoanalítico de la neutralidad y el anonimato del analista (Aron, 2013; Gabbard, 2022; Orange et al., 2012). En primer lugar, se plantea que la actitud emocionalmente distante y aséptica promovida por el modelo tradicional limita innecesariamente las infinitas posibilidades relacionales que ofrece la situación terapéutica. La técnica convencional, excesivamente rígida y artificial, no deja suficiente espacio para la espontaneidad y la creatividad, que son rasgos inherentes a cualquier encuentro auténtico entre dos seres humanos. Aún más, se ha propuesto que esta disposición fría, distante y no gratificadora por parte del analista porta el potencial peligro de retraumatizar a los pacientes, en la medida que actualizaría en la relación terapéutica actual la no responsividad de los padres ante el sufrimiento original del infante (Aron, 2013; Brandchaft, 2010; Orange, 2013). En segundo lugar, se propone que todo intento por aislar del campo analítico la subjetividad del terapeuta es inviable, pues todo lo que el clínico dice, hace o calla durante el intercambio expresa diferentes facetas o aspectos de su propio mundo interno (Aron, 2013; Coderch, 2010; Sassenfeld, 2019). En otras palabras, las maneras en que el terapeuta se presenta en sesión transmiten invariablemente al paciente una enorme cantidad de información sobre quién es, cómo siente y cómo piensa el profesional.

Sobre esta base, el psicoanálisis relacional plantea que el terapeuta —y con él, su subjetividad— siempre se encuentra implicado de algún modo en aquello que intenta comprender. En palabras de Sullivan (1954), el analista nunca puede ser visto como un observador neutral, independiente y objetivo de la vida subjetiva del paciente. Antes bien, el terapeuta siempre es un “observador participante”, inextricablemente imbricado en el campo interpersonal que se forma entre él y su paciente en cada hora de terapia, el cual consiste en la unidad mínima de análisis de la terapia relacional. De manera inevitable, la subjetividad del terapeuta ejercerá una influencia sobre la experiencia presente del paciente, tanto como la experiencia del paciente influirá sobre la del terapeuta (Aron, 2013). Por lo tanto, el mundo interno del terapeuta es concebido como un aspecto indisociable del proceso terapéutico en su conjunto y, como tal, se propone que es preciso aprender a lidiar constructivamente con él en lugar de pretender controlarlo, aislarlo o suprimirlo (cf. Méndez, 2021).

Desde el punto de vista relacional, la experiencia subjetiva del terapeuta y la del paciente dan cuenta no solo de sus rasgos psicológicos personales, sino que también son una expresión de aquello que se constela en el campo intersubjetivo formado por la interacción constante de sus mentes individuales (Aron, 2013; Coderch, 2010). Bajo este prisma, la transferencia y la contratransferencia son entendidas como fenómenos psicológicos que coemergen y que se coconstituyen en forma dinámica y recíproca, reflejando la existencia de un entramado intersubjetivo que trasciende, a la vez que incluye, las subjetividades de cada miembro de la díada (Coderch, 2010; Ogden, 1989, 1994). Tanto la organización como la evolución de esta matriz relacional son el resultado de un complejo intercambio intersubjetivo que discurre en dos planos paralelos y complementarios: a la par con el intercambio explícito, donde terapeuta y paciente comparten opiniones, experiencias, interpretaciones y otros contenidos de naturaleza verbal, el diálogo terapéutico se sostiene sobre una serie de transacciones intersubjetivas que ocurren en un registro fundamentalmente implícito y que, en este sentido, tienden a operar por fuera de la percepción consciente de ambos participantes (Aron, 2013; Ehrenberg, 2016).

Dichas transacciones implícitas son la base para la estructuración de escenificaciones relacionales que involucran la puesta en acto de elementos inconscientes de ambos interlocutores. Estos aspectos inconscientes individuales se conjugan en el intercambio terapéutico, dando pie a la emergencia de patrones relacionales que, las más de las veces, conducen a estancamientos e impasses terapéuticos (Safran & Muran, 2013; Sassenfeld, 2010c). La ocurrencia de esta clase de episodios de desencuentro relacional no es algo que pueda ser evitado, sino que se trata de un ingrediente fundamental de todo tratamiento que encierra un inmenso potencial terapéutico. Los enactments nos brindan valiosas oportunidades para explorar, reconocer y elaborar analíticamente aquellas pautas inconscientes que organizan tanto la experiencia como los vínculos interpersonales cotidianos de nuestros pacientes. Además, y atendiendo al hecho de que toda escenificación involucra la actualización de los patrones inconscientes de ambos participantes, los autores relacionales sostienen que el propio terapeuta se ve en la necesidad de atender continuamente a su experiencia subjetiva (contratransferencia) y de reconocer y apropiarse de su propia contribución a la estructuración del impasse con el fin de resolver el estancamiento y avanzar en el proceso (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013). Sobre este trasfondo, diversos autores proponen que tanto el reconocimiento como la elaboración y la resolución de estos patrones intersubjetivos son el quid de la acción mutativa de la psicoterapia relacional (Ehrenberg, 2016; Little, 2013; Safran & Muran, 2013).

En base a lo anterior, la autodevelación deliberada del terapeuta aparece como una herramienta terapéutica válida y que da cuenta de la disposición del clínico a participar plenamente en su encuentro con su paciente (cf. Méndez, 2021). La elaboración terapéutica de las escenificaciones inconscientes necesita de la colaboración conjunta de ambos participantes, adoptando la forma de un diálogo honesto que incorpora el reconocimiento de la contribución que cada parte ha realizado a la estructuración del impasse (Ehrenberg, 2016; Safran & Muran, 2013). Para que esto sea posible, el profesional debe ser capaz de lidiar hábilmente con sus propias reacciones subjetivas, relacionándose con estas de manera abierta, sincera y compasiva, tal como lo haría con las experiencias de su paciente. Esta disposición hacia su propio mundo interno constituye un requisito para poder emplear su contratransferencia como un recurso al servicio del proceso terapéutico (Safran & Muran, 2013).

Aun cuando los representantes del movimiento relacional consideran importante y necesario otorgarle un espacio a la contratransferencia en el marco del intercambio analítico, también son conscientes de los peligros implicados en la externalización descontrolada de las reacciones subjetivas del analista (Ehrenberg, 2016; Maroda, 2010). En este sentido, los analistas relacionales se pliegan al llamado que hiciera Freud a sus discípulos, reconociendo la importancia de observar cuidadosamente sus reacciones subjetivas y promoviendo una actitud terapéutica que se funda en un equilibrio entre la espontaneidad y la prudencia.

Esta actitud de “honestidad contratransferencial” es, probablemente, uno de los rasgos más notables y característicos de la perspectiva relacional contemporánea. En la medida que el terapeuta se desprende de los mandatos técnicos del modelo clásico, este se encuentra en una posición donde puede permitirse ser cada vez él mismo con su paciente. Stephen Mitchell (2015), quien es considerado el “padre” del psicoanálisis relacional, argumentó a favor de la necesidad de trascender lo que él denominó “el mito del analista genérico”, esto es, la idea de que es posible y deseable que el terapeuta mantenga su propia subjetividad al margen de la situación terapéutica con el fin de ejecutar un tratamiento analítico técnicamente correcto. Este énfasis en la importancia de ceñirse a una técnica estándar, libre de contaminaciones provenientes de los rasgos personales del profesional, no haría otra cosa más que promover el desalojo de la humanidad irreductible del clínico del encuentro terapéutico, lo cual, como ya vimos, no solo resulta imposible en la práctica, sino que conduce necesariamente a un empobrecimiento del proceso en su conjunto. Tanto Mitchell como muchos otros autores vinculados al movimiento relacional contemporáneo se oponen abiertamente a este antiguo ideal, sosteniendo que, así como no existe un “paciente genérico”, tampoco encontramos “analistas genéricos” ni “relaciones terapéuticas estándar” en la realidad (Aron, 2013; Maroda, 2010; Sassenfeld, 2012, 2016).

En este punto, me parece pertinente reproducir el siguiente fragmento extraído de un excelente artículo de Judy Kantrowitz (2022), donde la autora da clara cuenta del dilema que muchos terapeutas relacionales han tenido que enfrentar durante su entrenamiento psicoanalítico:

Mi formación analítica clásica me ofreció una disciplina útil frente a mi espontaneidad, pero la idea de que yo, o cualquiera, pudiera atenuarse lo suficiente como para ser una "pantalla en blanco" desafiaba tanto mi imaginación como mi experiencia personal. La impresión que yo tenía como candidata era que un analista debía escuchar y comprender, pero no influir en cómo se desarrollaba el análisis, más allá de ofrecer insight. Esta creencia puede explicar por qué hubo un período en el que reinaba el analista "silencioso", como si el silencio fuera un estado neutral. Lo que yo hablaba fue disminuyendo a medida que avanzaba en mi formación analítica, pero me rebelaba contra la idea de que pudiéramos expulsar de nuestro trabajo quiénes somos como personas. (Kantrowitz, 2022, pp. 1-2, cursivas en el original)

De cara a este dilema, los adherentes del enfoque relacional se inclinan hacia un modo de trabajar que restituye su propia humanidad en el encuentro terapéutico, atreviéndose a participar del proceso con todo su ser, haciéndose cargo del hecho de que su presencia personal ejerce una influencia inevitable sobre sus pacientes, reconociendo que su propio mundo interno es un factor irreductible de la ecuación terapéutica y promoviendo una clínica más humana y humanizadora tanto para sus pacientes como para ellos mismos.

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