EL DERECHO A LA MEMORIA
COMO DERECHO A LA CIUDAD
EN BRASIL

THE RIGHT TO MEMORY AS A RIGHT
TO THE CITY IN BRASIL

ANDRÉA DE OLIVEIRA TOURINHO

Universidade São Judas Tadeu, São Paulo, Brasil

0000-0002-9167-9762

MARLY RODRIGUES

Memórias Assessoria e Projetos, São Paulo, Brasil

0000-0002-04334468

Recibido: 15 de agosto del 2023
Aprobado: 28 de noviembre del 2023

doi: https://doi.org/10.26439/limaq2024.n013.6585

Este artículo pretende presentar algunas reflexiones sobre la necesidad urgente de considerar el derecho a la memoria como un derecho a la ciudad en un país como Brasil, donde las medianas y grandes aglomeraciones, además de poner de relieve preocupantes problemas de vulnerabilidad social y ambiental, están más sujetas a las lógicas de un capital inmobiliario cada vez más agresivo. Las exigencias de un mundo marcadamente neoliberal abandonan la idea de la ciudad como bien cultural, guiada por la calidad de vida en el ambiente urbano. Considerando que la construcción de la memoria se apoya en el espacio y en las imágenes espaciales, la calidad de vida es fundamental para fortalecer los sentidos de pertenencia e identidad. En una realidad cada vez más urbana, es necesario defender el derecho a la memoria como derecho a la ciudad, por medio de su patrimonio ambiental urbano, o sea, no solo como derecho a condiciones de vida dignas, sino también como derecho a un entorno urbano de calidad, que se traduzca en paisajes culturales con valores sociales reconocibles.

calidad de vida, memoria social, patrimonio cultural, identidad

This paper presents some reflections on the pressing need to consider the right to memory as a right to the city in a country like Brazil, where medium and large agglomerations, in addition to major problems of social and environmental vulnerability, are increasingly subject to the logic of the real estate market. The demands of a markedly neoliberal world increasingly abandon the idea of the city as a cultural asset, guided by quality of life in the urban environment. Considering that the construction of memory is based on space and spatial images, quality of life is essential for strengthening the senses of belonging and identity. In an increasingly urban reality, it is necessary to defend the right to memory as a right to the city, through its urban environmental heritage, not only as a right to decent living conditions, but also as the right to a quality urban environment, which translates into landscapes with recognizable social values.

quality of life, social memory, cultural heritage, identity

Este es un artículo de acceso abierto, distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).

INTRODUCCIÓN

Productos de la capacidad humana en cada momento histórico y en la sucesión de momentos históricos que las constituyen, las ciudades expresan materialmente la estructura de las sociedades que las producen continuamente como un lugar lleno de historicidad. Acumulan experiencias individuales y colectivas, y reflejan sucesivas disputas y enfrentamientos materiales, y también simbólicos, entre segmentos sociales casi siempre antagónicos. Por un lado, los que están preocupados unicamente por su explotación económica y, por otro, quienes actúan en defensa de sus derechos, como ya manifestaron los autores de diversos campos del saber, entre los que destacaríamos: Aldo Rossi en la arquitectura, Henri Lefebvre en la sociología, Milton Santos en la geografía y, más recientemente, Olivier Mongin en la antropología, así como Josep Maria Montaner en la crítica. Estos autores trajeron importantes aportes para el campo académico occidental en relación con el pensamiento de la ciudad, que en su complejidad no puede ser abarcada por ninguna de estas disciplinas de manera totalizadora. Así, si bien cada uno de ellos logra arrojar luz sobre aspectos relevantes (aquellos que centran los esfuerzos de cada disciplina), comprender la ciudad se convierte siempre en un objetivo que se escapa a cada paso, razón por la cual debe rodearse de más estudios en diferentes campos. Aunque siempre hablar de la ciudad en su conjunto será una tautología, como ya alguna vez apuntó Antonio Fernández Alba, podemos reflexionar sobre las condiciones urbanas que prevalecen en el contexto de muchas ciudades contemporáneas grandes y medianas. Estas condiciones están guiadas por la prevalencia de los flujos y la fragmentación de los territorios:

Entramos no mundo da ‘pós-cidade’, aquele no qual as entidades ontem circunscritas a lugares autônomos doravante dependen de fatores exógenos, a começar pelos fluxos tecnológicos, pelas telecomunicações e pelos transportes... O bom equilíbrio entre os lugares e os fluxos tornou-se muito ilusório [Entramos en el mundo de la “post-ciudad”, aquel en el que las entidades que antes estaban circunscritas a lugares autónomos ahora dependen realmente de factores exógenos, comenzando por los flujos tecnológicos, las telecomunicaciones y el transporte... El buen equilibrio entre los lugares y los flujos se ha vuelto muy ilusorio]”. (Mongin, 2009, p. 16)

En esta dirección, argumenta Mongin (2009), “o urbano se fragiliza ainda mais à medida que as tecnologias corroem a relação urdida com o real, com o ambiente imediato, em suma, a relação com um mundo que é preciso habitar [Lo urbano se debilita aún más a medida que las tecnologías corroen la relación tejida con lo real, con el entorno inmediato, en resumen, la relación con un mundo que es necesario habitar]” (p. 151).

Este debilitamiento refuerza aún más la defensa y lucha por los derechos relacionados con la ciudad. Aunque en los países llamados centrales (el norte global), las estructuras legales y operativas relacionadas a la defensa de los derechos funcionan relativamente bien, en gran parte del resto del mundo el reconocimiento de derechos es muchas veces solo formal, limitada a la existencia de leyes. De este modo, estas normas legales expresan momentos específicos de demandas de igualdad social, que, por otro lado, denuncian la existencia de desigualdades, especialmente visibles en las grandes metrópolis brasileñas —no solo pensando, prácticamente, en todas las grandes ciudades de América Latina—, espacios en los que se mezclan cosmopolitismo y contradicciones de todo tipo.

La segregación urbana, que acaba resultando en ciudades diferenciadas dentro de un mismo territorio urbano, relega aquellas que se ubican lejos del centro a espacios de no-derechos, no-lugares que expresan una jerarquía social segregacionista.

En palabras del arquitecto Flávio Villaça (2011), la segregación urbana es una dimensión espacial de la segregación presente en la sociedad. Deberíamos incluir en esta definición el hecho de que esta dimensión es una dimensión que resulta de la estructura misma del capitalismo, que necesita de estas diferenciaciones sociales para construir masas de trabajadores potenciales —ya sean desempleados o subempleados, los famosos ejércitos de reserva sobre los que escribió Marx—, a los que hay que dar un lugar en la estructura urbana. Pero este lugar nunca es, ni puede ser, un lugar central, ni dotado de centralidad. Comprender el alcance de esta definición, y de esta dimensión, implica articularla con otros aspectos del proceso social, político, económico y cultural —y hoy deberíamos incluir los aspectos tecnológico y ambiental—, ya que, en conjunto, conforman la desigualdad de acceso a los derechos sociales, que incluyen en estos derechos todas las dimensiones de lo social, desde la cultural hasta la asistencial, desde la laboral hasta la económica.

Entre los aspectos articuladores de la segregación urbana, abordaremos brevemente los relacionados con el derecho a la memoria y el derecho a la ciudad. ¿Por qué estos en particular? Porque entre todos los derechos posibles, y hay muchos, el de la memoria es el menos evidente, es un aspecto de la cultura, pero requiere una conciencia que sea capaz de retirarla de su dimensión abstracta (filosófica) o banal (la de los recuerdos), y llevarla a una dimensión ligada a la calidad de vida en el mundo contemporáneo, que debe entenderse como plural, pero también como incluyente. El segundo tema, el derecho a la ciudad, también puede considerarse menos evidente, porque se ha convertido en una frase vacía. ¿A qué nos referimos cuando hablamos del derecho a la ciudad? ¿A qué ciudad nos referimos cuando pedimos que se cumpla nuestro derecho a ella?

Algunos hitos en el debate sobre la preservación del patrimonio cultural en Brasil

En 1937, cuando se creó en Brasil el Servicio del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (SPHAN), hoy Instituto, cuyo objetivo era, y sigue siendo, la protección de los bienes culturales, el objetivo era construir un conjunto de artefactos de valor artístico e histórico, que compondría una representación simbólica de la nación y, por lo tanto, de forma general y homogeneizadora, de todos los brasileños. Entre esos bienes se encontraban ciudades como Ouro Preto, catalogada en 1938 por los valores arquitectónicos y urbanísticos que expresaban el periodo de la historia entonces considerado como la cumbre de la mejor expresión artística brasileña: el Barroco.

Innumerables factores, y discusiones, hasta finales de la década de 1930 se desarrollaron en torno a la construcción del patrimonio, su protección y puesta en valor, la restauración y conservación de edificios, tramas urbanas y obras de arte. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se incorporaron las propuestas de arquitectura y urbanismo moderno y se adoptaron nuevas visiones a partir del asombro por la destrucción provocada por la guerra, especialmente en Europa. Por ende, se convirtieron en la base para la renovación de definiciones relacionadas con las cuestiones patrimoniales, en la vertiente del patrimonio cultural de cada pueblo.

Así pues, son visiones que se sumarían a las cuestiones de la década de la contracultura. A la acción del poder público en el Brasil se fueron sumando paulatinamente nuevas concepciones y finalidades sociales, que ampliarían la diversidad de los bienes protegidos, su representatividad y abrirían posibilidades de uso social. Estos socavarían el carácter puramente contemplativo, de disfrute del arte, que hasta entonces se le había atribuido1.

En este contexto, se comenzó a cuestionar la efectividad de proteger el núcleo original de las llamadas ciudades históricas, como un monumento desconectado de otros espacios de la ciudad y de la vida cívica, para proyectarlo como parte de una dinámica urbana, que también favorecía su apropiación y la resignificación como representación de la memoria colectiva.

Estas cuestiones adquirirían nuevos contornos, a partir de la década de 1970, debido al crecimiento acelerado de las ciudades brasileñas, vinculado a la industrialización y a la metropolización, así como a la llegada de industrias a las ciudades medianas. La preocupación por los impactos de estos procesos —no solo ambientales, sino también los relacionados con un ritmo más rápido de cambios que no proporcionaron una incorporación equilibrada de nuevos valores a los modos de vida— desplazó el debate sobre los valores históricos y artísticos del patrimonio cultural hacia aquellos aspectos relacionados con la calidad de vida.

Se ampliaron, así, los lazos entre las necesidades del presente y el mantenimiento del patrimonio del pasado —entendido como algo que permanece en el presente—, que podría ser desarrollado por acciones públicas de gestión urbana que consideraran no solo las cuestiones del espacio físico y su organización, sino, sobre todo, la mejora de la calidad de vida en las ciudades, una dimensión social y simbólica que incluía la actividad humana desarrollada en el entorno construido, ecológicamente interpretada y consciente de las demandas actuales.

En este contexto, se forjó el concepto de patrimonio ambiental urbano, como respuesta a la necesidad de considerar todos los elementos constitutivos de la ciudad —barrios, edificios, trazados, espacios abiertos, configuración geográfica, entre otros, y no solo aquellos de valor excepcional—, en su protección. Este concepto ha sobrevivido más como discurso que como práctica; ha sido la defensa del patrimonio ambiental urbano, que da identidad al paisaje de la ciudad, todavía un desafío en las políticas urbanas y culturales (Tourinho & Rodrigues, 2016).

MEMORIA Y CIUDAD: LA DELICADA RELACIÓN ENTRE CONTINUIDADES Y TRANSFORMACIONES

En el ambiente internacional, la idea del patrimonio cultural como un derecho sería concebida en el contexto inmediato de la posguerra. En diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo artículo 27 reconoce los derechos culturales como parte de los derechos humanos fundamentales. Entre ellos, el derecho a la memoria ha sido reivindicado con mayor fuerza en las últimas décadas, en Brasil principalmente desde finales de 1980.

Tanto en el ámbito internacional como en Brasil, el patrimonio cultural puede ser entendido como la acumulación de experiencias vividas individual y colectivamente, que al ser visitadas (identificadas y registradas de alguna manera) constituyen una forma de acercarse al pasado, con la comprensión de quiénes somos y de cómo es la sociedad en la que vivimos y en la que también producimos recuerdos. Cabe señalar que, en cada caso, es decir, en cada ciudad, esta dimensión cultural puede tomar formas muy diferentes; pero toda sociedad urbana tiene esta dimensión: identificar características específicas es parte del quehacer social que puede integrar tanto las instancias gubernamentales como miembros de la sociedad civil organizada, y eso es lo importante.

Partimos del principio de que la memoria nos lleva a conocer posibilidades técnicas, valores estéticos y éticos, y otros innumerables aspectos de la construcción de la vida en tiempos que nos antecedieron y que influencian en nuestras concepciones y acciones. A través de ella, nos informamos sobre la constitución de identidades, personales y grupales, y aclaramos nuestras pertenencias. El alcance de lo local aquí es evidente, y si bien, de alguna manera, compartimos entendimientos y aspectos de una cultura universal, su repercusión local es lo que nos hace ciudadanos, seres sociales, conocedores de la realidad de una manera particular.

La memoria es, por tanto, un vínculo de continuidad entre los ciudadanos de una comunidad: del barrio a la ciudad, y de allí al campo, y en algunos casos a órbitas más amplias, que incluyen dimensiones continentales. Una herencia, algunas veces indeseable y dolorosa, que alcanzamos a partir de objetos, olores, colores, espacios y un sinfín de otras formas que movilizan nuestra capacidad de rememorar. En otras ocasiones, más recientemente, los legados están constituidos como productos de memorias suprimidas, que solo regresan porque grupos interesados en su recuperación trabajan constantemente para recordar y colocar en evidencia, como es el caso de la búsqueda feminista, movimientos negros, grupos de pueblos originarios, o incluso grupos sociales excluidos por cuestiones de género, como los colectivos LGTBIQ+.

Es precisamente al darnos cuenta de esta maraña de luchas sociales que podemos decir que la memoria no es apolítica, ni desconectada de las cuestiones ideológicas y conceptuales que impregnan la sociedad. La memoria es selectiva, en el sentido de que se ve afectada por las circunstancias históricas que determinan nuestra capacidad conceptual y emocional para dar sentido al mundo. Vemos el mundo que fuimos “entrenados” para ver. Nuestra cosmovisión, así como nuestros saberes y creencias, nos condicionan en la construcción de la memoria, de aquello que nos da sentido como grupo social, cultural y político. Así, los campos de la memoria, como el del patrimonio y el del arte, se transforman en lugares de lucha cotidiana por el reconocimiento de los factores humanos que exaltamos —u ocultamos— como sociedad. Porque la sociedad tampoco es monolítica, es plural, aunque esté dominada por grupos de poder cada vez más fortalecidos, debido a la intensificación de los procesos de concentración de capital en pocas manos, instituciones e incorporaciones en el mundo globalizado.

De hecho, en los últimos años, en ciudades como São Paulo, en Brasil, caracterizadas, por un lado, por su extensa expansión espacial, y, por el otro, por intensos procesos de verticalización principalmente en sus zonas centrales —aunque no solo en ellas—, la idea de promover una ciudad compacta ha guiado las políticas urbanas municipales. Por lo tanto, ha prevalecido una visión economicista de la ciudad que sostiene que, cuanto menos extendida esté la ciudad, menos recursos se gastarán en gestionar y mantener su infraestructura. Es una estrategia importante, que hay que analizar con mucha cautela. Sin embargo, el camino que viene tomando la ciudad de São Paulo en esta dirección está anclado en una verticalización cada vez más intensa, en la que no necesariamente se produce una densificación poblacional, y en la que se ignoran los estudios sobre la capacidad de soporte de las infraestructuras públicas de los territorios inmersos en un proceso que solo beneficia al mercado inmobiliario. Incluso, la destrucción de barrios y paisajes locales es provocada por agentes inmobiliarios interesados solo en el factor ubicación, que permite mayores tasas de construcción.

Concebida por técnicos progresistas bien intencionados, pero cooptada por agentes inmobiliarios, la narrativa de la ciudad compacta se convirtió en la panacea del momento y se impuso como la única alternativa posible a la ciudad contemporánea.

La noción de ciudad como bien cultural se ve socavada así por una idea muy estricta y limitante de compacidad, sin un debate en profundidad sobre sus consecuencias. Al definir la ciudad como un bien cultural, Bezerra de Meneses (2006) afirma que la ciudad, como bien cultural, es aquella marcada diferencialmente por significados y valores, establecidos en las prácticas sociales y necesarios para que lleven la marca específica de la condición humana. Así, la ciudad culturalmente calificada es buena para ser conocida (por el habitante, por el turista, por quienes tienen negocios allí, por el técnico, etc.), buena para ser contemplada, disfrutada estéticamente, analizada, apropiada por la memoria, consumida emocionalmente, y por la identidad, pero también, y, sobre todo, es bueno practicarla en el nivel máximo de su potencial (p. 39).

La ciudad como bien cultural: memoria y paisaje urbano

Las concentraciones urbanas, que tratamos genéricamente como ciudades, son los lugares —otro término complicado— donde vive la mayor parte de la población. El 55% de la población mundial vive en ciudades (Organización de las Naciones Unidas, 2019), mientras que, en Brasil, en el 2022, la mayor parte de la población del país, que es el 61 % de las personas, se concentra en centros urbanos de más de cien mil habitantes (Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística, 2023), es decir, en ciudades medianas y grandes. El censo brasileño del 2022 también mostró, en los últimos años, un mayor crecimiento en las ciudades de tamaño mediano —aquellas que, en general, se caracterizan por un contingente entre cien mil y quinientos mil habitantes. Respecto a este crecimiento, Töws y Mendes afirman que, ante las diferentes posibilidades de producción y reproducción del espacio urbano, la expansión físico-territorial se da inicialmente a través del suelo del uso rural al urbano, vía fraccionamientos, conjuntos habitacionales, entre otros. Sin embargo, entre las innumerables estrategias utilizadas para la reproducción del capital ha destacado la verticalización, cuyo crecimiento cuantitativo y espacial presenta peculiaridades que a lo largo de su proceso han ido alterando el paisaje urbano y la forma de vivir en las ciudades (De França y De Almeida, 2015, p. 605).

Los procesos acelerados de verticalización, como los que se observan en las grandes y medianas ciudades brasileñas, alteran drásticamente el paisaje local y los modos de vida vinculados a él. La verticalización no es necesariamente negativa, pero debería ser muy bien evaluada en las ciudades que buscan satisfacer el hambre del capital inmobiliario, cada vez más financiero, mientras la tasa de inmuebles desocupados es preocupante y el llamado boom inmobiliario no corresponde a las predicciones de estancamiento poblacional en las próximas décadas, como en el caso de São Paulo.

Las ciudades son hoy locus privilegiado de dinámicas y luchas por los derechos culturales, pero, debido a la transformación acelerada y continua de los espacios, los resultados, en términos de calidad de vida, son en gran medida poco respetuosos con las memorias representadas en ellos. La situación suele verse agravada por la apropiación de la memoria colectiva, que la convierte en privada de los grupos socialmente dominantes, lo que, entre otros términos, también se expresa en acciones promovidas por el capital, especialmente inmobiliario, y por intervenciones del propio poder público, que se inclina muy fácilmente al peso del dinero.

La memoria colectiva se sustenta en imágenes espaciales, por lo que es fundamental que las “piedras de la ciudad” duren más que el paso de varias generaciones (Halbwachs, 1990). La permanencia o no de las piedras, así como de los trazados y tejidos urbanos, y sus niveles y tiempos de transformación, tienen un profundo impacto en el patrimonio ambiental urbano, que determina el paisaje urbano. Esto último es precisamente lo que da identidad a la ciudad; como construcción de cultura material, somos capaces de percibir e identificar una entidad concreta, descriptible y dotada de un significado relevante, como el cultural.

La transformación del paisaje no es solo material, sino que también implica cambios en las prácticas sociales y modos de vida basados en la vida cotidiana y en las “piedras de la ciudad” (Halbwachs, 1990). La defensa de la memoria, por lo tanto, no se debe restringir a la permanencia material de los espacios, edificios o lugares públicos, a los que se atribuyen diferentes valores, incluido el afectivo, sino incluye mantener la continuidad de las prácticas culturales y los lazos de sociabilidad que completan la materialidad del espacio y que lo convierten en un lugar, es decir, un espacio lleno de cultura, como lo define el geógrafo Milton Santos en muchas de sus obras. El lugar, en este sentido, y siguiendo la definición de locus de Aldo Rossi (1982), destaca “dentro del espacio indiferenciado, condiciones, cualidades que nos son necesarias para la comprensión de un hecho urbano determinado” (p. 186). La construcción de memorias, esa capacidad u nicamente humana esencial para la producción de culturas, hace posible esta comprensión en tanto otorga sentido a la comprensión sensible, no solo física, de la percepción del entorno urbano.

Ambos aspectos, mantenimiento material y condiciones para la continuidad de las prácticas culturales, se oponen a la segregación espacial verificada en las ciudades y se incluyen entre los derechos culturales de la ciudad.

El derecho a la memoria como derecho a la ciudad

Ante la comprensión de las grandes concentraciones humanas en ciudades, no es posible hacer generalizaciones, porque, evidentemente, son estructuras de tal complejidad que no caben en definiciones simplificadoras, como ya hemos señalado. Además, aunque es evidente que las ciudades son tangibles, es decir, tienen materialidad, nos parece que es necesario pensarlas más desde un punto de vista simbólico que físico. Con todo, este carácter simbólico puede darse desde un punto de vista orgánico que no necesariamente se refiere a la suma de caminos y edificios aislados, antiguos o contemporáneos, y no necesariamente tampoco solo de carácter monumental. Las ciudades así pensadas tal vez sean menos concretas desde un punto de vista físico, infraestructural, pero son estas las que se incluyen entre las representaciones de memorias de una sociedad, aunque solo sean ciudades imaginadas.

Graeber y Wengrow (2022), siguiendo a Elias Canetti, nos recuerdan que las grandes unidades sociales son siempre, en cierto sentido, imaginarias (pp. 301-302). Sin embargo, sus representaciones asumen el papel de documentos que exhiben múltiples tiempos y que brindan conocimiento de lo que experimentamos, o al menos algunas de sus posibles versiones. En las ciudades, el tiempo presente tiene la posibilidad de encontrarse con el pasado, condición primera para la producción de memorias que, potencialmente, pueden construir nuevos lugares sociales e incidir en el reconocimiento de derechos. Como afirma Rossi (1982), las ciudades como “patria artificial y cosa construida pueden también atestiguar valores, son la permanencia y memoria. La ciudad es en su historia” (p. 75). Como construcción cognitiva la ciudad que conocemos, o que amamos, o que recordamos, está realmente solo en nuestras cabezas (Graeber & Wengrow, 2022, p. 302), pero en el momento en que la documentamos, se vuelve perceptible para nosotros, y para los demás, porque, según Fischer, los habitantes de las ciudades viven en pequeños mundos sociales que se tocan, pero no se interpenetran (p. 307).

Santos (1989) señala la complejidad que implica considerar el pasado impreso en las ciudades, ya que nos lo trae a través de la materialidad. Este es un dato fundamental para la comprensión del espacio, pues en él está la presencia de tiempos que se fueron y que permanecen a través de formas y objetos. Estos también representan técnicas pasadas correspondientes a un momento de posibilidades humanas; así, son sinónimos de tiempo y lo periodizan, lo que nos permite reconstituir la acumulación de tiempos yuxtapuestos que conforman el paisaje urbano. No obstante, las posibilidades cognitivas de la población varían entre comunidades —que quizás aún no estén cohesionadas—, y entre épocas, lo que incluye nuevos grados de complejidad para una apreciación del pasado en el presente.

La destrucción de esta construcción continua que es el paisaje urbano interfiere en la posibilidad de que las sociedades se acerquen al pasado y constituyan la noción de tiempo histórico, que es el tiempo del cambio. Sobre el espacio construido en el tiempo pesa siempre una copiosa cantidad de acciones humanas —no solo materiales, como los edificios, sino también simbólicos, jurídicos, económicos, sociales y culturales—, y, obviamente, cuanto mayor es la acumulación de tiempo recordado, mayor es el significado de un lugar dado para la sociedad. Mayores son también los sentidos de pertenencia e identidad del habitante en relación a la ciudad. Y, aunque en momentos específicos de la historia de la ciudad algunos de estos barrios más antiguos pueden ser destruidos, nunca lo serán por completo, no solo por la resistencia natural de lo construido, sino por la memoria que la sociedad guarda de ello. La pérdida de esta memoria social es el más terrible de los estigmas sociales que enfrentamos hoy, cuando comunidades enteras se ven obligadas a emigrar —por tantas razones, pero principalmente por las peores: las políticas—, lo que destruye los lazos afectivos y sociales y deja el humus donde florece la cultura.

Desde el punto de vista jurídico, en Brasil, la protección de los bienes culturales es ejercida por los poderes ejecutivos federal, estadual y municipal a través del estatuto jurídico de catalogación (tombamento). También es prerrogativa del poder municipal utilizar la legislación urbanística, que amplía las posibilidades de incidir en la calidad ambiental. Es una estructura compleja cuya tradición se remonta a la legislación portuguesa, pero que fue construida de forma autónoma en el Brasil republicano.

Los límites legales de la conservación de los bienes culturales por parte del Estado no están a la altura de las transformaciones ocurridas desde mediados del siglo xx, que incluyeron la visión antropológica del patrimonio. Esto, sin embargo, contribuyó a las definiciones que se consagraron en la Constitución de 1988, especialmente en su art. 215, que no solo garantiza el ejercicio de los derechos culturales, sino que fomenta su reconocimiento, así como en el art. 216, que define aquello que constituye el patrimonio cultural brasileño, tangible e intangible, como los bienes “portadores de referencia de la identidad, acción, memoria de los diferentes grupos que forman la sociedad brasileña” (Constituição de República Federativa do Brasil, 1988). Esta definición traduce, según Bezerra de Meneses (2007), una nueva condición, en la cual la memoria en cuestión tiene cada vez menos que ver con el pasado y, de ninguna manera, con un pasado nacional convergente. A medida que las propias normas jurídicas reconocen a la sociedad y sus segmentos como sujeto histórico, la identidad converge cada vez más hacia una noción difusa de pertenencia, en la que la dimensión territorial es relevante y en la que la calidad de vida cuenta más que una supuesta densidad temporal o significación histórica (párr. 23).

Esta nueva e inclusiva perspectiva también sugiere el reconocimiento del derecho a la ciudad. Concepto forjado por Henri Lefebvre (2001), en la década de 1960, en su obra clásica Le droit à ville (1968), que desenmascara el doble papel de la ciudad como lugar de consumo y consumo del lugar, es decir, la transformación de la ciudad en una mercancía dentro del modo de producción capitalista, en el que se establece la hegemonía de un tipo de reproducción socialmente condicionada: la del capital.

En este contexto, el derecho a la ciudad es un derecho colectivo que, más que reclamar infraestructura, servicios urbanos o vivienda, incluye la posibilidad de reconstrucción y redefinición de la ciudad por parte de sus habitantes. No es, por tanto, un derecho en sí mismo, sino una constante lucha social reivindicativa, o un derecho por el que luchar. Una reflexión, construida en el momento triunfal, aunque efímero, de la contracultura.

Las ideas de Lefebvre y el derecho a la ciudad fueron absorbidas en Brasil por los movimientos sociales por la vivienda en la década de 1970, periodo en el que se acentuaron las desigualdades sociales en el país, especialmente en las grandes ciudades. Los artículos 182 y 183 de la citada Constitución Federal, que tratan de la relación entre las políticas de desarrollo urbano y la garantía del bienestar de los ciudadanos, fueron reglamentados por el Estatuto de la Ciudad, Ley Federal 10.257 del 10 de julio del 2001, a la función social de la propiedad, a fin de garantizar el derecho a ciudades sostenibles, con base en instrumentos urbanos. Cabe señalar que aquí ya tenemos una actualización de los objetivos y luchas que, en las últimas décadas del siglo xx, tuvo como telón de fondo una sociedad globalizada, impactada por los problemas ambientales y la crisis climática.

A pesar de los cambios —en gran parte debido a la presión de los movimientos sociales que se opusieron a la dictadura en las décadas de 1970 y 1980, y que combinaron objetivos específicos con la resistencia al autoritarismo—, estamos lejos de realizar el derecho a la ciudad. Esto se evidencia no solo en la jerarquía del espacio urbano, dominado por el capital, sino que se extiende a las posibilidades de apropiación de la ciudad como espacio de expresión artística y cultural.

Tanto en Europa como en las Américas, la década de 1960 marcó la contestación de los valores en los que se basaban las sociedades occidentales hasta entonces. El encuentro con lo popular y la valoración de la vida cotidiana, así como el cuestionamiento de la alta cultura, fueron el resultado del ambiente de escasez y su contrapartida en el estado de bienestar.

Los movimientos que pretendían construir un mundo alternativo implementaron nuevos comportamientos sociales, renovaron expresiones artísticas, conquistaron derechos y crearon crecientes tensiones con el sistema al que eran rebeldes, y que se fortalecía con cada paso de los avances tecnológicos que, entonces, llevó a la humanidad a la luna y creó el mundo digital en el que vivimos hoy. Evidentemente, esta utopía estaba dentro de una distopía, la de la Guerra Fría y la de la alienación del mundo de las máquinas, esta última nos persigue hasta el día de hoy.

También viene de entonces, acentuándose en las dos décadas siguientes, la impugnación de los principios de la arquitectura y el urbanismo modernos. Los textos de Robert Venturi (Complexity and Contradiction in Architecture, 1966) y Manfredo Tafuri (Teorie e storia dell’architettura, 1968), así como el ya mencionado de Aldo Rossi (L’architettura della Città, 1966), son las piezas clave para construir una nueva manera de pensar la arquitectura, la historia urbana y la ciudad. Estos textos impactaron profundamente en la academia.

Desde 1980, otros autores, como Rem Koolhaas, David Harvey, Frederic Jameson o, entre los autores brasileños, Laymert Garcia dos Santos, Otilia Arantes o Raquel Rolnik, han intentado entender los nuevos fenómenos urbanos producidos por el capitalismo tardío. De esta forma, han llevado el debate hacia nuevos caminos de interpretación, pero ninguno de ellos despreció los valores culturales de las miradas sobre la vida cotidiana, la comprensión de las diferencias, la convivencia social y la conquista de derechos, aunque no sin conflictos y contradicciones. Desde esta perspectiva y desde las concepciones de ciudad que se han desarrollado durante los últimos treinta años del siglo xx, en el actual contexto de vida en las grandes aglomeraciones, el derecho a la memoria se revela también como un derecho a la ciudad.

Si entendemos que los movimientos en defensa del mantenimiento de los referentes culturales se están convirtiendo en objeto de grupos organizados en movimientos sociales cada vez más locales y centrados en bienes a los que la parte marginada de la sociedad, la vulnerable y la olvidada, atribuye significados de importancia de los diversos segmentos que la componen, entenderemos que la preservación se ha convertido en una forma de resistencia a la desigualdad social e incluye a la ciudad como lugar de vida.

Desde la perspectiva de estos sujetos sociales, la preservación incluye espacios urbanos que se han convertido en referentes de la memoria de colectividades específicas, ya sea en los barrios o en el llamado centro histórico de la ciudad. Ya no se trata de conservar tal o cual edificio, ni siquiera de delimitar un centro histórico en función de su materialidad, sino de mantener, construir y defender paisajes urbanos caracterizados por un patrimonio ambiental de calidad, cuyos valores culturales son reconocibles por distintos grupos sociales.

El derecho a la memoria como derecho a la ciudad exige su apropiación como lugar de prácticas sociales, o como espacio para el desarrollo de la sociabilidad, cuyos paisajes puedan ser retomados como soportes de la idea de lo colectivo y del desarrollo del sentimiento de pertenencia, ambos elementos del gran poder transformador.

REFERENCIAS

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1 Evidentemente, estas interpretaciones e identificaciones también estaban cargadas con las tintas de las sociedades que las produjeron. Visto desde el presente, muchos de sus logros pueden ser cuestionados por sesgos que hoy en día, muchas veces, se consideran inadecuados, como el racismo, el machismo, el desprecio, o al menos el desinterés, por el pasado precolombino, o incluso la comprensión tardía de las culturas populares.