PERMANENTE

Discurso arquitectónico
e identidad cultural

La vigencia ideológica de seis autores peruanos
en la elaboración de un universo simbólico contemporáneo

Architectural discourse and cultural identity
The ideological validity of six Peruvian authors in the elaboration of a
contemporary symbolic universe

César Castañeda Silva

Grupo de Investigación Episteme
de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

0000-0002-7953-435X

Recibido: 07 de julio del 2021
Aprobado: 14 de febrero del 2022

doi: https://doi.org/10.26439/limaq2022.n010.5278

El discurso de la arquitectura sobre la identidad cultural en el Perú se ha elaborado históricamente bajo imprecisiones encasilladas en estilos que banalizaron las culturas del pasado o promovieron reproducciones inauténticas, devenidas igualmente de tardías propuestas latinoamericanas. Sin embargo, hurgando en una serie de discursos enunciados durante el siglo xx, es posible establecer condiciones de pertenencia, permanencia y reconocimiento para redireccionar la inestable actualidad temática de una arquitectura que intenta construir un espacio propio en el mundo globalizado. En tal sentido, una muestra constituida por la ideología de seis autores será discutida en clave hermenéutica y humanística a través de propuestas esencialistas, constructivistas, pragmáticas y experienciales; modelos que intentan eludir la constante dependencia y alienación, para otorgarle vigencia al concepto al erigir desde la autenticidad y la apropiación, la plenitud de su universo simbólico.

apropiación, autenticidad, discurso arquitectónico, identidad cultural, universo simbólico

The discourse of Architecture on Peruvian cultural identity has historically been articulated in the form of inaccurate styles that trivialized pre-Hispanic cultures or promoted inauthentic reproductions of them derived from late Latin American proposals. However, if one delves into some 20th-century discourses, it is possible to establish belonging, permanence, and recognition criteria. Thus, it is possible to redirect the unstable thematic relevance of an architecture that tries to build its own space in the globalized world. In this sense, I will discuss a sample constituted by the ideology of six authors in a hermeneutic and humanistic key through essentialist, constructivist, pragmatic, and experiential proposals. These models try to avoid the constant dependency and alienation and give validity to the concept by unfolding the fullness of its symbolic universe from its basis in authenticity and appropriation.

appropriation, architectural speech, authenticity, cultural identity, symbolic universe.

INTRODUCCIÓN

El discurso, como forma de comunicación, ha permitido al hombre entablar relaciones de convivencia, posibilitando a través de las coincidencias y diferencias acceder al desarrollo civilizador y, como señalarían Gadamer y Ricoeur, a la plenitud y al sentido de su propia existencia (Silva, 2005; Vigo, 2002). El discurso en tanto lenguaje, desde la hermenéutica, ha hecho posible la creación de un universo propio, polisémico y abierto a todas las voces y a todos los tiempos, produciendo una (re)interpretación constante en el reconocimiento de una realidad. De esta manera, el discurso sobre el sempiterno problema de la identidad cultural, en tanto relación de unos y otros, podría formular, en sentido humanístico, la unidad como coincidencia de opuestos, promoviendo el imaginario, lo creativo y el diálogo como búsqueda del sentido que se nutre de la tradición, pero que, paradójicamente, requiere de una esencia atemporal.

En este contexto, la arquitectura como elemento cultural, determinante y conformante de una identidad cultural ha mostrado una serie de propuestas discursivas que no eluden a las formuladas desde la filosofía, la sociología o la antropología, en torno a la interrogante dicotómica propio-ajeno, y que en la actualidad han entrado en crisis por la globalización. La pertenencia, la permanencia y el reconocimiento, tradicionales categorías identitarias, parecerían no ser absolutas y suficientes, enclaustrándose en un letargo discursivo y aceptando replanteos en forma de hibridación, camuflaje y seducción, que han promovido deformaciones artísticas, éticas y espirituales (Vilar, 2004).

En el Perú, desde la arquitectura, este proceso sobre lo identitario no es ajeno, transitando históricamente entre momentos de contingencia, de negación y de vitalidad que han ido produciendo constructos inestables, pero al mismo tiempo inagotables. Sin embargo, hurgando en los discursos enunciados durante el siglo xx, pueden hallarse una serie de propuestas que han recurrido a la cultura, el arte, la geografía, las cosmovisiones o la economía como nutrientes de lo significativo e interpretativo. De estos discursos, algunos se quedaron al nivel de ideologías y otros fueron abordados con escasa profundidad, siendo subsumidos por discursos ignaros que desacreditaron las propuestas.

En esta perspectiva, el artículo presenta una muestra constituida por las propuestas de seis autores peruanos que han logrado, desde los ejes estéticos, éticos y científicos1, conformar un universo simbólico, en tanto auténtico y apropiado, como alternativa discursiva. Una revisión dialógica puesta a discusión en clave hermenéutica y humanística, que evidenciará modelos esencialistas, constructivistas, pragmáticos y experienciales; modelos que intentan eludir la dependencia y la alienación, otorgándole vigencia al tema de la identidad y redireccionando la inestable actualidad de una arquitectura que intenta construir un espacio propio en el acelerado mundo globalizado.

EL DISCURSO

El discurso, en su condición de práctica lingüística que determina un modo de relación social, ha sido abordado por ciencias humanas como la antropología, la sociología, la filosofía o la psicología que, en su interdisciplinariedad, produjeron enfoques como los de la antropología lingüística, el estructuralismo o el pensamiento simbólico, determinando normas que facultan el entendimiento sobre el pensar, el sentir y el actuar (Calsamiglia & Tusón, 2002; Manzano, 2005). Estas prácticas permiten representar la realidad o construir imaginarios, adquiriendo del lenguaje sus recursos (palabras, gestos, símbolos, escritos), constitución y regulación, posibilitando, además, estructuras complejas de relaciones interculturales. “El lenguaje es una parte de la sociedad y no algo externo a ella. Los fenómenos lingüísticos son fenómenos sociales y los fenómenos sociales (son en buena parte) fenómenos lingüísticos” (Iñiguez-Rueda, 2006, p. 86).

Iniciar un análisis del discurso en esta perspectiva, precisa que sea intersubjetivo, al no existir un paradigma exclusivo y dominante de análisis ni de técnica, siendo posible definirlo desde la disciplina más apropiada con el uso de sus propios procesos teóricos (Manzano, 2005; Santander, 2011). En todo caso, el análisis de facto polisémico explora tanto el conjunto de expresiones verbales y no verbales, como las maneras en que las culturas apropian, crean o reproducen modelos de comunicación y conocimiento.

De esta manera, la polisemia instalada en el análisis discursivo permite recurrir a la hermenéutica, para interpretar y reconocer la realidad a comprender; una realidad que es aprehendida en una determinada situación, reconociendo un proceso que va desde la explicación hasta la comprensión y desde la sospecha hasta la ampliación del sentido. Se trata de tomar consciencia de la realidad como proceso que propone, modifica y expresa una interacción como método, permitiendo al intérprete introducirse en el contexto social del autor y ser asimismo capaz de captar su espíritu.

Paul Ricoeur señalaría que introducirse en el contexto imposibilita evadir la historia y ubicarse en un no lugar, libre de prejuicios y sesgos ideológicos. Gadamer precisaría que la historia es una larga cadena continua e ininterrumpida que sirve de puente entre el intérprete y la obra, salvándose así la distancia temporal (Silva, 2005; Vigo, 2002). Finalmente, para Calsamiglia y Tusón (2002, p. 95), el contexto influye sobre el autor, el receptor y el mensaje, permitiendo que los componentes del discurso incorporen deseos, valores y estilos de vida, generando una reconstitución del lenguaje, el conocimiento y del acceso a los estados mentales que permiten las reinterpretaciones.

Las intenciones del autor nunca agotan el significado de un texto o de una obra, pudiendo extraerse siempre nuevos significados. En tal sentido, Juan Acha (1979) para el arte y Antonio Miranda (1999) para la arquitectura señalarían que una vez entregado el producto, se despliegan una serie de infinitas reinterpretaciones que escapan a los distintos contextos en los cuales se sitúa la obra.

En las condiciones mencionadas, para Manzano (2005), un análisis del discurso se expone desde tres condiciones. En primer lugar, desde la identificación de los componentes que rodean el discurso y lo hacen comprensible, como son el contexto, el asunto, los implicados y los productos. En segundo lugar, a través del contenido de las ideologías, los recursos lingüísticos, las argumentaciones, las técnicas de persuasión y las estrategias de legitimación y apoyo. Finalmente, como condición que erige un modelo completo de su génesis, expresión y sus consecuencias. De esta manera, para otorgar la categoría de discurso y permitir un acercamiento a la hermenéutica como método analítico, se hace imprescindible una ideología, un medio de difusión, unos receptores, un contexto, una forma de transmitir el mensaje y adeptos, que, en perspectiva sociocultural definen discursos descriptivos, interpretativos y explicativos (Santander, 2011). (Ver Tabla 1).

Tabla 1

Componentes del discurso

IDENTIDAD CULTURAL Y DISCURSO

El término identidad, como definición de la particularidad, la equivalencia que implica lo mismo y como expresión que supone lo opuesto a otro, llevado a las disciplinas humanistas permitirá el autorreconocimiento y la diferenciación que determinan una singularidad. De igual manera, la cultura, como evolución del concepto durante el siglo xx, expresaría inicialmente una relación con el desarrollo intelectual, estigmatizada luego por el positivismo y redefinida en la posmodernidad desde su carácter simbólico. “La cultura vendría a ser el patrón de significados incorporados en formas simbólicas, incluyendo allí expresiones lingüísticas, acciones y objetos significativos, a través de los cuales los individuos se comunican y comparten experiencias” (Larraín, 2003, p. 31).

Pese a los disímiles conceptos vertidos, la identidad cultural como constructo considera que las sociedades implícitamente generan cultura, son indisociables en el espacio-tiempo y entienden que cultura e identidad adquieren un mismo sentido en el conjunto de representaciones, apropiaciones y reconocimientos (Giménez, 2010; Kymlicka, 1996; Schwarz, 2008). El constructo señalado propicia elementos culturales propios y la diferenciación con el otro a través de aportes, participaciones y apropiaciones, que son denominados por Gutiérrez (1997) mundos familiares, y que para Bonfil (1997) determinan la pertenencia simbólica. De esta manera, junto con la pertenencia emerge la permanencia, vinculadas al tiempo, revelándose la particularidad y la resguardada memoria; se establece el territorio como el espacio de acción de los procesos identitarios; y se promueve el reconocimiento como forma de entendimiento con uno mismo, con el otro y cómo el otro reconoce a uno. En tal sentido, Bonfil (1997) y Schwarz (2008) precisarían que todo este proceso, objetivo e idealizado, tangible y espiritual, debe ser capaz de erigir un universo simbólico.

La identidad cultural convive con la propia evolución humana, por lo cual sería un despropósito intentar apartarla del discurso existencial del ser. Los procesos de homogeneización, universalización e imposición, así como los de diferenciación y preservación, forman parte de los conflictos humanos (Bech, 1999; Butler, 1999; Huntington, 2004). No debe extrañar, por tanto, que el resguardo de lo particular, históricamente se ha sostenido en el resentimiento hacia los modelos dominantes mediante expresiones inscritas en las resistencias y los fundamentalismos. Procesos en algunos casos nostálgicos, en otros utópicos, pero por sobre todo como forma encarnada de la conciencia colectiva, fomentándose lo que Edward Said (2011) denominaría las “culturas de la resistencia” o, como señalaría Horacio Cerutti (2017, p. 134), que la identidad, pese a ser una categoría imprecisa, ha sido el eje del pensamiento latinoamericano de los últimos doscientos años.

De lleno en la contemporaneidad, Hall (2003) indicaría que lo que se conoce como “globalización” desde los años noventa, no es más que otra de las tantas formas en que se han desarrollado históricamente, divergentes y sempiternas “globalizaciones” como manera de homogeneizar al mundo, y que en este nuevo intento por menoscabar lo local, contradictoriamente se fomentaron los sincretismos críticos y la adaptación de las envalentonadas culturas menores. Este proceso inverso y no vislumbrado ocasionaría el replanteo de los modelos globales hacia formas de camuflaje, hibridez y seducción para mantenerse vigentes.

Esta coexistencia, de facto inevitable, para que no devenga en alienación o en la engorrosa dicotomía, como lo había anticipado Ricoeur (1986), se resolvía mediante la unidad paradójica, que permite la reinvención sin dejar de pertenecer a la cultura original, y que, al mismo tiempo, apropia todas las posibilidades ofrecidas por lo universal. Esta unidad, en tanto confluencia de modelos heterogéneos en la globalización, lidia con elementos locales, supralocales y translocales2 que conviven simultáneamente, asociándose, fragmentándose, superponiéndose, desapareciendo y reapareciendo constantemente, fomentando dinámicas de interconexión y conocimiento.

La unidad converge hacia la determinación del universo simbólico como “plenitud del sentido”, dando paso al imaginario, la exploración creativa y la actitud, que se desarrollan en las dimensiones éticas, estéticas y científicas. Dimensiones que, más allá de atender lo político, artístico y social, encarnan lo existencial, otorgándole continuidad a los valores que constituirán las identidades. La búsqueda de lo simbólico no suprime la realidad objetiva, sino que añade una dimensión alternativa que relaciona los distintos niveles de existencia, permitiendo que el hombre adquiera un conocimiento complementario al de la razón como defensa propia (Durand, 1968; Schwarz, 2008). “No solo existimos en una realidad espacial y material, sino que habitamos también realidades culturales, mentales y temporales” (Pallasmaa, 2018, p. 13).

De esta manera, la dimensión que promueve la unidad permite conservar la memoria, atender el presente e idealizar el futuro, erigiendo un espíritu crítico hacia lo apropiado y auténtico, como dos modelos de un mismo proceso que acceden al universo simbólico. Autenticidad, como creación de un juicio que responda a las necesidades de una sociedad que, desde lo cognitivo y afectivo, se construye en el encuentro con el reconocimiento y el diálogo con el otro o, en el sentido de Billington (2013), como emanación del espíritu de los pueblos, que resuelve la dialógica entre la técnica (universal) y las tradiciones (particulares). Apropiación, asimismo, como el actuar equilibrado entre elementos culturales propios y ajenos, que permite tomar posesión, alterar o rechazar lo considerado conveniente en la apertura cultural y la revisión de los modelos establecidos (Bonfil, 1997; Larraín, 2017; Touraine, 1997). (Ver Tabla 2).

Tabla 2

Constructo simbólico a partir de las características de la identidad cultural

Señalado el concepto de identidad cultural, su abordaje como discurso ha determinado dos modelos contrapuestos: el primero de ellos aferrado a la genuinidad, denominado discurso esencialista, que encuentra en el principio y lo heredado el fundamento que conduce a la unicidad y lo propio. Un modelo que instala la diferencia y se torna incompleto al desestimar la influencia externa, pretendiendo únicamente definir, desarrollar y sostener las particularidades (Cerutti, 2013; Grimson, 2011; Villoro, 2002). Un segundo modelo, llamado construccionista, admite alteraciones, modificaciones y rupturas durante un proceso histórico continuo e inacabado, tornándose inconcluso cuando obvia el sentido simbólico del esencialismo, lugar donde se conservan gran parte de las búsquedas profundas que explican condiciones actuales no resueltas (Cerutti, 2013; Grimson, 2011; Villoro, 2002). El construccionismo ha determinado además subcategorías, como son las que se producen desde el empirismo, denominadas discursos experienciales, y las que se fundan sobre los fines precisos y utilitarios, llamadas discursos pragmáticos; ambos realizados desde el continuo aprendizaje y la práctica del ensayo-error (Grimson, 2011).

Los discursos identitarios también permiten verificar que, en sociedades dependientes, surgen discursos denominados dependentistas, que tienden a socavar las particularidades para adoptar y difundir las identidades de las culturas dominantes como modelo de simulación y alienismo de una impostada vigencia cultural (Grimson, 2011). Finalmente, el discurso denominado contingente se emplaza en la abstracción y el racionalismo, alejado de la necesidad de recurrir a priori a una categoría identitaria que, sin embargo, puede admitir particularidades circunstanciales en constante evolución (Brubaker & Cooper, 2001).

ANOTACIONES PREVIAS

Para una revisión histórica-crítica de cómo la arquitectura ha pronunciado un discurso de la identidad cultural en el siglo xx, son imprescindibles textos como el de William Curtis, La arquitectura moderna desde 1900 o, el de Keneth Frampton, Historia crítica de la arquitectura. Ambos muestran esa relación indivisible de la arquitectura con la cultura, la sociedad, la política, los avances de la ciencia o el pensamiento filosófico, que permite constantes encuentros entre lo particular y lo universal. De igual manera, para el caso latinoamericano, autores como Ramón Gutiérrez, Christian Fernández, Marina Waisman, Roberto Fernández, Hugo Segawa, Antonio Tocca o Silvia Arango, a través de conceptos como “el espíritu del lugar”, “la modernidad apropiada”, “la otra arquitectura” o “la modernidad divergente”, entre otros, describen el proceso identitario a través de relaciones contextuales que serán igualmente exploradas en los seminarios de arquitectura latinoamericana3.

Lastimosamente, el discurso de autores peruanos no ha tenido una presencia importante, quedando relegado en su epistemología a búsquedas formales o a la reproducción de ideas tardías que marcaron el derrotero de la región. Contenidos de la revista El Arquitecto Peruano4 (1937-1977), el libro Ideas y arquitectura en el Perú del siglo xx (1997) de Wiley Ludeña, y el de Elio Martuccelli, Arquitectura para una ciudad fragmentada. Ideas, proyectos y edificios en la Lima del siglo xx (2017), evidencian esta marcada ausencia y dependencia ideológica.

No obstante, una serie de autores trascenderán esta serie de discursos descriptivos, reproductivos y tardíos, para situarse con propuestas que, destacando lo particular, son manifestaciones universales y atemporales. Teorías que no se limitaron a describir el objeto —encasilladas en lo formal—, sino más bien, el papel cumplido por la arquitectura como determinante y conformante de una identidad cultural que incorpora lo ético, lo estético y lo científico. En tal sentido, esbozar un estudio sobre las ideas de la identidad cultural desde la arquitectura tiene una doble finalidad: la primera, como señalaría López Soria (2017), ampliar, actualizar y contribuir a la institucionalidad de lo “peruano”; la segunda, en términos de Zea (1974), aportar a la emancipación de las bases eurocéntricas en la construcción de un discurso propio.

La elección de los seis autores apunta, precisamente, hacia esa doble finalidad, en un transitar a lo largo del siglo xx que corrobora las intensidades de los periodos elaborados por Wiley Ludeña5 y Elio Martuccelli6, en la revisión de los discursos sobre la arquitectura y el pensamiento peruano. De esta manera, Héctor Velarde y Luis Miró Quesada, ubicados en el primer momento, definirán sus posturas ideológicas durante los años cuarenta y cincuenta desde la inquietud nacional y desde la crítica al proyecto modernizador, respectivamente. En un segundo momento, durante las décadas del sesenta y setenta, se sitúa José García Bryce, quien efectuará convergencias entre el proyecto modernizador y las perspectivas posmodernas. En el tercer momento de restauración, desde los años ochenta, se ubican Augusto Ortiz de Zevallos, Miguel Cruchaga y Antonio San Cristóbal, con una mirada próxima a lo objetual e historicista, propia de la posmodernidad en su apertura a las voces de las culturas menores: “[…] los años 80 se alinean dentro de la búsqueda de un lenguaje propio que pueda representar un arraigo cultural que había sido eliminado por la modernidad” (Montestruque, 2017, p. 128).

Si bien es importante ubicar a los autores en una línea de tiempo, también lo es precisar algunas líneas transversales que han establecido convergencias y divergencias, a modo de una puesta entre paréntesis, de los contextos situacionales para mostrarse hasta cierto punto universales. En esta línea, se develan temáticas que no son exclusividad de la arquitectura, como son el “barroco peruano” y la “autenticidad”. Se identifica, igualmente, que el concepto de identidad a lo largo del siglo va recibiendo múltiples denominaciones que, si bien se intuye su acercamiento, no lo aclara epistemológicamente. Lo “peruano”, la “identidad”, lo “tradicional” y lo “nacional” son conceptos que intentan señalar la misma presencia.

LA IDENTIDAD CULTURAL EN EL DISCURSO ARQUITECTÓNICO PERUANO

Durante el primer medio siglo, uno de los principales autores que analizaría la problemática de la nacionalidad desde el discurso arquitectónico —como ya se venía dando desde el indigenismo o el hispanismo a través de la filosofía, el arte o la propia actividad edilicia arquitectónica— sería Héctor Velarde. Muy a pesar de que su obra haya transitado a través del tiempo por lo ecléctico, su discurso mostraría una clara atención a la sociedad peruana, señalando que esta se distingue por cierta exuberancia, mestizaje y contradicciones que persisten desde el pasado, no estando exenta de dudosos gustos personales, enajenaciones e imitaciones atemporales, a los cuales en su conjunto denominaría el “espíritu barroco peruano”.

Velarde apunta a encontrar en el “espíritu barroco” una particularidad para la arquitectura, como un modelo de carácter esencialista que absorbe el sincretismo formado por códigos autóctonos y foráneos. En tal sentido, el “barroco peruano” no se explica como una vuelta a las formas y ornamentos del pasado histórico (visible error de la obra arquitectónica), sino a través de un diálogo con el contexto, en la apropiación de otras culturas, la vigencia de la memoria colectiva y erradicando la alienación a la que irónicamente denominará “chicha”.

Lima con su clima benévolo y sin rigor permitía la presencia de tantos estilos como copias podrían existir [...] esta rica diversidad de arquitecturas tuvo como consecuencia que propietarios y maestros de obra se lanzaran a imitarlas, sin conocimientos ni criterios copiando con descaro fachadas, motivos y hasta distribuciones. Fueron llamados copiones y chichas milagrosas su proliferación en serie. (Velarde, 1940)

La noción de mestizaje, para Velarde, manifestaría una actitud de resistencia en la elaboración de un estilo o método de diseño de índole nacionalista, algo que se reflejó en los distintos estudios realizados sobre la composición en la arquitectura del pasado. Su ideología sostenida en textos como “¿Por qué seguimos haciendo barroco?” (1941) o en los diversos artículos escritos para el diario El Comercio o la revista El Arquitecto Peruano, fue igualmente llevada a otras formas de expresión, como la caricatura o el boceto, que le permitirían acercarla y difundirla entre un público no académico (Figura 1).

Los factores físicos y espirituales de nuestro medio no tienen aún la fuerza suficiente para poder crear un estilo definido, original y en absoluta armonía con el medio, pero estos factores sí tienen las características necesarias para saber a lo que a nuestro medio conviene y puede ser adecuado como estilo arquitectónico (Velarde, 1938).

El discurso, si bien es esencialista en la deliberalidad de manifestar el barroquismo mediante referencias a la estética y la belleza, no se ahoga en una elucubración solipsista sobre el “estilo peruano”, sino más bien, evidencia un continuum en la búsqueda, ciertamente positivista, en clave crítica. La propuesta, aunque inserta en la racionalidad propia de la época, al restituir e incorporar lo geográfico, climático, artístico, cultural, subjetivo y la defensa del patrimonio, como manifestaciones de la tradición, en tanto sentido heideggeriano del “habitar”, se adentra en el enriquecimiento anímico y contemplativo propio de los espiritualistas7, motivándolo a indagar en el arte, la literatura y la filosofía. Estas exploraciones le permitirán a Velarde obtener argumentos para promover las dimensiones imaginarias, espirituales y creativas del “barroco peruano”, trasladándolas a la arquitectura como su universo simbólico (Figura 1).

Otro derrotero importante de la arquitectura en su relación con la identidad, ha sido el puntualizado por Luis Miró Quesada. El fundador de la Agrupación Espacio y autor de Espacio en el tiempo (1945) propondría una forma particular de arquitectura moderna que permitía vínculos con la arquitectura del pasado, a la cual denomina “tradicional”. Lamentablemente, su ideología no tuvo una interpretación correcta, incluso desde la obra edilicia del propio autor, que terminaría por sesgar el discurso de Espacio en el tiempo a una versión localista de Vers une architecture (1923) de Le Corbusier, fomentándose condiciones ajenas y distantes de una “modernidad apropiada” o modernidad con tradición, como lo planteaba Miró Quesada.

En Espacio en el tiempo se verifica ese acercamiento a los elementos de una arquitectura “tradicional” mediante referencias, entre otros, a balcones y patios, así como a una ornamentación precisa en la arquitectura como rescate de la memoria desde lo imaginativo. En dichas referencias, es posible encontrar cercanías a la condición hegeliana del “espíritu de la época”, no como esencia que enfrenta el conocimiento sensible de lo tradicional con el conocimiento universal, sino como transformación creativa que le otorga un carácter a lo moderno. De igual forma, desde una perspectiva kantiana, la arquitectura que se promueve, aun incorporando la tradición en su vocación de objeto artístico y estético, no rehúye al imprescindible componente utilitario. Podría señalarse en este vínculo, que la “modernidad apropiada”, en tanto incorporación del contenido tradicional, manifiesta múltiples formas de expresarse en lo contemporáneo, entre ellas, la simbólica, permitiéndole sustentar la incorporación del uso de referencias que contribuyen a instituir la autenticidad, sin desvincularse ni menoscabar sus categorías funcionales, constructivas y espaciales (Figura 2).

Debe volverse, como en el tiempo de la Colonia, a vivir en patios […] balcón de cajón, que se hace característico de la arquitectura limeña, y que encuentra su afiligranada belleza en una exacta adecuación a su función, al material y al régimen social. (Miró Quesada, 1945, pp. 107-214)

El discurso de Miró Quesada antecede ideológicamente a los conceptos del regionalismo crítico o los vertidos en los seminarios de arquitectura latinoamericana, al fomentar una “modernidad apropiada” producida de manera ecléctica en su encuentro con el lugar, tornándose por momentos deliberada, figurativa, y en otros, resguardada en la racionalidad moderna, aunque en ambos casos primaría el sentido ético y estético como conformante de su dimensión simbólica que permite la unidad.

Seamos eclécticos, usemos en su debida forma, con igual empeño, y en el lugar y con la orientación que el estudio del clima nos lo indique, los modernos y los modernizados elementos, y dejemos que surja de allí, con la incontrastable belleza de la verdad, una arquitectura nueva y propia. Que surja cual brote telúrico una moderna arquitectura. (Miró Quesada, 1945, p. 76)

Retomando lo local, Miró Quesada pretende, a modo de deconstrucción de los elementos del pasado, sugerir nuevos conceptos y reinterpretarlos desde su esencialidad, casi como una búsqueda de arquetipos. “Hablo de tradición como esencia y substancia, de personalidad cultural, substancia unificadora y afirmadora de esa personalidad como espíritu viviente de un pueblo, no como su mero pasado. Tradición que fluye. Tradición que es fin y principio” (1945, p. 236). De esta manera, enfatiza a modo de reconciliación, que toda actitud local es primero una actitud universal: “De lo que se trata es de tomar los aportes universalizables de otras culturas para transformarlos y adaptarlos desde la propia cultura, llegando así a nuevas síntesis” (Larraín, 1994, p. 132).

En el Perú, la reconciliación sugerida, tampoco pudo efectuarse análogamente a algunas de las diferentes maneras en que se asimiló el aporte externo de la modernidad con el particular expresionismo del contexto local (tradición). Una de ellas, mediante una figura emergente que conduzca la reconciliación desde la unidad, como sucedería en Brasil, México o Colombia a través de Niemeyer, Barragán y Salmona, respectivamente. “Según Ricoeur, uno necesita de un escritor, de un pensador, de un sabio o de un religioso que se eleve por encima de los demás para empezar una cultura diferente para transformar la anterior con ventura y riesgo total” (Aldrete-Haas, 1995).

La crítica a la modernidad, el surgimiento de nuevos paradigmas y los debates sobre la autenticidad latinoamericana de los años sesenta y setenta, produjeron alternativamente posturas contingentes hacia la identidad cultural como la expresada por Zea para la filosofía latinoamericana: “Hay que intentar hacer pura y simplemente filosofía, que lo americano se dará por añadidura” (1977, p. 17). Esta manifiesta contingencia sería adoptada en el Perú para la arquitectura por José García Bryce, a través de una ideología apartada de toda deliberada forma de propiciar una condición de “peruanidad”.

García Bryce señalaría que solo puede haber una buena o mala arquitectura; será “buena arquitectura” si es auténtica desde la honestidad y la verdad como forma surgida de la razón y la técnica, una síntesis heredada del racionalismo francés de Viollet-le-Duc. Para el historiador peruano, es considerado un error el determinar u otorgar categorías identitarias a supuestos inherentes y necesarios de toda obra arquitectónica, como son el clima, lo constructivo, la economía o lo tecnológico.

¿Hay una arquitectura moderna peruana?, la contestación podría ser: no interesa que haya o no una arquitectura peruana. Lo que interesa es que hoy, en el Perú, nos empeñemos —y no sólo los arquitectos— en hacer y en que se haga buena arquitectura. Al ser buena, esta arquitectura se adecuará al sitio y a la época en forma espontánea y natural, sin necesidad de recurrir a un criterio de peruanismo establecido a priori, que fue el equívoco romántico. (García Bryce, 1962, p. 201)

Al plantear el concepto de la “buena arquitectura”, se entiende la exclusión de cualquier esencialismo, restringiendo la propuesta a la pertinencia de la obra como condición universal que determina soluciones a necesidades específicas de espacio-tiempo y contexto, permitiendo eventualmente el surgimiento de particularidades. Lo señalado por García Bryce, que va en el mismo derrotero que la “modernidad apropiada” de Miró Quesada, lastimosamente fue una breve argumentación que no permitiría formar un constructo discursivo, más allá de una serie de álgidas discusiones alrededor
de ella.

Tras el planteamiento contingente precisado, aparecen una serie de cuestionamientos en la discordancia surgida entre nuevas precisiones al concepto y su obra materializada, tal y como sucede con el Conjunto Residencial Chabuca Granda (Figura 3). García Bryce extrañamente reestablece en sus estrategias proyectuales el término “peruano” para su obra, muy a pesar de haber marcado distancia con la deliberalidad, produciendo así una serie de imprecisiones enfundadas nuevamente de los formalismos pasatistas.

– Una de las virtudes de tu arquitectura es que manifiesta una fuerte carga local, se identifica claramente como “peruana”. ¿Eres consciente de esto?

– Me doy cuenta cuando veo los resultados que es así, pero cuando estoy en el tablero diseñando no me propongo hacer una arquitectura peruana […]. (García Bryce en Doblado, 1990, p. 95)

Al no haber una propuesta teórica que avale el proceso o su redireccionamiento, las argumentaciones de García Bryce divagan y dejan abierta la duda de entender su oposición al término “arquitectura peruana”, la aceptación de una deliberalidad como actitud proyectual o el haber adoptado una postura historicista posmoderna en boga durante los años ochenta y noventa, momento en el cual se producen estas variantes al discurso que tropiezan con errores conceptuales, a pesar de ciertos alegatos y adornos metafóricos.

[…] era hacer una arquitectura en la que se recogieran algunos de los aspectos tipológicos de la Lima antigua […] hay una deliberada asunción de formas y de un espíritu que debe buscar una continuidad con el entorno urbano, de esa parte de Lima que es la Alameda de los Descalzos […]. Se trata de una reinterpretación. Tomar una forma y cambiarle el sentido […]. (Doblado, 1990, p. 94)

Si bien el discurso del barroco peruano, que Velarde acuñaría para la arquitectura, se expresa como metáfora de la mezcla cultural surgida en el virreinato, este, como estilo adoptado en el Perú durante los siglos xvi y xvii, será profundamente estudiado por Antonio San Cristóbal, quien reconocería el mestizaje del arte y la arquitectura, legitimándolo desde su acervo sociocultural y señalándolo como componente de un proceso complejo y disímil de una sociedad que, aun siendo receptora, logró originalidad y autenticidad. San Cristóbal se enfocaría en el objeto arquitectónico como producto social que trasciende la propia creación del arquitecto para adecuarse a lo geográfico, telúrico y climático, así como en la ornamentación realizada por los alarifes y artesanos nativos, que alterarían y reinterpretarían la composición original como manifestaciones auténticas que emergen localmente desde la necesidad, la experiencia y la cosmovisión8.

Mientras no se aduzcan nuevos modelos europeos rigurosamente precisados e incontrastables de portadas europeas, con volumetría multiplana, desde los que eventualmente hayan podido derivar las portadas barrocas del Cusco, no parece adecuado cicatear a los alarifes virreinales la capacidad de creación original, sólo en base a la preocupación apriorística de que la arquitectura virreinal era dependiente y receptiva (San Cristóbal, 1996, p. 97).

Para el clérigo e historiador, la transformación de la tipología espacial, los materiales y sistemas constructivos, las alteraciones en el ornamento de fachadas, los refuerzos estructurales, las variaciones formales fruto del encuentro con el lugar y su teluridad, son motivos suficientes para entenderla como una arquitectura barroca propia. El pensamiento de San Cristóbal no se circunscribiría a un orden local, siendo su propuesta difundida y debatida en Latinoamérica durante la serie de congresos realizados sobre la autenticidad del arte y la arquitectura latinoamericana (Figura 4).

Es sumamente importante señalar cómo San Cristóbal amplía la perspectiva identitaria, no en la exclusividad del arquitecto como demiurgo, sino en una propuesta ética-social que es desde donde finalmente emerge el producto como creación, intuición y goce estético que determina lo simbólico. Lo que señala San Cristóbal va más allá de lo objetual como forma, siendo más bien una preocupación por lo existencial que no se explica únicamente como preocupación física, sino como sentido de “habitar”, lleno de significados propios otorgados por el lugar y la memoria en la experiencia que determina distintos planos simbólicos confluyentes: “El lugar físico es considerado por esta visión como el efecto de una actividad psicoespiritual […] matrimonio entre los diferentes planos de la existencia” (Schwarz, 2008, p. 120).

La conformación de lo identitario desde lo ético se enlaza igualmente con lo científico, al producir nuevas tipologías edilicias como respuesta al contrapunto formado entre la tipología original y las condiciones que otorgan los materiales constructivos y el lugar. Estas consideraciones le permiten a San Cristóbal determinar que el “barroco andino”, “barroco peruano” o “barroco de los temblores”9, partiendo de lo experiencial, se manifiesta esencialista como modo de proceder auténtico, que es finalmente desde donde emerge su universo simbólico.

El “barroco peruano”, como expresión de mestizaje, manifiesta ser un modelo atemporal, en un hibridismo deliberado que concilia ideologías opuestas tanto esencialistas como experienciales y, en una realidad como la peruana, pragmáticas. Este carácter lo detectaría Ortiz de Zevallos, quien durante los años ochenta, a través de diversos artículos en la revista Debate, señalaría las maneras en que se debe redefinir la arquitectura para que esta sea ubicada y vigente. Su ideología muestra distintas maneras de relacionar tiempo y lugar, encontrando en el concepto del “barroco peruano”, en la ideología de Héctor Velarde, la vernacularidad y el historicismo internacional, los aportes para su propuesta.

Su visión de historiador le permitiría rápidamente indagar en la arquitectura y en los arquitectos que han incorporado el concepto de “arquitectura peruana” desde una perspectiva histórica y regionalista, oponiéndose enfáticamente a la arquitectura moderna realizada en el Perú, causante de la ruptura con el consiguiente, pero incipiente, derrotero formado sobre la arquitectura y la identidad hasta mediados de siglo. En este desencuentro, Ortiz de Zevallos no desacredita, incluso, obras que se tornan formalistas y figurativas a modo de reclamo a una arquitectura alienada y subordinada a la abstracción y la racionalidad. Lo deliberado como propuesta, asume riesgos si no se permite un juicio crítico que detecte la banalidad encubierta en falsos localismos que pueden ser promovidos ingenua y peligrosamente por el esencialismo.

Los propios modernos posteriormente se arrepienten de serlo y eso se puede observar cuando Agurto hace su casa incorporando unos vanos trapezoidales, unas esculturas con cabezas clavas y otros detalles prehispánicos, lo mismo sucede con la ampliación del patio de la facultad de arquitectura de la UNI y cuando Neyra hace la casa de su madre en Miraflores; en ellas notamos una evocación a la arquitectura peruana antigua, de igual manera se aprecia en Cron. (Ortiz de Zevallos, comunicación personal, 1 de abril de 2017)

En “Lectura de nuestra crisis y ensayo de cuentas claras” (1990) promovería la deliberalidad desde distintos matices y significados que son extraídos de la historia y lo experiencial, incitando a una conducción desde lo ecléctico para la elaboración del objeto arquitectónico que posteriormente debería ser decodificado por la sociedad: “Quizás debamos reivindicar críticamente entonces no sólo el regionalismo sino también un cierto eclecticismo selectivo, aquel que elija y discierna sus fuentes con un sentido de pertinencia y que pueda hallarlas en un variado espectro conceptual y temporal […]” (Ortiz de Zevallos, 1990, p. 200). Un discurso distendido y locuaz, a través de énfasis metafóricos, narrativos y vivenciales, al cual le ha sumado, al igual que Velarde, el dibujo, la ironía y la paradoja, permitiéndole ser un mensaje comprensible para cualquier tipo de público y no restringido a lo académico-institucional.

El acercamiento al consumo social, como también se verá en el discurso de Miguel Cruchaga, recala en las condiciones expuestas por el arquitecto, quien debe escarbar en la memoria colectiva para dejar rastros que permitan hacerla identificable, posibilitando su apropiación y acercamiento desde las intenciones poéticas y apelativas, donde muchas de ellas se producen en la reinterpretación de las experiencias personales a las cuales aluden. Ambos, Ortiz de Zevallos y Cruchaga, definirán lo auténtico como el modo de expresar afectos, emociones y sentimientos provocados y generados por la obra arquitectónica. Un discurso de búsquedas regionalistas e historicistas que, en el caso de Ortiz de Zevallos, lo ha llevado a la actividad proyectual con discutidos resultados.

Las coincidencias entre Ortiz de Zevallos y Cruchaga también se darían en el cuestionamiento a la propuesta de “la buena arquitectura” de García Bryce, entendiéndola desligada de una “cultura peruana” y en favor de una universalidad abstracta. Cruchaga propiciaría uno de los escasos debates ideológicos surgidos en el Perú a través de conferencias y artículos, y en su texto Una tercera misión en la arquitectura (1993), expresaría la necesidad de una deliberada arquitectura con identidad como reacción conativa que permitiera superar el lastre dependentista.

La frase de García Bryce se sintetiza en hagamos una arquitectura funcional, contextual y constructivamente honesta que lo demás se nos dará por añadidura […] negamos de 3 maneras, una que en 32 años no ha sucedido eso, dos que siempre somos sujetos de influencia así que si no encontramos un camino propio nos contaminaremos, tras hacer una arquitectura identificada con determinada realidad y buscarse deliberadamente. (Cruchaga, 1993, pp. 5-6)

A similitud de Velarde y Ortiz de Zevallos, Cruchaga hará de su discurso esencialista un modo expresivo, retórico y persuasivo, incluyendo bocetos que, a pesar de no ser de autoría propia, forman parte del mensaje conativo y expresivo. Un discurso que trasciende lo arquitectónico para señalar experiencias, contextos y personajes, que lo vuelve un mensaje legible tanto sociocultural como académico.

Belaúnde introdujo en esa campaña el concepto de “El Perú como doctrina”, que era, finalmente, un tema relacionado con el orgullo de la identidad. De la noche a la mañana descubríamos que ser peruano era maravilloso, que el Perú era uno de los países más hermosos del mundo, que estábamos llenos de historia, tradición y posibilidades. A partir de esa campaña todos empezamos a creer en eso (Cruchaga, 2013, p. 146).

Cruchaga va a insistir en la importancia de emplazar lo identitario como proyecto, proceso y consumo, a través de un discurso que tiene su génesis en la actividad proyectual, otorgándole la responsabilidad y el protagonismo al arquitecto como creador y visualizador del comportamiento social frente a la arquitectura. El consumo se idealiza a través de elementos evocativos, que recalan en la continuidad de la tradición, mediante lenguajes reconocidos insertos en la memoria colectiva, tal y como lo efectuarían para el caso nacional, Enrique Seoane o Teodoro Cron (Figura 5). El arquitecto, para el discurso esencialista, proyecta sus significados en los significados posteriores de la obra, siendo, como señalaría Antonio Tocca, perspicaz y sabio para detectar puntos de inflexión como enlace sublime y espontáneo entre la obra y el contexto social (Cruchaga, 1993, p. 4).

Como sucede con los discursos esencialistas, lo persuasivo y lo narrativo definen énfasis situacionales con respecto al contexto, recurriendo a la experiencia personal como actividad motivacional. Es interesante leer cómo Cruchaga realiza el ejercicio de retorno a las aulas universitarias para poder llegar a su público objetivo, aquel donde se permite sembrar la propuesta y difundir la ideología desde la misión encomendada: “[…] me resulta difícil concebir la experiencia de estudiar arquitectura sin el estímulo simultáneo que significa sentirse integrado a una ‘misión’ […]. No me imagino un periodo universitario desprovisto del vértigo de esas expectativas o de la febrilidad de esas ilusiones” (Cruchaga, 1993, p. 1).


Cruchaga promueve un acercamiento fenomenológico como experiencia desde la realidad presente, entendiendo la convergencia de distintas temporalidades sobre el mismo lugar, accediendo tanto a la memoria como a la utopía, conformando una atmósfera y constituyendo el “habitar”. Para lograrlo, se sumerge en las profundas aguas de las experiencias simbólicas (Durand, 1968) y los planos imaginales (Corbin, 2006) que constituyen las formas auténticas de intervención sobre los territorios que, en sus dimensiones morfológicas, perceptuales, sociales, visuales, funcionales y temporales, determinan un universo simbólico.

¿Qué es la identidad cultural desde la arquitectura? Cruchaga, en este sentido, se acerca a las reminiscencias de las ideas innatas y a los diálogos platónicos para expresar en la circunstancial deliberaridad, la inclusión de las experiencias y los recuerdos, entendiéndolo como acontecimiento y no como hecho. Una alteración espontánea e imaginativa de ese recuerdo o experiencia, al cual hará alusión posteriormente en el proceso creativo, extrayendo de ella una serie de relaciones cognitivas, afectivas y sociales. Este proceso subjetivo adquiere un valor que determina la actitud proyectual y las condiciones precisas para que la sociedad detecte una serie de significados alojados en la memoria, permitiendo en ese detectar, la apropiación como intersubjetividad.

Lo deliberado sería llevar un friso de una época y traerlo a un proyecto ahora; pero si al contrario de eso, lo que hago es hacer real un sueño con un instante de mi infancia que fui feliz en un entorno dado y lo cuento con esa exageración de la que hablábamos, eso es hacer una arquitectura con identidad. No identidad deliberada, sino identidad mágica, creativa y por supuesto espontánea (Cruchaga, conversación personal, 26 de setiembre de 2013).

RESULTADOS

En la hermenéutica planteada, se evidencia que las propuestas señaladas dieron a conocer una postura local y una puesta en discusión, incluso entre las influencias y divergencias establecidas entre los propios autores, como sucede alrededor de los discursos de Velarde y García Bryce, o promoviendo un derrotero histórico, como lo expresan tanto Ortiz de Zevallos como Cruchaga. Estas consideraciones ideológicas desarrolladas mediante modos particulares de persuasión y expresión en el mensaje, así como el haber accedido a los ámbitos académicos y sociales en su difusión, les permiten alcanzar, por tanto, la categoría de discurso.

En esta perspectiva, los autores no se limitarían a un solo modelo discursivo, evidenciando matices de cada uno de ellos. Así, desde un esencialismo imaginativo, Ortiz de Zevallos y Cruchaga no desacreditarán lo experiencial; García Bryce, si bien inicialmente incita una propuesta contingente, en un segundo momento discurrirá hacia un esencialismo profuso en referencias; y San Cristóbal, Velarde y Miró Quesada promoverán elementos experienciales que determinan al final del proceso, modelos esencialistas en clave crítica.

De igual manera, los discursos mostrados reconocen ser partícipes de una sociedad dependiente, por lo cual lo pragmático, la experiencia y la memoria resultan siendo grandes aliados para la propuesta, sin dejar de comprender que “lo propio” contiene una serie de choques culturales puestos en crisis y que, en su decantación, fue necesario apelar al juicio crítico para erigirse como apropiada. En ese mismo sentido, se percibe una añoranza por el pasado y lo tradicional, que los discursos han pretendido constituir o construir como elementos encarnados y existenciales del ser peruano.

Cada autor de manera particular ha intentado precisar la unidad como una forma de entender el universo simbólico, procurando ser un aporte para la realidad desde las distintas dimensiones simbólicas escudriñadas. En tal sentido, el barroco peruano como concepto es la perspectiva mejor desarrollada, mediante una serie de búsquedas subjetivas, espirituales e imaginales, que alcanzan intersubjetividad y reconocimiento cuando apelan al diálogo con la autenticidad y la apropiación como formas objetivas y racionales de actuación. San Cristóbal demostraría que el barroco peruano, más allá de haber sido una expresión artística, es plenitud de sentido, logrando ser esencialista paradójicamente desde la experiencia, lo pragmático y lo utilitario, determinando una identidad cultural que se explaya hacia lo emocional, ético y estético.

Finalmente, algunas carencias pueden atenderse en ocasionales desviaciones hacia los formalismos objetuales que eluden la visión de la arquitectura como elemento cultural. Tampoco se perciben búsquedas proyectivas o utópicas que muestren una salida a los estados de dependencia, o una reestructuración de lo identitario, si es que fuese el caso, lo cual se intensifica al no manifestarse un acercamiento importante a otras disciplinas que puedan aprehenderse para el continuum del tema.

CONCLUSIONES

La identidad cultural, como bien se ha señalado, encarna la propia existencia del ser humano y social. Un tema que, pese a haber sido tratado infinidad de veces, se mantiene inconcluso y al mismo tiempo vigente. En tal sentido, como proceso, para sociedades dependientes como la peruana, ante las reiteradas —pero no desconocidas— formas de dominación, denominada hoy globalización, se torna imprescindible volver a plantear el tema como horizonte y plenitud de sentido compartido en sociedad.

En este contexto, se permite establecer como propuesta el concepto de unidad, instaurada desde la conformación de un universo simbólico que expresa como coincidencia de opuestos, tanto los elementos conservados en la memoria como la solución a necesidades de una realidad específica donde confluyen lo propio y lo ajeno. Así, en una sociedad o suma de sociedades como la peruana, es válido y pertinente partir del “espíritu barroco” que se forja desde la prevalencia de los esencialismos que encarnan lo cultural, lo geográfico y las tradiciones como genuino y existencial. Esta preeminencia, sin embargo, no es un modo solipsista de actuar, sino que lo emocional, intuitivo, espiritual y aprehendido de su accionar debe partir, necesariamente, de lo racional, pragmático y experimental, otorgándole ese carácter auténtico y apropiado que en su transformación y decantación permite la intersubjetividad.

La hermenéutica instalada alrededor de los seis autores corrobora la búsqueda intuitiva del universo simbólico como modelo que se erige contextual e intemporal, determinando la universalidad de sus propuestas y, por lo tanto, la vigencia de su estudio como aporte para la contemporaneidad. Los discursos apuntan a lo imaginal, como propio de la capacidad subjetiva del arquitecto que, desde la inventiva, el intelecto, la experiencia y los recursos que le provee el contexto, resuelve necesidades específicas de una sociedad como realidad misma, descubriendo y redescubriendo el rol espiritual de la arquitectura, que transforma y reinventa las dimensiones simbólicas para erigir el sentido de plenitud, descubierto, transformado y aprehendido en comunidad.

Finalmente, se intenta señalar que, desde la arquitectura, se puede contribuir a la indagación y conformación del ansiado universo simbólico como alternativa que retome la vía humanística, expresada y representada en sus condiciones utilitarias, espirituales, emocionales y artísticas como visión sempiterna que alcance la plenitud o sentido de una sociedad. La arquitectura para esto cuenta a su disposición con la vía ética, estética y científica para fundarlo desde las distintas maneras del quehacer arquitectónico que en la constitución de dicho universo simbólico determinen la identidad cultural.

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1 Joseph Muntañola precisa que la arquitectura se constituye a través de tres ejes indisociables, cada uno de ellos sirviendo de enlace o articulador de los otros dos: el eje estético, el eje ético y el científico (2000, p. 15).

2 John Tomlinson (2009) señala que en la actualidad se viene produciendo una conexión entre localidades a distintas escalas de influencia que ha permitido la conservación, difusión e hibridación de modelos de convivencia entre culturas, subsumiendo ocasionalmente a las que no pudieron adecuarse durante el proceso y donde una de ellas como conectividad supraescalar es la denominada globalización. Lo que prima en esta constante reinvención es la calidad de la cultura, la autenticidad de sus dimensiones simbólicas y la firmeza de su visión prospectiva (pp. 220-224).

3 Jorge Ramírez (2013) desarrollará en el capítulo 6 los antecedentes que permitieron organizar los 17 seminarios realizados hasta ahora: Buenos Aires (1985 y 1986); Manizales (1987); Tlaxcala (1989); Santiago (1991); Caracas (1993); Sao Paulo (1995); Lima (1999); San Juan (2001); Montevideo (2003); Oaxtepec (2005); Concepción (2007); Ciudad de Panamá (2009); Campinas (2011); Bogotá (2013); Santo Domingo (2015) y Quito (2018).

4 Para profundizar sobre el tema, véase Benavides Calderón (2015).

5 Sobre la producción teórica peruana en arquitectura, Wiley Ludeña (1997) propondría tres periodos o momentos. El primer momento se inicia en 1876 con la publicación del tratado de Teodoro Elmore Lecciones de arquitectura, y se prolonga hasta 1945 con la publicación de Espacio en el tiempo. La arquitectura como fenómeno cultural, un ensayo de Luis Miró Quesada. El segundo momento, en los años cincuenta y de tendencia socialista, se mantendrá hasta inicios de la década del ochenta con el surgimiento de los movimientos populares. Finalmente, el tercer momento (el actual) corresponde a un periodo de restauración del pensamiento conservador en la arquitectura peruana.

6 Elio Martuccelli (2017) distingue tres etapas en la arquitectura limeña, que bien podrían ser la base para periodizar la arquitectura peruana durante el siglo xx. Un primer periodo entre 1920 y 1945, desarrollado alrededor de lo que denomina “la inquietud nacional”; un segundo periodo que se extendió desde 1945 hasta 1970, desarrollado en torno al “proyecto modernizador”, y un tercer periodo que va desde 1970 hasta 1990, que discurre con el “desborde popular”.

7 El espiritualismo que llega al Perú permite una nueva perspectiva que tomaba en cuenta el arraigo católico en las ciudades y que tiende puentes con las sociedades olvidadas del entorno andino. Ballón señalaría que el espiritualismo “ha producido una retroalimentación que desborda con no poca frecuencia la muralla política de discriminación que separa la cultura letrada de la cultura popular”. Una propuesta que, a diferencia de lo sucedido en Europa como ruptura con el positivismo, en América Latina coexistiría en una sutil transformación que mostraría nuevamente la debilidad de sus convicciones filosóficas (2011, p. 78)..

8 Arquitectura virreinal religiosa de Lima (2011); Estructuras ornamentales de la arquitectura virreinal peruana (2000); Arquitectura virreinal peruana. Teoría sobre la historia de la arquitectura virreinal (1999), entre otras obras, permiten verificar la propuesta sobre la autenticidad de la arquitectura barroca peruana.

9 Para Pál Kelemen (1951), la tipología barroca se gestó a través de la experiencia atribuida a los eventos sísmicos que determinaron una fisonomía distinta al barroco europeo.