Entrevista
Independencia e imparcialidad: el dilema del juez
prejuicioso y la respuesta ético-procesal

Armando Andruet (h)*

doi: https://doi.org/10.26439/iusetpraxis2024.n058.7357

Sabemos que, en el ámbito judicial, la independencia y la imparcialidad son principios que a toda costa se tienen que observar cuando un juez emite una sentencia. Quisiera comenzar preguntándole: ¿cuál considera que es la importancia de la independencia y la imparcialidad de un juez en el desarrollo de un proceso?

A ver, si un proceso no está a cargo de un juez que tenga la fortaleza de ser independiente frente a los poderes institucionales y fácticos, estamos indudablemente frente a una persona que no tiene la condición de poder ser juez. Ser juez supone mantener una firmeza aun cuando tenga en contra a los poderes institucionales —el ejecutivo o el legislativo— o a los poderes fácticos —una masa de gente en pie de protesta, un periódico, una televisión o una radio, que lo atacan a uno—. Si el juez no tiene independencia, cederá frente a este tipo de poderes; y, si un juez cede frente a ellos, habrá un justiciable que habrá perdido antes de ser resuelto por cualquier instancia. Por eso, no hay poder judicial sin independencia.

El tema de la imparcialidad es todavía más complejo que el de la independencia. Yo puedo advertir la dependencia desde un punto de vista objetivo. Por ejemplo, a mí no me consta que un juez —porque no lo he presenciado— llame y hable por teléfono con el ministro, pero me puedo dar cuenta, por el resultado fáctico, de que muy probablemente ha hablado con él. Es decir, cuando hay falta de independencia, tengo elementos que puedo percibir fácticamente. Pero cuando el problema es la falta de imparcialidad es más complicado, porque la manera en que esta se materializa es mucho menos perceptible. La imparcialidad es, fundamentalmente, la condición prejuiciosa que las personas

* Doctor en Derecho. Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (Argentina). Profesor emérito de la Universidad Católica de Córdoba. Profesor titular de Historia de la Medicina en la Universidad Nacional de Villa María. Presidente del Tribunal de Ética Judicial del Poder Judicial de Córdoba. La entrevista fue elaborada por la revista Ius et Praxis y realizada por Alejandra Becerra, Sharon Flórez y Ariana Vilca, integrantes de la revista Ius et Praxis y estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima.

tenemos —todas— respecto de muchísimas cosas; y los jueces, en tanto personas, tienen tantos prejuicios como cualquiera. Se supone que el juez tiene que hacer un esfuerzo para retirar esos prejuicios y poder ser imparcial. Si lo logra o no, no siempre lo sabemos.

Tal vez falta, diría yo, el tercer elemento de la tríada ética primaria de los jueces: la integridad. Cuando uno tiene estos tres elementos —independencia, imparcialidad e integridad, “las tres íes”—, uno puede decir que estamos frente a un juez con completitud.

Bueno, imaginemos una situación en la que un juez está a cargo de un caso de discriminación laboral en el que un empleado alega haber sido despedido injustamente debido a su identidad de género. El caso atrae la atención de grupos de derechos civiles y activistas, así como de sectores conservadores que tienen opiniones enérgicas sobre el tema. ¿Cómo puede el juez mantener su independencia judicial y garantizar imparcialidad en un caso que involucra, a nivel social, prejuicios arraigados y condicionamientos culturales y políticos?

En ese tipo de asuntos difícilmente puede el juez brindar una satisfacción a todo el colectivo social. Es decir, hay que entender que hay temas que son controversiales y que no son solubles, como un tema, para todos. Yo le puedo pedir al juez que sea imparcial, pero no le puedo pedir a la sociedad que también lo sea. La respuesta imparcial que el juez tendrá no va a ser reconocida por toda la sociedad. Para una parte de ella la decisión del juez no parecerá imparcial, porque en el fondo esa parte de la sociedad convive con ese conjunto de pareceres. Entonces, los jueces tienen siempre que pensar no desde los otros, sino desde sí mismos. Pensar desde sí mismos es, en realidad, lo único que los puede mantener como seres imparciales e independientes.

Ahora bien, viene la pregunta de si los jueces deben hacer una estimación del control de daños o del impacto que sus resoluciones puedan tener en la sociedad; esto es, si el juez puede decir lo que cree que tiene que decir, independientemente de si después de esa resolución se quema el mundo. Aquí entran a tallar los dos modelos éticos claramente explicados por Max Weber, la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción. La ética de la convicción implica esto: yo soy fiel a mis tesis y, si después se incendia el mundo, no me importa. Esta es la ética a la que razonablemente —podría decir uno— debería aspirar un juez. Sin embargo, las resoluciones del juez tienen un impacto en la sociedad, en la moral pública, y, entonces, parecería que el juez debería también pensar en la ética de la responsabilidad: evaluar su impacto y, de acuerdo a ese impacto, construir una sentencia. Pero, con esto último, el juez estaría diciendo “Yo mido el impacto y, de acuerdo a eso, regulo qué voy a hacer”, lo cual sería una afectación a la noción de independencia.

La síntesis debería consistir en pensar, como modelo judicial, en una ética convictiva con responsabilidad. O sea, convicción con responsabilidad. De hecho, esto es a lo que habitualmente se alude cuando se habla de la función contramayoritaria de los poderes judiciales. Los jueces son primariamente contramayoritarios. Ser contramayoritario significa, por ejemplo, que el juez pueda defender los derechos de un solo ciudadano, aunque ese juez sea la última instancia y el único espacio dentro del Estado de derecho que haga valer esos derechos. Este es un tema muy complicado, sobre todo cuando se vive —como vivimos hoy— en sociedades con diversidades culturales, religiosas y morales tan divergentes. En ese sentido, el rol de los jueces como agentes de la estabilización social es muy importante.

Es un poco difícil cuando se trata este tipo de conflictos morales.

Claro. Sin embargo, no se puede decir que uno será juez, pero que no se ocupará de estas cosas. La sociedad tiene que reposar en alguien que se ocupe de estos problemas. Además, no hay que olvidar que los jueces tienen la función no solo de resolver los casos que se les presentan, sino también la de expresar, mediante la resolución de esos casos, un cierto modelo de vida social; un modelo que, a la vez, representa el imaginario que cada juez tiene del propio mundo. Desde una dimensión algo más holística, uno debería creer que los jueces resuelven problemas morales de los ciudadanos con instrumentos jurídicos y que, en ese papel, transfieren un modelo de sociedad. Los jueces son algo así como ingenieros sociales: diagraman un modelo de sociedad y ayudan a delinear comportamientos morales en las personas. Por eso es tan importante, para la orientación de una sociedad determinada, decir cuál es el perfil del juez; si el juez es no solo quien sabe de derecho —porque eso se supone que lo sabe—, sino también si se trata, en definitiva, de una buena persona —en el sentido ético de lo que significa ser una buena persona—. Si no es una buena persona, su modelo de sociedad será otro, uno distinto al esperado —y todos sabemos que hay jueces que modelan la sociedad de una manera bastante improvisada y desordenada—.

… lo cual termina siendo más perjudicial para la misma sociedad, en vez de brindar una solución.

Por supuesto. Si yo digo que quien cometió un delito no debe ser enviado a la cárcel —como está previsto en la práctica procesal—, sino que debe ser socializado y enviado a que pase veinte días en Punta Cana, para que conozca el mundo y haga un proceso de reflexión, entonces tendremos más delincuentes dispuestos a ir a Punta Cana.

Esta concepción acerca de qué modelo de juez quiero ser es, en el fondo, una idea ética: de ese modelo de juez dependerá el impacto que tenga en la sociedad y la forma que asuma esa orientación. Platón decía que hay un mundo de las ideas y que en él están las esencias de las cosas. Ahora, si el mundo de las ideas es donde están realmente las esencias de las cosas, ¿qué es este mundo? Platón afirmaba que este es un mundo de representaciones, de imágenes. ¿Y de dónde salió el mundo de las representaciones? Salió de una extraña criatura llamada demiurgo, una criatura capaz de estar en el mundo celeste, ilustrarse con el mundo de las ideas y, luego, refractar esas ideas en el mundo de lo real y sensible. Los jueces son demiurgos sociales. Piensan e imaginan un bien social y lo proyectan a partir de estos instrumentos jurídicos con los cuales regulan los comportamientos morales.

Resulta difícil evaluar qué tan ético es un juez. ¿Cómo evaluar su ética desde un inicio, cuando no se ha generado ni materializado todavía ningún daño? ¿Cómo podemos prever la situación?

Para abordar esta cuestión, hay que ver cómo está conformada la matriz institucional para la selección de jueces. En muchos países, el proceso de selección de un juez es crucial debido a la magnitud de su cargo. Aunque no puedo hablar específicamente del Perú en este momento, es importante considerar cómo se elige un juez.

Llegar a ser juez constituye una instancia de trascendencia fundamental para el Estado. Con su designación, se le confiere a la persona el poder de garantizar derechos en favor del ciudadano y se le otorga un cargo vitalicio, muchas veces asociado con una remuneración adecuada para vivir bien. Además, el cargo le otorga poder para influir y diagramar la sociedad. Es decir, aunque no sea un dios, el juez está, en algunas capacidades, muy cerca de serlo. Dado el poder y la estabilidad que se le otorgan, es crucial asegurarse de que se elija a la mejor persona para el cargo. Los consejos de la magistratura y las estructuras que evalúan a los candidatos deben contar con criterios que permitan una evaluación adecuada. Aunque estos criterios no sean puramente científicos, sí deben asegurar la suficiente predictibilidad para anticipar cómo tomarán los jueces decisiones en casos complicados.

Desde hace sesenta años se usan pruebas, como el test de Rorschach, para evaluar las condiciones psicológicas de las personas. Estos test y toda una batería diversa de pruebas pueden prever cómo una persona, en calidad de juez y con todos los atributos del cargo, debería reaccionar dada una situación moral compleja. Estas evaluaciones ayudan a determinar el grado de sensibilidad moral y de responsabilidad ética del candidato. Sin embargo, lo que suele suceder es que resulta más sencillo limitarse a evaluar el conocimiento jurídico del candidato —qué sabe de derecho penal, de derecho civil, etcétera— y hacer constar la apariencia de normalidad que cada uno presenta. La realidad es que todos somos normales en público; todos nos mostramos así, pero nadie es lo que parece, ni ustedes ni yo. Sin embargo, sabemos quiénes somos —sabemos realmente lo que somos— cuando nos miramos al espejo. Es esa introspección y esa evaluación profunda la que debería guiar la selección de jueces, dada la importancia de su rol.

Si no le damos la debida importancia a este proceso, quizá podríamos considerar como alternativa preferible recurrir a una buena inteligencia artificial que cuente con la menor cantidad de sesgos posibles para resolver nuestros problemas. Sin embargo, aunque la opción de que una máquina inteligente tome nuestras decisiones es tentadora, esta no es una solución viable.

Vivimos en un mundo fuertemente influenciado por la opinión pública. Y no solo eso: las redes sociales hacen que los propios sesgos de opinión y los prejuicios personales sean ampliamente conocidos. En un contexto como ese, ¿cómo mantiene el sistema judicial la independencia e imparcialidad de los jueces?

Bueno, vuelvo a subrayar que hay orientaciones importantes respecto a cómo los jueces se deben comportar en determinados ámbitos. La ética judicial sigue siendo percibida por muchos como una cuestión más bien glamurosa, indebidamente emotiva, como algo sentimental, cuando en realidad tiene una aplicación empírica muy efectiva.

Naturalmente, no se puede prohibir a un juez que participe en redes sociales; porque hoy, incluso para cosas cotidianas como pedir una pizza, uno tiene que tener un Instagram o un WhatsApp; de lo contrario, no te traen la pizza. Lo que es esencial es brindar a los jueces las suficientes herramientas para que comprendan que su participación en redes puede generar efectos que están fuera de su control. Lo único que pueden controlar es ser moderados y cautos respecto de hasta qué punto y en qué temas conviene que participen. Deben presentar una imagen de probidad auténtica para que el ciudadano confíe en su verdadera imparcialidad. Un juez, por ejemplo, debe abstenerse de emitir juicios morales o comentarios admonitorios respecto de ciertas personas o situaciones.

Si un juez expresa en redes comentarios negativos sobre los tatuajes corporales y, de esa forma, manifiesta su propia idiosincrasia de aversión hacia las personas tatuadas, esos comentarios pueden tener luego repercusiones serias. Aunque sea personal, un comentario así podría influir en la percepción de los abogados y en la forma en que preparan sus casos. Por ejemplo, si un abogado sabe que un juez tiene aversión a los tatuajes, podría aconsejar a un testigo que se cubra los tatuajes para evitar influir en la percepción del juez. Entonces, es crucial enseñar a los jueces que deben ser imparciales, no solo en sus decisiones sino también en su apariencia de imparcialidad. Los jueces tienen mucho conocimiento; pero hay también otras áreas que ignoran y en las que necesitan más formación para poder discernir adecuadamente en todos los contextos.

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿cuáles son las medidas procesales o éticas más eficientes para mantener la independencia del juez frente a sus propios prejuicios sin socavar la confianza en el sistema judicial?

Es una muy buena pregunta, porque resalta la necesidad de un seguimiento ético continuo para los jueces. No se puede pretender que quien no conoce ciertas cosas actúe como si las conociera. Es decir, no se puede esperar que alguien actúe de manera ética si no ha sido debidamente formado en la ética. Es como pedirle a alguien que cuide un jardín sin haberle enseñado antes a ser jardinero.

La formación ética debe ser una parte integral del desarrollo profesional del juez. Si un juez no actúa de manera ética, no solo se trata de un fallo individual, sino de una falla en el sistema de formación ética. En muchos países, especialmente en América Latina, se pone énfasis en la formación técnica y se descuida la formación ética. Sin embargo, en Estados Unidos, por ejemplo, se lleva a cabo una revisión anual de casos éticos entre jueces federales para discutir y analizar cómo se orientaron y resolvieron, con el fin de explicitar criterios y educar a otros jueces sobre estos temas.

En América Latina, a menudo se confunde lo ético con lo disciplinario. Lo disciplinario se refiere a las sanciones administrativas, a las multas o los llamados de atención, que no aborda la raíz del problema ético. En cambio, la ética debería ser abordada desde la prevención, no desde la sanción: debe ser trabajada ex ante, no ex post. Es necesario proporcionar a los jueces las herramientas y los recursos para discernir éticamente desde el principio. En el Perú y en otros países iberoamericanos, por ejemplo, existen códigos de ética judicial; es preocupante que muchos jueces no estén ni siquiera familiarizados con estos códigos. ¿Cuántos los conocen? Muy pocos. La falta de conocimiento sobre estos recursos éticos refleja una deficiencia en la formación continua y en el apoyo proporcionado a los jueces.

El problema es doble. Por un lado, no se ha formado adecuadamente a los jueces desde el inicio, y, por el otro, tampoco se les ha brindado una formación continua adecuada. La responsabilidad recae tanto en quienes dirigen el poder judicial como en los jueces mismos.

Ahora bien, en su perspectiva a largo plazo, ¿cómo puede evolucionar el sistema judicial para brindar una respuesta ético-procesal más efectiva frente al problema de los prejuicios?

Lo que he dicho hasta acá ofrece una respuesta parcial a su pregunta. La tarea puede parecer desafiante, muy difícil, pero no porque parezca difícil es imposible.

He sido juez durante casi cuarenta años, comenzando como empleado de tribunales y ascendiendo en mi carrera. La experiencia profesional, al igual que cualquier otra, deja huellas en la psicología de las personas. Así como un deportista puede sufrir lesiones que dejan marcas físicas, el ejercicio profesional de un juez deja huellas en su mente. En mi época de estudiante, mi trabajo como alumno era estudiar. Me levantaba, leía mis libros, iba a clases, hablaba con los profesores; hacía mi trabajo de alumno y ese trabajo dejó huellas. Grandes profesores dejaron huellas importantes en mí y, también, ciertos profesores y ciertas materias —derecho tributario, por ejemplo— dejaron huellas terribles y frustrantes para mi vida estudiantil. Estas experiencias, tanto buenas como malas, influyen en nuestra perspectiva y comportamiento. Del mismo modo, las huellas dejadas por la experiencia judicial pueden afectar la imparcialidad y la toma de decisiones de un juez.

Hoy la gente se analiza porque tienen ciertas huellas que creen que, conversando con alguien, se pueden superar, aligerar u olvidar. Para mitigar el impacto de estas huellas, considero que un acompañamiento psicológico para los jueces sería beneficioso. La ayuda profesional podría facilitar la superación de experiencias perjudiciales y reducir el riesgo de que estos prejuicios influyan en su trabajo. Si un juez lleva consigo huellas negativas, puede inconscientemente dejarse influenciar por ellas, afectando así la imparcialidad de sus decisiones. Además, es fundamental establecer un modelo de cooperación ética y de prevención. Esto implica crear un entorno que apoye y coopere con la formación profesional de los jueces, minimizando sus prejuicios y aligerando sus huellas negativas. Desde mi perspectiva, visualizo tres grandes momentos en la vida judicial: ser juez, ser un buen juez y ser un “buen mejor juez”. El concepto de un buen mejor juez se asemeja a lo que en la gramática inglesa se denomina el presente continuo, es decir, una acción que siempre se está realizando. El buen mejor juez es aquel que siempre está aspirando y trabajando para ser mejor de lo que ha sido hasta ese mismo momento.

De acuerdo con lo que menciona, el juez tiene un historial de trabajo —las huellas a las que alude— que influye en su perfil y que, en cierta forma, lo puede llevar a renunciar a aspectos de su esencia personal. ¿Cómo cree que se pueden equilibrar los derechos fundamentales a la libertad de expresión y a la privacidad con el desempeño de la función judicial?

Es fundamental hacer ver al juez, a través de la formación en ética judicial, que, en ciertos ámbitos profesionales, como el del juez, la libertad de expresión no es un derecho absoluto, sino un derecho restringido. Los italianos dicen: “Los jueces tienen una libertad de expresión, sí, pero como un derecho debilitado”. En términos sencillos, la libertad de expresión del juez no es completa y plena, sino debilitada. Esta restricción se aplica también a otros ámbitos profesionales. Un ejemplo es el de los médicos, en el que, con toda razón, un médico no puede revelar información confidencial sobre su paciente.

La libertad de expresión del juez está limitada justamente porque, en todo momento, debe demostrar independencia e imparcialidad. Esto significa que el juez, incluso si tiene opiniones personales sobre temas políticos o sociales, no debe expresarlas públicamente. Aunque el juez piense que el presidente de la República es una pésima persona y vote contra él en cuanta elección haya, no puede decirlo públicamente. Decir algo así comprometería la percepción que tienen los ciudadanos de él porque, dado que su rol público debería estar regido por ciertos principios, no le corresponde emitir ese tipo de juicios. En resumen, la libertad de expresión existe para los jueces, pero está restringida por la necesidad de mantener la imparcialidad, la independencia y la integridad. Estas limitaciones aseguran que la función judicial se realice de manera justa y equitativa.

Por la repercusión que sus afirmaciones tienen, el juez no puede andar diciendo que tal es tal…

Por supuesto. Los jueces deben ser conscientes de la repercusión que sus palabras pueden tener en la sociedad. Y, además, esta conciencia debería ser un asunto tácito: es una responsabilidad que debería ser parte de su formación. Desafortunadamente, no siempre se realiza un trabajo cuidado en la preparación de los futuros jueces.

Tomemos, por ejemplo, el modelo español. En España, el camino para convertirse en juez incluye un riguroso proceso de oposiciones y entrevistas técnicas. Los aspirantes deben completar un año de estudios intensivos en derecho y, posteriormente, un segundo año en el que se enfrentan a experiencias prácticas en diversos entornos, como cárceles, hospitales y empresas. Completado esto, el aspirante es adscrito a un tribunal, en el que será asistente en la oficina de un juez, cuyos casos verá y escuchará y de cuya experiencia aprenderá en un proceso de transferencia diaria e intensiva. Esta formación integral busca proporcionar una comprensión profunda y práctica del entorno judicial.

Un modelo similar ha sido adoptado en República Dominicana, el único país en América Latina y el Caribe que sigue un modelo europeo en la formación de jueces. En otros países de la región, la formación suele ser menos estructurada y más azarosa. En muchos casos, los aspirantes solo demuestran sus conocimientos jurídicos sin recibir la preparación práctica necesaria para enfrentar los desafíos reales de la función. No hay un proceso de inducción formal que aborde la tarea diaria de ser juez. Es cierto, nadie obliga a alguien a convertirse en juez. Sin embargo, la falta de una formación exhaustiva puede llevar a una comprensión incompleta de las privaciones y limitaciones que conlleva el cargo. Muchos aspirantes se sienten atraídos por la importancia del rol sin estar completamente informados sobre los desafíos que implica.

En relación con el derecho a la privacidad, ¿cómo equilibrar la privacidad personal del juez con su función pública, especialmente cuando un caso es muy mediático y esto puede afectar la percepción de imparcialidad?

No es fácil; especialmente, en una sociedad en la que la información personal está ampliamente disponible y existen plataformas en las que no hay “olvido”, como Google. Es esencial, como yo siempre digo, que los jueces construyan desde muy jóvenes el futuro que quieran tener. Es difícil prever todos los desafíos que surgirán en el futuro, pero uno puede ser consciente de cuáles son las variables importantes.

Hoy en día, las redes sociales pueden capturar y difundir aspectos de la vida personal de uno que, aunque inofensivos en su contexto original, pueden luego ser utilizados de manera perjudicial. Un comentario inapropiado o una exhibición imprudente de un chico o una chica de veintitantos años, en una despedida de soltero, con algunas copas de más, pueden ser injustamente malinterpretados o exagerados en el ámbito público de las redes, muchos años después. Todos podemos tener momentos de indiscreción, pero es importante que los jueces —y en general todos los profesionales— sean cautos y gestionen con cuidado su imagen pública.

Y no solo publicaciones, sino también videos…

Las redes brindan suficientes ejemplos. Dentro de veinte años puede aparecer que el juez, quien está a punto de juzgar un caso terrible, esté igualmente vinculado con algo análogo en su pasado. Como si el hecho de que apareciera desnudo en un video, veinte años atrás, fuera relevante para su función pública, lo cual es falso. Todos creemos que la gente puede evolucionar, pensar y mejorar. Antes decíamos que uno es prisionero de las palabras que dice y de las palabras que calla. Hoy en día, en realidad, somos prisioneros de lo que Google tiene sobre nosotros —aunque eso sea lo que nosotros mismos hemos puesto allí—.

En ese sentido, hay casos graves en los que la gente ha tenido que pagar por cosas muy antiguas, situaciones dramáticas que Google no olvida. Por ejemplo, hay personas que han mostrado una cruz esvástica por ignorancia. Alguien entra en una casa de bisutería, compra un objeto porque le gustó la forma, se la pone para una fiesta y alguien luego le saca una foto: el objeto era una cruz esvástica y la persona ignoraba completamente qué significaba. Quien toma la foto y quienes luego la ven la acusan: “usa una cruz esvástica, es pro nazi”. Es un hecho desafortunado y es un trato injusto, pero también, obviamente, son explicaciones muy difíciles de dar.

Por eso, hay que ser muy cuidadoso. La pulsión humana es fuerte, pero si uno quiere construir un proyecto de vida debe tener claro que solo hay una marca a respetar: la marca que uno es. Así como Coca-Cola cuida su reputación corporativa, así debe cuidar uno su propia marca. Yo, Armando Andruet, soy mi marca. Tengo Twitter desde hace quince años —nunca he tenido Facebook—. En esos quince años, mi cuenta @eticajudicial no llega a mil seguidores. Bajo ciertos estándares quizá debería desanimarme, o pegarme un tiro, pero me siento muy reconfortado. Hablo de lo que me interesa, publico solo cosas sobre ética judicial y, como no tengo tiempo para escribir todo lo que me gustaría, lo hago muy esporádicamente. Seguramente si publicase cosas más divertidas tendría más seguidores, y eso quizá podría satisfacer mi ego. Pero, en realidad, ¿para quién hago las cosas, para los demás o para mí? Prefiero cuidar mi marca.

Viajo mucho, pero no publico dónde estoy. Me interesa estar presente en el momento. Y me interesa también cuidar mi marca. Los jóvenes deben aprender a hacerlo: cuidar cómo se presentan, cómo se relacionan, cómo se visten. Yo no tengo un asesor de imagen, pero aprendí que hay que ser muy cuidadoso con todos estos detalles, especialmente en ciertos escenarios.

Aunque ya no soy juez, cuando lo era y me invitaban a conferencias en lugares con casinos, nunca iba al casino, aunque este estuviera en el mismo hotel. No me importaba quién me conociera; solo pensaba en el potencial de que alguien me viera y cómo eso podía afectarme. Construir una marca es un proceso delicado. La confianza en los jueces se construye día a día, pero es frágil. Un error puede destruirla, como construir un muro con ladrillos de cristal. Cuanto más alta es la confianza, más riesgo implica. Como decía Epícteto, mientras más alto está uno en la montaña, más cerca está del rayo.

Muchas gracias por sus consejos y su tiempo. La revista está muy agradecida por la información y la sabia perspectiva que nos ha brindado sobre la ética del juez, tema que, sin duda, interesa a Ius et Praxis y a quienes estudian y practican el derecho hoy.