Espectropolítica: imagen y hauntología en la cultura visual contemporánea

Núria Gómez Gabriel*

nuria.gomez@upf.edu

Universidad Pompeu Fabra, España

Recibido: 15/04/2020 Aceptado: 07/08/2020

DOI: https://doi.org/10.26439/contratexto2020.n034.4871

 

 

Resumen. En su libro Espectros de Marx, Jacques Derrida propone el término hauntología (hantologie) como un giro epistémico dedicado a pensar las formas en que la tecnología materializa la memoria, el cual parte de la premisa de que nada goza de una existencia puramente positiva y de que, como nos recuerda el crítico musical Mark Fisher en sus reflexiones sobre la depresión, todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias que lo preceden, lo rodean y le permiten poseer consistencia e inteligibilidad. Este artículo presenta el tropo espectropolíticas con el fin de observar cómo ciertos eventos propios del capitalismo tardío y las abstracciones financieras reverberan en la psiquis colectiva y se transforman en apariciones espectrales. Lejos de una comprensión del fantasma oscurantista como algo real, entendemos su presencia como un signo o una metáfora de la visión que actúa como una figura clarificadora con un potencial específicamente ético y político. Asimismo, las nuevas materialidades de la visualidad fugaz, fugitiva y subjetiva de nuestro presente (dominado por internet y los procesos de privatización psíquica) nos interrogan acerca de las colectividades que se organizan en los modos de ver de las sociedades contemporáneas y en las huellas de las estructuras de poder que subyacen en ellas.

Palabras clave: cine / cultura visual / espectropolíticas / teletecnología / tecno-tele-discursividad

 

Spectropolitics: Image and hauntology in the contemporary visual culture

 

Abstract. In his book Spectres of Marx, Jacques Derrida puts forth the term hauntology [hantologie] as an epistemic turn dedicated to thinking about the ways in which technology materialises memory that stems from the premise that nothing enjoys a purely positive existence, and that, as music critic Mark Fisher reminds us in his reflections on depression, everything that exists is possible only on the basis of a series of absences that precede it, surround it, and allow it to possess coherence and intelligibility. This article presents the concept of spectropolitics in order to observe how certain events of late capitalism and financial abstractions reverberate in the collective psyche and transform into spectral apparitions. Far from an understanding of the obscurantist spectre as something real, we understand its presence as a sign or a metaphor of the vision that acts as a clarifying figure with a specifically ethical and political potential. Likewise, the new materialities of the fleeting, fugitive and subjective visuality of our present (dominated by the internet and the processes of psychic privatisation) interrogate us about the collectivities that are organised in the ways of seeing of contemporary societies and in the traces of the power structures that underlie them.

Keywords: film / visual culture / spectropolitics / tele-technology / techno-tele-discursivity

 

Espectropolítica: Imagem e hauntologia na cultura visual contemporânea

 

Resumo. Em seu livro Espectros de Marx, Jacques Derrida propõe o termo espectrologia (hauntologie) como um giro epistemológico dedicado a pensar as formas em que a tecnologia materializa a memória que parte da premissa de que nada possui uma existência puramente positiva e de que, como nos recorda o crítico musical Mark Fisher em suas reflexões sobre a depressão, tudo o que existe é possível unicamente sobre a base de uma série de ausências que o precedam, o rodeiam e o permitam possuir consistência e inteligibilidade. Este artigo apresenta o conceito de espectropolíticas com a finalidade de observar como certos eventos próprios do capitalismo tardio e as abstrações financeiras reverberam na psique coletiva e se transformam em aparições espectrais. Longe de uma compreensão do fantasma obscurantista como algo real, entendemos sua presença como um sinal ou uma metáfora da visão que atua como uma figura que o poder de clarificar com um potencial especificamente ético e político. Assim mesmo, as novas materialidades da visualidade fugaz, fugitiva e subjetiva de nosso presente (dominado pela Internet e pelos processos de privatização psíquica), nos questionam sobre as coletividades que se organizam nos modos de ver das sociedades contemporâneas e nas pegadas das estruturas de poder que subjazem nelas.

Palavras chave: cinema / cultura visual / espectropolíticas / tele-tecnologia / tecno-tele-discursividade

 


 

 

If it were possible to demonstrate that lived reality is always a construct of the imagination and thus perceived only on condition of being fictional, irreducibly haunted by phantasms, then we would finally be forced to conclude that perception is subordinated to—is in a transductive relationship with—the imagination; that is, there would be no perception outside imagination, and vice versa, perception then being the imagination’s projection screen. The relationship between the two would be constituted of previously nonexistent terms, and this in turn would mean that life is always cinema and that this is why “when one loves life one goes to the cinema”, as though we go to the cinema in order to find life again—to be somehow resuscitated by it.

(Stiegler, 2011)

 

Poseídos: muerte a los social media

 

Welcome to the Modern Age

Pensarás que esto es una casa, pero no hay ninguna casa.

Pensarás que soy una chica, pero no hay ninguna chica.

No me preguntes quién soy.

                                                                       (Schröder y Metahaven, 2018, 0:06:05)

 

“¿A qué enfermedades llamamos realidad?”, se pregunta el fantasma de Poseídos (Possessed, 2018). ¿Será suficiente con amarse a uno mismo? El filme realizado por el colectivo Metahaven (Vinca Kruk y Daniel van der Velden) y el cineasta Rob Schröder, con la colaboración argumental de Alex Williams y Nick Srnicek, denuncia el individualismo exacerbado de la autarquía de las redes sociales. Possessed es una video-investigación que libera de culpa a la generación millennial por sus malas prácticas en las redes sociales. Según sus autores, los propiciadores del clima de inseguridad y depresión que viven hoy los millennials fueron la generación de sus progenitores: “El mundo se destruyó antes que ellos nacieron” o “Nuestros padres dijeron que nos querían, a la vez que destruían el mundo y nuestro futuro, son algunos de los murmurios que nos susurran al oído. El personaje femenino que protagoniza el filme está encerrado en una habitación húmeda y oscura, y no quiere que sepamos quién es. Encarna una figura alegórica que se define a sí misma como un fragmento de respiración de la Nada y nos cuenta los eventos catastróficos de los siglos xx y xxi ocurridos en el planeta Tierra mientras se hacen selfis con el teléfono móvil.

Como una reconstrucción de las máquinas de visión del pasado reciente, la película combina imágenes computacionales, videos domésticos, insertos de televisión, imágenes de satélite y una narración original aparentemente incoherente y fragmentada, con abundantes referencias metatextuales y discursivas. Imágenes de países desgarrados por la guerra, edificios demolidos, libros rotos, casas desiertas con pertenencias personales abandonadas, carteles colgados en las paredes, periódicos, símbolos religiosos… Y, como si estuviéramos jugando con el tablero de una güija, la película vuelve a preguntar: ¿hasta cuándo podremos aguantar? Quizás esta sea la primera gran pregunta con la que nos asedia el fantasma de Possessed. El espectro de un futuro muerto (death future) que nos habla desde el presente eterno que prometía la globalización. “La estación de llegada donde poco a poco los países en vías de desarrollo irían llegando y donde todos los ciudadanos del mundo iríamos, progresivamente, conectándonos” (Garcés, 2017, p. 14).

El fuego de Dubái, el papa Francisco en Roma, el baile de los soldados estadounidenses en Afganistán, tormentas de arena, el huracán Katrina, los glaciares y la estatua de la Libertad. Todo colapsa. Por eso, los directores del filme holandés recurren a una revisión de las contradicciones y paradojas que atraviesan las realidades que conforman el mundo actual. El paisaje geopolítico, las nuevas tecnologías, el discurso del biopoder y la consiguiente alienación de la posverdad son algunas de las revisiones que los directores organizan en su realidad fílmica multicapa.

Poder ver es poder interpretar, nos dice la película. “Nuestras caras están ajustadas a los dispositivos electrónicos que nos miran y por eso estamos condicionados, de tal manera que las caras pierden el testimonio de lo interno. Los ojos ya no reflejan lo que sucede en nuestro interior” (Schröder y Metahaven, 2018). Nuestros ojos son cavidades negras, veladas, como las del fantasma que abre el filme, desplazándose por la superficie de las cosas en un scroll down infinito. Nuestros ojos son un proxy, es decir, un agente o sustituto autorizado para actuar en nombre de otra persona o documento que lo autoriza a hacerlo” (Steyerl, 2018, p. 58). Delegados, ya no nos pertenecen. Pertenecen a la cosmología del neoliberalismo y a su capacidad de preformar nuestra subjetividad. El neoliberalismo define la forma en la que nos vemos a nosotros mismos y a su vez “para que no veamos que el neoliberalismo arde por los cuatro costados el estado-guerra se encarga de sacarnos los ojos” (Espai en Blanc, 2019). En su lugar nos queda una visión encantada, habitada por todos aquellos fantasmas que nos empujan a la competencia y a la competitividad: somos propaganda de la propaganda, diría Metahaven. La triste opacidad de nuestros fantasmas, según Mallarmé.

 

Figura 1. Fotogramas de Possessed

 

Fuente: Metahaven y Schröder (2018, 0:30:02, 0:09:58, 0:24:39, 1:03:20)

 

Possessed es un filme dedicado al velo de nuestros ojos y al impacto de la utopía anárquica de la arquitectura de internet en nuestras vidas individuales y colectivas. Pero el velo aparece, en el conjuro cinematográfico de Metahaven y Schröder, a través de dos figuraciones espectrales: los ojos delegados de la protagonista atrapada en la casa encantada por el fantasma de la expansión neoliberal, y en las imágenes de un ejército de espectros anónimos que nos acechan desde su promesa de futuro. Una promesa que ha terminado por encerrar nuestros cuerpos en casa, mientras vemos cómo el mundo colapsa a través de los medios de telecomunicación.

El velo es, por un lado, uno de los estereotipos que se utiliza en Occidente para hablar del Oriente musulmán —un oriente que muchas veces no está en oriente, sino en el sur, y que tampoco está afuera, sino que muchas otras veces está adentro— (Zemos98, 2014), y que a menudo se esgrime como arma de separación. Por otro lado, el velo se relaciona con la imagen, puesto que nuestra sociedad se ha identificado con una forma de mostrarse muy centrada en el foco de luz y el espectáculo. Resulta significativo que tanto el filósofo y realizador audiovisual Abu Ali como la filósofa Marina Garcés acudan, en sus reflexiones acerca de los modos de ver contemporáneos, a la metáfora de la obliteración.

Dicen que Demócrito, en el siglo v a. C., se arrancó los ojos para ver mejor. La visión de un jardín, con todo su esplendor, le distraía y no le dejaba concentrarse en lo que realmente deseaba ver. Nuestros ojos, en el siglo xxi, están saturados de imágenes que desbordan las distracciones del jardín de Demócrito a una escala que él ni siquiera habría podido imaginar. (Garcés, 2009, p. 78)

Demócrito se arrancó los ojos porque no podía soportar la luz del jardín que quemaba la superficie de su mirada. El poeta persa Hafez de Shiraz en el siglo xiv dejó dicho en un poema titulado “El jardín de los misterios”: “Están ciegos, solo ven imágenes(Zemos98, 2014). Una sentencia poética que nos hace reflexionar acerca de cómo la imagen no siempre es una apertura a la visión, sino que a veces también puede cerrarla. El velo es un estereotipo neoliberal de separación que se suele emplear en Occidente como arma de comunicación y propaganda de los regímenes totalitarios. Pero sabemos, desde que Hannah Arendt escribió Los orígenes del totalitarismo en 1955, que el verdadero objetivo de la propaganda totalitaria no es la persuasión, sino la organización del sistema de gobierno y que lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino la coherencia del sistema del que presuntamente forman parte.

La idea de una cultura velada —en la que todo lo que es mostrado es bueno, y lo que está oculto y permanece en la sombra, malo— pertenece a una cosmovisión neoliberal donde lo exterior siempre es mejor que lo interior. En otras palabras, el consumo masivo de imágenes genera ese velo que nos separa del otro (un otro que es un nosotros) y que, a su vez, construye la imagen de la otredad. Y, por tanto, la cultura velada es una cultura que, en sus dispositivos de captura de la subjetividad humana, no hace más que generar los estereotipos que luego reproducimos una y otra vez, y que nunca llegan a cuestionarse.

 

Hauntología y espectropolíticas

 

Figura 2. Fotograma de Blow-Up (1966, 0:28:40), de Michelangelo Antonioni, y fotografía BLOW-UP / MARYON RD. LONDON, ENGLAND de la serie

Road Moview (s. f.), de Ruben Torras

 

 

El tiempo se ha mezclado y confundido sin ningún sentido (Fisher, 2018). No conocemos exactamente la hora ni el día en que el artista catalán Ruben Torras exportó con su ordenador la tercera de las imágenes que componen su serie Road Moview. Sabemos que no puede ser anterior al 25 de mayo del 2007, el día en que se introdujo la prestación Google Street View del proyecto Google Earth en Estados Unidos, e igualmente podemos afirmar que es posterior al estreno de la película Blow-Up de Michelangelo Antonioni en 1966, porque en la imagen capturada por Google aparecen sus protagonistas. Vemos que, a lo lejos del parque, junto a la carretera Maryon de Londres, sigue discutiendo la pareja que será sorprendida por Thomas, el fotógrafo que también sigue escondido detrás del árbol que bordea el parque a punto de disparar con su Nikon F. Pero, en el remake de Torras, el protagonista ya no fotografía a la misteriosa pareja del asesinato escrito por Antonioni, sino que apunta directamente a la cámara de Google y a los telespectadores del mundo virtual que habitan en sus pantallas.

Seguramente nos sea difícil precisar la temporalidad del conjunto de las imágenes de la serie fotográfica Road Moview porque estas tienen más que ver con un principio de confusión y de desorden de nuestro imaginario colectivo que de captura o selección de un instante preciso, ya sea este tomado por una cámara fotográfica o con la función F3 del teclado de la computadora. En ellas, los protagonistas de Easy Rider, Forrest Gump, Indiana Jones, Taxi Driver o Mad Max reaparecen como espectros de nuestra memoria iconográfica en la serie de 20 cuadros, procesados mediante técnicas de posproducción, que ensamblan escenas guardadas en el fondo de nuestras retinas con los mismos escenarios en que un día fueron filmadas y que en la actualidad recrea el plató virtual del proyecto Earth. La superposición de ficciones que Torras aplica en sus imágenes es técnicamente la apropiación del modo en que Google Street View conforma sus panorámicas mediante el montaje de capturas tomadas en diferentes momentos por el coche-cámara de la multinacional americana.

En la serie de fotografías Paisajes digitales de una guerra (2015) de Azahara Cerezo, esta imbricación de capas temporales se hace visible a través de los mensajes políticos grabados en muros y superficies. Cerezo propone un recorrido virtual por algunos de los escenarios relevantes de la guerra civil española, como la Ciudad Universitaria de Madrid, donde se mantuvo la línea defensiva republicana durante el conflicto; la zona del puerto de Cartagena, de donde huyó la flota republicana; y parte del casco viejo de Pamplona, controlado por el bando sublevado. Lugares donde la gente acude para marcar las paredes con mensajes que invocan la memoria política del territorio y que, con el paso del tiempo, aparecen y desaparecen. Se escriben y reescriben. De este modo, las fotografías que Cerezo captura en la plataforma funcionan como una analogía entre la forma temporal y atropellada en la que las tensiones y conflictos son expresados en las paredes (son pintados, tachados, reescritos, borrados, corregidos…) y la forma como la tecnología de Google Street View produce su imagen del lugar siempre actualizada y optimizada, siempre dispuesta al flaneurista digital.

 

Figura 3. Fotografía de la serie Paisajes digitales de una guerra (2015), de Azahara Cerezo, y fotografía del proyecto artístico Actions in between the rescue (2014),

de Azahara Cerezo y Mario Santamaría

 

 

El ejercicio político de visibilizar los mensajes de una memoria física y virtual que se va actualizando a través de una escritura fantasma se hace todavía más emblemático en el ensayo audiovisual de la misma artista Fragments. Fragments (2018). Un video entre la recolección y el extracto, inspirado en los Cinétracts de Mayo del 68, que observa los mensajes que quedan en las calles tras las manifestaciones sucedidas en París en mayo del 2018 y que muestra la persistencia de palabras, o grupos de palabras, de las consignas de pósteres, volantes y pegatinas de propaganda política que pertenecen a las voces de la lucha obrera del 68. Capas de imágenes iconográficas que se van acumulando en nuestra memoria y capas de mensajes políticos que también se van acumulando en un territorio que ya no se puede desvincular de los procesos digitalizadores del mundo. Google Street View, como aparato de extracción del capitalismo de plataformas, es a su vez un modelo teocrático de representación del mundo que ofrece una mirada institucionalizada y autoritaria de lo que nos está permitido ver. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la empresa multinacional Tenneco, que censuró en el 2015 las protestas laborales de sus empleados obligando a Google a difuminar una serie de pancartas que los trabajadores de su sede en Asturias habían colgado en la fachada después que la empresa denunciara el cierre de su fábrica. O en cómo, de todas las imágenes capturadas en el norte de Irlanda, Google decide mantener las capturas del 2008 a lo largo del año 2014, de forma que en su entorno virtual permanecen invisibles los grafitis de las paredes vinculados al conflicto político del territorio entre el 2008 y el 2014 (véase la figura 3: Actions in between the rescue, de Azahara Cerezo y Mario Santamaría, 2014). El hecho de que la cámara de Google acuda a los lugares en diferentes fechas y decida qué representación es la que se puede transitar hace que el resultado sea una experiencia de navegación del usuario en diferido, más parecida a un viaje en el tiempo que a una experiencia en “tiempo real”. Las capas de memoria de las calles de París y los escenarios de la guerra civil española en Paisajes digitales de una guerra son las capas de nuestra memoria visual e iconográfica que reaparecen en Road Moview bajo la metáfora de la carretera.

Azahara Cerezo y Ruben Torras son artistas hauntológicos que se preocupan por el modo en que la teletecnología materializa la memoria. Su nostalgia formal nos habla de la incapacidad de concentrarnos en nuestro propio presente, como si nos hubiésemos vuelto incapaces de conseguir representaciones estéticas de nuestra propia experiencia actual. Sus imágenes nos remiten a otras imágenes, tienen la capacidad de invocar como un conjuro. Repiten, reconstruyen, incorporan, adoptan e interrogan. Y su reaparición funciona como un exorcismo mágico a los espectros de un pasado sepultado por los discursos dominantes y la hegemonía de los medios de comunicación.

En nuestra traducción al castellano del neologismo hauntología (hantologie), que Jacques Derrida presentó en sus estudios sobre los espectros de Marx (1995), decidimos conservar su raíz original porque creemos que es importante mantener su cita al verbo original que refiere al “asedio” (hanter, hantise, hanté(e)). En este sentido, hablaremos de una hauntología y no de una fantología, porque creemos que, más allá de establecer una relación ontológica con el fantasma o la fantasía (fainein), enmarcamos este estudio con una clara alusión al modo de ser del asedio en la actualidad: la imagen tele-tecno-mediática.

El asedio tiene que ver con expresiones como conjuro o encantamiento y a veces se utilizan en relación con el embrujo o el embrujado. Aunque el asedio militar consiste en rodear una posición, pensaremos aquí que asediar es una forma de estar en un lugar sin ocuparlo. El fantasma, a su vez, es la frecuencia de cierta visibilidad: la visibilidad de lo invisible. El espectro es aquello que imaginamos, que creemos ver y que proyectamos en nuestra pantalla. A veces, ni siquiera hay pantalla. El espectro primero nos ve, del otro lado del ojo, como una “mirada visceral” y, entonces, nos sentimos observados, vigilados… quizás poseídos. La hauntología, como alternativa a la ontología, se centraría en el estudio del conocimiento, no tanto de los seres o presencias reales, sino de todas sus ausencias que, por debajo de su aparente invisibilidad o irrealidad, continúan persistiendo de otro modo.

Escribir una hauntología de los espectros de la cultura visual actual parte del deseo de confrontación con la paradoja de la visibilidad furtiva de lo invisible o la invisibilidad de algo visible” (Derrida, 1995), y de realizar un viaje espectral sobre lo casi innombrable o sobre las cosas que nos miran y que vienen a desafiar tanto el sentido como el significado de nuestra existencia. Escribe el filósofo que el espectro es una incorporación paradójica:

El espectro se convierte en cierta cosa difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro. (Derrida, 1995, p. 1)

 

Según el pensamiento derridiano, es necesario conjurar de nuevo los espectros de Marx que perviven en la cultura europea, no para rehabilitar aquello en lo que estamos de acuerdo, que no es necesario repetir, sino para romper la censura y la prohibición que estigmatizan todo lo relacionado con él, manteniendo vivo el diálogo con los que se declararon partidarios suyos. O, como dice el filósofo José María Ripalda en la presentación de su traducción al castellano, para realizar una lectura de Marx en el contexto de la derrota de quienes proclamaron y fueron aceptados sus herederos, junto con el triunfo geopolítico de su enemigo, el liberalismo económico y político (Derrida, 1995). Y en este giro espectral como marco conceptual, nuestra aproximación al concepto de lo espectropolítico1 no comprende las materias ya existentes (filosofía, historia del arte, estudios cinematográficos, literatura comparada) unas junto a otras, sino que supone el reto que expresaba Roland Barthes en El susurro del lenguaje, más allá de la palabra y la escritura (2014), que consiste en “crear un objeto nuevo [de análisis] que no pertenezca a nadie” (p. 71).

Si la hauntología de Derrida sobre los espectros de Marx tiene como correlato un estudio sobre las tecnologías mediáticas que el capitalismo instaló en un mundo que ahora es global, la aproximación al campo de estudio por parte del crítico inglés Mark Fisher, en su trabajo sobre el movimiento musical nostálgico que retoma elementos del cine y la música del posthatcherismo, abraza lo espectral en el momento en que todo un mundo (socialdemócrata, fordista, industrial) se volvió obsoleto, y en el que los contornos de un nuevo mundo (neoliberal, consumista, informático) empezaron a mostrarse.

La hauntología fue algo endémico en la época de la tecno-tele-discursividad, la tecno-tele-iconicidad, los simulacros y las imágenes sintéticas. La discusión sobre lo “tele” muestra que la hauntología remite tanto a una crisis espacial como a una temporal. La teletecnología permite que eventos distantes en el espacio puedan estar instantáneamente disponibles para una audiencia. (Fisher, 2018, p. 44)

Eventos distantes en el tiempo, como los que presentan las fotografías de Road Moview y Paisajes digitales de una guerra en su composición del tiempo y del espacio. Un tiempo que, tal y como nos recordaba el filósofo francés de origen argelino, está “desarticulado, descoyuntado, desencajado, dislocado, trastocado, acosado y trastornado, desquiciado, a la vez desarreglado y loco” (Derrida, 1995, p. 31); y que en la actualidad vemos reflejado en lo que el filósofo Santiago López Petit (2020) señala, con relación a la crisis derivada de la covid-19, como una readaptación interna del neoliberalismo que “ha impulsado una cancelación de las memorias de lucha y que ha construido un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte”. Según este autor, la actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo y sus espectros en un doble sentido:

 

En primer lugar, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la manera de trabajar. El capital tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica y, en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer aquello que todavía permanecía de esta comunidad. Por eso, en la actualidad, el dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. (López Petit, 2020)

 

            Hoy, habitamos el mundo sin otra acogida que en relación con el difunto: con su fantasma (Llevadot, 2018). La situación actual nos recuerda lo que ya fue anunciado por Derrida a finales de la Guerra Fría cuando señaló la crisis temporal y espacial en la que vivimos actualmente acerca de la recuperación del viejo espectro del Estado corrupto del clásico de Shakespeare: “el tiempo está desquiciado” (the time is out of joint). Una crisis espacial y temporal que la parodia iconoclasta de Ruben Torras toma como punto de partida para visibilizar el modelo de representación teocrática del mundo del proyecto Earth; en la que la categoría de películas que acontecen en la carretera, y que fueron rodadas a lo largo de los sesenta, setenta y ochenta, permanecen en los lugares psicogeográficos del mundo tecno-tele-mediático. Nos lo recuerda también la infografía realista de la memoria histórica de Cerezo, donde el documento (o lo documental) nos habla de las características de nuestro marco epocal actual y de su entorno visual. En ambos casos, tiene sentido la paradoja sobre lo visible que subyace en la figura del espectro de Derrida.

Google Street View nos permite acceder a lugares en los que está prohibido realizar fotografías y a su vez presenta zonas desenfocadas como muestra de aquello que no podemos ver debido a su régimen privatizado. Un mundo que decide qué y cómo deben ser vistas las cosas porque, del mismo modo que Google hace desaparecer de sus representaciones a personas, obras de arte o mensajes políticos en la pared, sus dispositivos de captura tienen acceso a espacios como cuarteles militares, pasos de fronteras, aeropuertos y lugares donde habitualmente suele estar prohibido tomar fotografías. En este sentido, las imágenes de Torras y Cerezo nos acercan a lo que sigue ahí, aunque se escape ante nuestros ojos. La hauntología es, entonces, telepatía, la persistencia de lo que ya no existe” (Fisher, 2018, p. 75). Nos queda preguntarnos, finalmente, por cuáles son nuestras imágenes perdidas, en qué corporalidades (re)aparecen, bajo qué fenomenalidades y qué paradojas representan.

Fisher (2018) describe el término hauntología antes que nada con una confluencia de artistas: Lo que comparten no es tanto un sonido, sino una sensibilidad, una orientación existencial” (p. 47). Utilizamos la palabra confluencia (confluentia) con dos acepciones o significados: para designar un lugar y para referirnos a una acción. La acción de confluir se ejemplifica con la metáfora del caudal de los ríos, resultado de la suma de dos o más de sus afluentes, y la confluencia como lugar se describe como el paraje donde confluyen los caminos, los ríos y otras corrientes de agua. En sentido figurado, se puede usar para nombrar movimientos que desembocan en algún lugar o cosa. La tesis que presentamos en este artículo es, en su metodología, una confluencia de voces y espectros. Una historia irresuelta que, como ya apuntaba Derrida (1995) en la inauguración del giro espectral en los noventa, es una historia que nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí” (p. 21). Es decir que, más que un análisis sobre aquello que vemos, el texto que trazan estas líneas se pregunta acerca de lo que no estamos viendo, lo que —algunas veces— es tan evidente y obvio que pasa desapercibido ante nuestros ojos.

Decir que las imágenes tienen vida es obvio, pero decir que tengan muerte ya no está tan claro (Marzo, 2017). Los espectros son, en esta confluencia, un conjunto de imágenes, apariciones, apariencias y pareceres (del latín parere ‘comparecer en el sentido de ser convocado ante alguien’). El comisario e investigador Jorge Luis Marzo argumenta, en “Los fantasmas adelantan el reloj” (2017), que los espectros nos recuerdan que nada quiere morir, y menos hoy, bajo el régimen de la obsolescencia absoluta. Los espectros producen realidad pública: “Los fantasmas del pasado [también los del futuro] son los ecos de la mierda, los espectros malolientes a los que mal enterramos. Los espectros, dijo Deleuze, enterrados demasiado pronto o demasiado profundo y que no han logrado constituirse en recuerdo, sino en ausencia” (Marzo, 2017). Al llamar hauntología a la “ciencia de los espectros” —ya que el espectro no puede ser descrito por una ontología—, Derrida establece una “pararrealidad” que se constituye por sus propias reglas. Según el filósofo, los medios de producción y reproducción de imágenes devuelven a los hombres como espectros, como cuerpos impropios teledirigidos en la lejanía. Es decir que los medios (médiums) ya no intermedian con fantasmas, ahora los fabrican. Las personas ingresan en los medios como espectros con un objetivo: revivir y ser expuestos. A su vez, hoy no solo convivimos con los espectros del pasado, sino que también cohabitamos con los espectros del futuro, aunque, a diferencia de los primeros, los fantasmas del futuro no tienen original ni referencia. Tampoco despiertan miedos, sino más bien consenso: likes (Marzo, 2017).

Si, como decíamos, el fantasma derridiano es entendido aquí como un signo de la visión, la crítica en medios de comunicación Esther Pereen (2014) advierte que este signo lleva implícitas las figuras de una memoria que nos persigue, nos posee, y que su “huella emocional” en nuestro cuerpo nos obliga a responder desde una conciencia política. Google Street View es el testimonio de un mundo siempre a la vista. Un mundo hipervisible para la sociedad de la hipervisibilidad. Dicha hipervisibilidad, tal y como nos recuerda Avery Gordon, no solo resulta obscena, sino meramente aparente, ya que se fundamenta en el olvido sistemático de lo reprimido-oprimido, esto es, de lo que ha llegado a convertirse en invisible mediante formas de imposición no siempre obvias (Gordon y Radway, 1997). 

Para entender el fantasma como una metáfora espectral, Pereen (2014) observa la figura del escritor fantasma (ghost writer), aquel que escribe textos para el beneficio de otro. Un escritor fantasma, dice, es una persona que adquiere un carácter espectral sin haber muerto” (p. 4). Pero ¿qué significa vivir como un fantasma? La metáfora se puede entender aquí como una sustitución de sentido o como una comparación. Sin embargo, Pereen (2014) argumenta que entender la metáfora espectral como una forma de comparación implica una interacción activa entre dos términos, uno nombrado y otro implícito, un conjunto de relaciones múltiples y cambiantes de similitud y diferencia en lugar de una identidad preconcebida” (p. 7). Lo espectropolítico nos sitúa aquí: entre lo visible y lo invisibilizado.

Si la visión ha sido siempre una de las piedras angulares de la estética y del arte, en la era global de las imágenes se ha revelado con más fuerza que en otros períodos como herramienta fundamental para dominar la realidad, y, en consecuencia, para entenderla y producirla, pero también lo ha sido para imaginar nuevas realidades o facetas de esta. La pregunta acerca de quién puede ver, o quién tiene el privilegio de tener varios puntos de vista, plantea el reto de estudiar las formas de violencia epistémica y política que emergen de la sociedad tele-tecno-mediática. No sin recordar antes que el espectro implica un retorno de cierto tipo de presencia corporal, ya sea desplazada, desmembrada, encerrada o forcluida. Si, como dice Derrida (1995), no hay fantasma, no hay nunca devenir-espectro del espíritu sin, al menos, una apariencia de carne, en un espacio de visibilidad invisible, como des-aparecer de una aparición” (p. 144) y, para que haya un fantasma, es preciso un retorno al cuerpo, pero a un cuerpo más abstracto que nunca, al preguntarnos por las condiciones políticas de la exposición corporal actual, por medio de la cual la presencia es constantemente perseguida por sus ausencias espectrales, buscamos apuntar al problema de qué significa y cuáles son las condiciones para que un cuerpo espectral pueda hacerse presente y pueda tomar agencia. Pero ¿cómo podemos pensar lo performativo en lo político desde este marco de problematización de la categorización tradicional de lo ontológico? Hoy, parece que ser desposeído por la presencia del otro y por nuestra presencia frente al otro es la única forma de estar presentes unos y otros.

 

Ultracomunismo o el espectro de Linda Lovelace

 

La plaza (2018) del grupo de teatro El Conde de Torrefiel (Tanya Beyeler y Pablo Gisbert) está compuesta por cinco escenas: “Altar”, “Árabes”, “Borracha”, “Turistas” y “Porno”. Esta última es la dramaturgia visual de una forma de vida póstuma. Las figuras que se mueven en el escenario no son personajes, porque desde el primer minuto ha quedado claro que el único protagonista de la historia es el espectador y que, a lo largo de los 90 minutos que dura la pieza, este permanecerá sentado a oscuras frente a la historia clínica de su mirada como espectador. En un espacio neutro, un sinfín bañado de gris medio, aparece un equipo de rodaje cinematográfico compuesto por imagen, sonido y dirección. Todos ellos carecen de rostro. Son objetos animados. Sujetos desencarnados en una sociedad caracterizada por la privatización de la experiencia. Frente a ellos, otra figura anónima se detiene delante de una camilla que sostiene un cadáver cubierto por una sábana blanca. El texto que se proyecta en la parte superior del escenario induce a cada persona del público, como si se tratara de una sesión de hipnosis colectiva o de una reunión espiritista parecida a las que ocurrían en los márgenes de las sociedades del siglo xix. El relato se sitúa en un entorno personal, íntimo, en el que descubrimos que acabamos de tener un orgasmo con la imagen de una persona muerta. Linda Lovelace murió en el año 2002 a los 53 años, pero en las páginas porno de internet circulan sus imágenes como apariciones de otro tiempo. “Piensas: ‘Soy capaz de emocionarme delante de una imagen que ocurrió hace años y hacerla mía para vivirla en el presente’” (Beyeler y Gisbert, 2018).

 

Figura 4. Fotografía de la escena “Porno” de la obra teatral

 La plaza (2018), de El Conde de Torrefiel

 

 

El espectro está siempre animado por un espíritu (I am thy father’s spirit…) (Derrida, 1995, p. 17). Como en Hamlet, príncipe de un reino putrefacto, todo comienza con la aparición del espectro o con la espera de su aparición:

 

El Hamlet europeo observa millares de espectros. No obstante, es un Hamlet intelectual. Medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Sus fantasmas son los objetos de nuestras controversias; sus remordimientos, los títulos de nuestra gloria […]. Hamlet no sabe muy bien qué hacer con estos cráneos. Pero ¡si los abandona!... ¿acaso no dejará de ser el mismo? (Derrida, 1995, p. 19)

 

Si como nos recuerda el fantasma de Possessed estamos poseídos por nosotros mismos, por el deseo de diferencia (différance) que ha sido capturado por el neoliberalismo en una permanente esquizofrenia del yo siempre haciéndose a sí mismo, el primer fantasma que aparece en La plaza es también el de nuestra propia identidad, como espectadores, o como sujetos desencarnados y arrojados a los mercados de un trabajo libidinal actuando como si fuéramos jugadores de un juego que no entendemos. Desde platea, se puede leer el texto proyectado:

Estoy formado por imágenes que se repiten. Fragmentos de emociones y pensamientos del pasado que viajan en el tiempo cada día, hasta llegar a mi cerebro. Vidas e historias de conquistadores, artistas, reyes, científicos, filósofos. Nos gobiernan los muertos. Nombramos lo que ellos nombraron, respaldamos sus leyes inventadas, defendemos lo que ellos decidieron que debíamos defender. (Beyeler y Gisbert, 2018)

Linda Lovelace es la estrella del deep throat y a la vez es un personaje que encarna aquello a lo que Mark Fisher se refiere como “modernismo popular” (pulp modernism) para reflexionar acerca de la asociación entre lo moderno y la cultura de masas de finales del siglo pasado. Lovelace es el sobrenombre de la actriz americana Linda Susan Boreman, la protagonista de la película pornográfica Garganta profunda dirigida por Gerard Damiano en 1972. La historia de una joven prostituta que se especializa en realizar un tipo de felación a priori imposible o sobrenatural. El motivo de la especialización es su imposibilidad de tener orgasmos porque tiene el clítoris localizado en el fondo de su garganta. Más allá del valor de culto de la película en el género pornográfico, el filme supuso una incidencia en el curso de la sociedad moderna por las preguntas políticas y culturales que se abrían alrededor de los juicios a su compañero de escenas Harry Reems por parte de la administración de Richard Nixon y los sectores integristas de la sociedad norteamericana. El primer actor perseguido por el gobierno federal únicamente por haber aparecido en una película. Por esto, sus imágenes resultaron iconográficas para la revolución sexual estadounidense y el desencanto político de la época Watergate. Lovelace es en La plaza una imagen de la representación de la democracia como farsa política, y el público de las butacas del teatro se acaba de telemasturbar con su fantasma. La muerte debe ser conjurada, escribe Derrida:

La conjuración debería asegurarse de que el muerto no volverá: deprisa, hacer todo lo necesario para que su cadáver permanezca localizado, en un lugar seguro, en descomposición allí mismo donde ha sido inhumado, incluso embalsamado como gustaba de hacerse en Moscú. (Derrida, 1995, p. 17)

 

Pero Tanya Beyeler y Pablo Gisbert responden frente a aquellos que se niegan a permitir el entierro del cuerpo y por eso proponen la reaparición del espectro del Watergate y de aquellos que lo (sobre)mataron convirtiéndolo en pura virtualidad. Una imagen que ahora habita (haunt o haunting, traducido como “el habitar de un fantasma o espectro sobre algo o alguien”) en el cuerpo formado por una audiencia teatral. La hauntología se presenta aquí como un duelo fallido: “Se trata de negarse a dejar ir al fantasma o —lo que a veces es lo mismo— de la negación del fantasma a abandonarnos” (Fisher, 2018, p. 49). Las figuras anónimas que habitan La plaza son parecidas a las que aparecen en Possessed. Carecen de rostro. Reproducen imágenes como esquemas de comportamiento social. El teatro y la plaza, según El Conde de Torrefiel, comparten mecanismos narrativos del presente y apelaciones a nuestro imaginario colectivo, y a su vez son espacios con la capacidad de definirse a sí mismos y proyectarse en un futuro imprevisible, el del aquí y ahora. El dramaturgo Pablo Gisbert (2017) escribió en la sinopsis del espectáculo que el teatro del futuro consistirá en la “representación de la nada, en silencio y, principalmente, sin presencia humana en el escenario”. No podemos representar nada porque nuestra vida se ha convertido en una representación de sí misma. El futuro de las sociedades occidentales, no solo como dimensión temporal, sino como proyección cultural, llega a su fin. Parece que en el escenario de futuro de Gisbert resuenan las preguntas que se hacían los periodistas americanos sobre la política de Ronald Reagan cuando se preguntaban si la capacidad de inspirar y dirigir del presidente, en la administración de una riqueza preocupada por la expansión económica del liberalismo, sería real o un simple plató vacío de Hollywood.

La reaganomía (o economía de la oferta) capturó la imaginación del pueblo estadounidense por sus mecanismos de comunicación y escenificación de los relatos políticos. Convirtió los rincones de la Casa Blanca en un plató de televisión (WHTV), donde se registraron más de mil quinientas tomas de video a lo largo de su mandato entre 1981 y 1989. Sus emisiones eran una herramienta de comunicación de mensajes políticos, pero también eran el sistema de difusión de un modelo de identidad americana que confundía realidad y puesta en escena. Pensemos en el caso del proyecto militar de la Iniciativa de Defensa Estratégica durante la carrera espacial que enfrentaba a Estados Unidos y la URSS, bautizado en 1983 con el título de la película Star Wars; o en el telefilme de ciencia ficción The Day After (Meyer, 1983) que la ABC difundió el mismo año con el eslogan “Cuando los juegos de guerra se hacen realidad” y donde más de cien millones de estadounidenses se vieron morir en las pantallas de su televisión. “Seremos la última generación si esto continúa así”, declaraban en las noticias los vecinos de Lawrence (Kansas), el escenario donde estalla la bomba nuclear en el escenario de ficción de The Day After.

Reagan utilizó el guion de una película como metáfora militar en su estrategia de defensa (“Que la fuerza nos acompañe”), mientras los medios de comunicación estadounidense anticipaban en pantalla un escenario posapocalíptico que funcionaba como dispositivo de captura de los horizontes de futuro y de futurabilidad. El cinismo político de las formas del modernismo popular americano de los ochenta y la creciente presión social por la amenaza nuclear como representación del fin del mundo reaparecen en la primera de las escenas de La plaza. La propuesta teatral de El Conde de Torrefiel empieza con una gran niebla entre las butacas del escenario, una niebla que emborrona la mirada del público y que deja a la audiencia del teatro sin respiración. Al desaparecer lentamente el clima de confusión por no identificar qué es aquello que está pasando en el escenario, el público puede reconocer al fin las sombras de un altar funesto. Un número de flores y velas innombrable cubre el suelo de la platea, pero por más larga que sea la espera en el teatro, no se detecta ninguna presencia humana en el escenario. El texto proyectado acompaña:

Empiezas a divagar. Piensas en el futuro. De joven leíste algo de Isaac Asimov y Julio Verne, y ahora te encanta la serie Black Mirror. […] En el futuro, las empresas multinacionales financiarán sus propios países. Las empresas que invirtieron al inicio del siglo xxi en equipos de fútbol, hoteles o eventos culturales tomarán el poder político en el siglo xxii. Alemania pasará a llamarse Bayer-Germany, EE. UU. pasará a llamarse Google-EE. UU., así como Banco Santander-España, Heineken-Holanda o Vodafone-UK. (Beyeler y Gisbert, comunicación personal, 2018)

En el futuro de Beyeler y Gisbert nadie querrá ver a nadie, nadie querrá escuchar historias y los animales domésticos podrán expresar sus emociones mediante unos altavoces situados en su garganta. El famoso eslogan de Margaret Thatcher parece un diagnóstico certero en un mundo donde la ubicuidad de los medios capitalistas, la dominación de todas las áreas de la vida y la conciencia por las categorías del marketing económico es ahora algo que se da por sentado. En una entrevista sobre la democratización de la política, Mark Fisher argumenta que el realismo capitalista es más fácil de identificar que de definir, pero que una de las aceptaciones de este paradigma es pensarlo como “la creencia de que no hay alternativa al capitalismo” (Aguirre, 2016). En las palabras de Fisher reverberan las del crítico literario norteamericano Fredric Jameson en su análisis de las resonancias modernas en la cultura contemporánea cuando argumenta que hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El realismo capitalista solo es posible una vez que varios grupos de conciencia —la conciencia de clase, la conciencia socialista-feminista y también la conciencia psicodélica de la naturaleza de cualquier cosa experimentada como realista (Aguirre, 2016)— han sido suprimidos. La pregunta sobre la reorganización de los poderes neoliberales a partir de la crisis bancaria del 2008 dirige los estudios de Fisher a lo que define como “un campo ideológico transpersonal” o un tipo de “aceptación fatalista” en el dominio capitalista. Es decir que el realismo capitalista se centra en pensar que las demandas del capitalismo neoliberal son realistas y, a la inversa, una idea de que cualquier alternativa a esta forma de capitalismo es inviable o impensable.

El clima político global, igual que la apertura de La plaza o las imágenes de Road Moview y Paisajes digitales de una guerra, está dominado por un principio de confusión. El espectro de las amenazas nucleares que, junto a la propaganda de los medios de comunicación, encubrieron las políticas económicas a lo largo de los ochenta hasta la caída del Muro de Berlín reaparece hoy con la presencia de un triunfo total por parte del realismo capitalista. Nuestro mundo es el resultado de una idea de progreso basado en el desmantelamiento de los servicios públicos, la expansión de la burocracia en el sistema educativo, la cultura de consumo y los desórdenes de atención (estrés y depresión) que incapacitan al sujeto en cualquier agencia colectiva. Estamos poseídos por nosotros mismos porque vivimos en el capitalismo de la salud mental. Pero el capitalismo, según Berardi (2019), es “un perro muerto” del cual la sociedad no logra quitarse su cuerpo en descomposición de encima. El cuerpo putrefacto del que nos habla Berardi dirige la mente social a un estado de “pánico e impotencia” que al final se convierte en depresión y locura (p. 11).

 

Figura 5. Fotografías de la escena “Altar” de la obra teatral

 La plaza (2018), de El Conde de Torrefiel

 

 

En la escena “Altar” de La plaza de El Conde de Torrefiel, el espacio escénico es un monumento funerario en memoria de las víctimas de un atentado terrorista. Un ágora teatral que sirve como un laboratorio de la “democracia por venir”, o de la democracia como espectro o aporía. La democracia real no existe, ni ha existido, ni existirá. Según la filósofa Laura Llevadot (2018), la noción de democracia por venir”, como aporía, expresa, en el pensamiento de Derrida, que la democracia no es una forma de gobierno, ni representativa, ni participativa, ni de ninguna otra forma. Si la democracia se define por alguna cosa sería, en todo caso, es por la inadecuación con su propio concepto (Llevadot, 2018). Es decir que en realidad la democracia es un sistema que en sí mismo, su concepto, impide su articulación de una forma plena o acabada. La democracia implica un vacío, un abismo. La democracia es la apertura a la alteridad, a la no identidad.

La democracia es suicida y es siempre fantasmática. Por eso Derrida y Llevadot coinciden en que no es una forma de gobierno. Es, si acaso, lo inhóspito de lo político”, la alteridad dentro de casa. Y, si la democracia es inhóspita, si asedia como un abismo en el centro de lo político; la casa que ordena la representación de sus habitantes es porque no tiene otra esencia que la inadecuación con su propio concepto (Llevadot, 2018). Sin el abismo que abre su propia muerte, la democracia se encierra en sus principios de igualdad y cálculo (un hombre, un voto) que sabemos que desde hace tiempo han sido capturados por el mercado y las grandes corporaciones. Pero a su vez, sin estos dos principios, no podemos afirmar que nuestros sistemas son democráticos.

La democracia como espectro es una aporía por dos razones. En primera instancia, los principios de igualdad y libertad que la caracterizan son contradictorios. En su crítica a la igualdad, Derrida sostiene que la máxima que equivale a una persona es igual a un voto, hace de la democracia un cálculo sujeto a las mayorías numéricas. Nunca hemos sido iguales ante las urnas y todavía hoy hay muchas comunidades que no tienen derecho a votar. Frente a esta primera contradicción, Llevadot sostiene que, en tanto que la igualdad es un principio cuantitativo que está sometido al cálculo, el mercado puede intervenir en su devenir, porque puede calcular el futuro de los partidos. El control de las máquinas mediáticas trabaja sobre este cálculo de forma cada vez más deshumanizada como pudimos comprobar con el escándalo de Cambridge Analytica, en el que los datos privados de los usuarios de la red fueron utilizados para manipular psicológicamente a los votantes de Estados Unidos en las elecciones del 2016 que designaron a Donald Trump como electo presidente (Rosenberg, Confessore y Cadwalladr, 2018). Algo que nos recuerda que el principio de igualdad siempre ha estado abierto a esta esfera de la “espectacularización de la escena”, en la que todo deviene visible y, por tanto, calculable.

La segunda aporía del pensamiento político posfundacional de Derrida acerca de la democracia y la soberanía consiste en el derecho a la alteridad. Hasta el presente, no conocíamos democracias que no tuvieran lugar en Estados-nación. Pero a diferencia del pensamiento político moderno, que se basaba en fundamentos metafísicos para establecer el orden de la ciudadanía, los posfundacionales, como Derrida, entienden que la nación es la ficción del Estado, el mecanismo performativo a través de cual el Estado justifica y legitima sus políticas de identidad. El Estado-nación reduce la heterogeneidad de todo aquello que es diferente mediante la ficción política que lo sostiene. Pensar la democracia como espectro significa entender su dimensión aporética y no realizable. Es decir que la democracia por venir” no llegará más adelante, ya que esto no solo modelaría la organización de todo nuestro tiempo presente, sino que siempre será un espectro, estará situada en una temporalidad que no es la nuestra.

La democracia por venir no es una democracia utópica, no es una democracia futura, no es una idea reguladora en el sentido kantiano —una idea que ordena la temporalidad y el progreso que a pesar de no ser realizable nos ordenaba en función de este ideal regulador—, sino que la democracia es una exigencia aquí y ahora. Una inyucción desestabilizante. Algo que viene de arriba y desestabiliza el presente, lo que hay. (Derrida, 2005, p. 108)

No hay necesidad de futuro porque la potencia democrática consiste en pedir aquí y ahora” la apertura al otro. Pero el aquí y ahora que lleva a escena La plaza es el de salir de los márgenes físicos de nuestro entorno y observar las tensiones de las fuerzas que rigen la misma idea de vida. En el siglo xxi los días son bipolares. Los modos en los que nos organizamos están cambiando de manera radical e incontrolable, pero al mismo tiempo no está cambiando nada. La civilización avanza trepidantemente mientras que la realidad es paradójicamente cada vez más subjetiva, emotiva e impenetrable. En La plaza se habla de Andy Warhol y su proceso creativo, que consistía en observar el mundo y devolverlo tal y como es. La hamburguesa de McDonald’s, una lata de tomate o el rostro de Marilyn Monroe eran la forma de un deseo común capitalizado. Ahora deseamos a Kim Kardashian.

Vivimos en este mundo y al final, huyendo del comunismo somos comunistas. Todos escuchamos la misma música, vestimos las mismas marcas, comemos la misma comida, hablamos de los mismos libros, vivimos en las mismas ciudades, los mismos temas de conversación, los mismos discursos, las mismas películas… Somos ultracomunistas. Somos tan neoliberales que somos comunistas, ultracomunistas. (Nogueira, 2018)

En la segunda escena, los actores anónimos llevan puesto un hiyab, el velo que cubre la cabeza y el pecho que suelen usar las mujeres musulmanas desde la pubertad en presencia de hombres adultos que no sean de su familia. Se pasean por el escenario con cochecitos de bebé y carros de compra. En el centro del set se detiene un militar. Lo reconocemos por el uniforme. Podría ser un soldado de Irak, Afganistán o el Líbano. Un sonido desgarrador irrumpe en la sala. Algo va mal.

Has salido del teatro. Has visto una pieza que nunca más será representada, y que permanecerá en tu memoria, como cuando viste en directo La vocazione di San Matteo de Caravaggio, terminaste de leer 2666 de Roberto Bolaño o viste Matrix en el cine. Ha sido una gran experiencia. Te pones la chaqueta. […] Mientras buscas tu móvil observas la escena que tienes enfrente. Hay un grupo de hombres musulmanes. […] Piensas: “Podría haber aparecido un grupo de ejecutivos de Allianz o una comitiva de turistas, pero espontáneamente han aparecido ellos”. (Beyeler y Gisbert, comunicación personal, 16 de julio del 2018)

“Árabes” es la autopsia de la mirada como espectador sobre lo que la identidad europea configura como imagen de la otredad. La plaza es un altar conmemorativo a la experiencia intersubjetiva o, como diría Fisher, del “campo ideológico transpersonal. Las figuras que ocupan el escenario, igual que el espectro de Possessed, carecen de subjetividad porque son figuras alegóricas, imágenes simbólicas de nuestra sociedad. Viven desarraigadas del mundo natural y humano. La filósofa Marina Garcés expone en sus estudios sobre el anonimato y la subjetividad que nuestra experiencia contemporánea del mundo ha quedado en manos de lo privado. “No solo los bienes materiales han sido privatizados. También lo ha sido la existencia misma” (Garcés, 2010). En su aproximación al anonimato como dimensión práctica, ella recoge algunas ideas del pensamiento fenomenológico de Merleau-Ponty sobre el fenómeno de la intersubjetividad: “Pensar en mí lo que no es mío” (Garcés, 2010). Para la autora, es necesario romper con el esquema de la filosofía de la alteridad propio del mapa político de la modernidad, en el que existe una distancia “yo-otro”, para dejar de pensar la otredad como un lugar en el que acceder y reconocernos en la “única y primitiva célula” que apunta Gisbert en su dramaturgia. La experiencia de una vida anónima ya no tiene que ver con reconocer al otro como horizonte del yo, sino como la experiencia de dos miradas, una en la otra. Un estado de promiscuidad en el que “el cuerpo del otro y el mío son un todo, el derecho y el revés de una existencia anónima donde mi cuerpo habita los dos cuerpos a la vez” (Garcés, 2010). La audiencia del teatro es un solo cuerpo poseído que no puede dejar de sentir el mundo como una imagen: los atentados, las manifestaciones, los golpes de Estado, las migraciones humanas, las misiones a Marte, todo es tan extraño, tan distante y a la vez tan simple que, como una alucinación que se prolonga en el tiempo, todo se convierte en una ficción. En las plazas se habla de unas formas que el público de izquierdas no tolera. La plaza de El Conde de Torrefiel, como lugar donde se tratan temas públicos, construye el escenario para las contradicciones de lo público y de lo que nos constituye como público.

Empiezas a leer: Veo el mundo como una imagen. Una imagen que no me pertenece. Una imagen quieta, muerta. No diferencio el cuadro de la pared donde está colgado el cuadro, ni de la persona que lo está mirando. No diferencio entre persona y objeto. No me interesa más el sol que aquello que ilumina. Todos vuestros cuerpos forman parte de una misma descripción paisajística. Todos vosotros, junto con el mundo, formáis la misma imagen para mí. Una imagen superficial. (Beyeler y Gisbert, comunicación personal, 16 de julio del 2018)

Hemos perdido la capacidad de pensar de forma crítica y de imaginar. Nuestro tiempo ya no es el de la posmodernidad, sino el de la insostenibilidad (Garcés, 2017). En su estudio sobre los comunismos por venir, y como intento de dar respuesta ante la actual crisis de civilización de un mundo radicalmente antiilustrado (autoritarismo, fanatismo, catastrofismo, terrorismo…), Garcés escribe una propuesta de combate contra las credulidades de nuestro tiempo y sus formas de opresión. Según sus argumentos, hemos pasado de la condición posmoderna a la “condición póstuma” y de la incredulidad de los grandes relatos a la imposición de un nuevo relato, único y lineal: la destrucción irreversible de nuestras formas de vida en manos de las necropolíticas y sus formas de gubernamentalidad. Si, como decíamos anteriormente, La plaza se creó como un dispositivo espectropolítico para salir de los márgenes físicos de nuestro entorno y observar las tensiones de las fuerzas que rigen la misma idea de vida, la filósofa nos recuerda que las formas de vida actuales son la herencia ilustrada, el combate contra la credulidad, a través de la catástrofe del proyecto de modernización con el que Europa colonizó y dio forma al mundo” (Garcés, 2017, p. 30). Según apunta Berardi (2019), setenta años después de la derrota de Hitler, el dictador reaparece y vuelve multiplicado por una docena de imitadores:

Donald Trump despotrica acerca del pasado glorioso de los Estados Unidos y define el uso legal de la tortura. La Unión Europea parece en manos del absolutismo financiero y la agresión nacionalista, mientras construye campos de concentración para los inmigrantes en las costas de Turquía, Egipto y Libia. Un ejército de fanáticos musulmanes decapita personas inocentes, por amor de Dios. En Filipinas, un hombre que se autoproclama asesino es electo presidente y llama a la violencia masiva contra los marginados de la sociedad. (p. 36)

Possessed y La plaza confluyen en este escenario póstumo. Son el esquema de una película sobre el final de nuestras condiciones de vida. Coinciden en la representación alegórica del anonimato político y en ningún caso aluden a una identificación con rostros conocidos porque su escenario político es el del espectro de la desposesión neoliberal. Se interrogan sobre la pervivencia de conceptos como revolución y comunismo en una especie de laboratorio que actúa con la urgencia de activar nuevos imaginarios que respondan de manera activa contra el proyecto de liberalización económica y sus dispositivos de captura de la subjetividad humana tras décadas de desposesión política. Las prácticas artísticas de la genealogía que hemos presentado a lo largo de este artículo son dispositivos estéticos que piensan, y se piensan, en su compromiso ético con una política visual de la (des)identidad o de la desidentificación con el sistema. Es decir que, si la hauntología es la herramienta que nos permite pensar las formas de representación política que han sido posibles solo en estado de muerte, lo espectropolítico confluye en estas páginas a través de las coordenadas poéticas, radicales, mágicas y encarnadas que invocan otras formas de ver y estar con —y entre— el mundo contemporáneo. Todas ellas visibilizan una temporalidad en la que ya no disponemos del presente eterno y conectado prometido por la globalización, sino que conjuran el espectro político de su amenaza: la sombra de un hasta cuándo.

 

Referencias

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* Doctoranda en Comunicación por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (2016-2020). Máster en Estudios de Cine y Audiovisual Contemporáneos por la misma institución (véase https://orcid.org/0000-0001-8649-6710)

1 Este artículo es una aproximación a nuestra contribución respecto al concepto de espectropolítica, que presentamos en el primer capítulo de la tesis doctoral Espectropolíticas. Imagen y hauntología en la actualidad de las prácticas artísticas, actualmente en curso y en colaboración con el grupo de investigación CINEMA Colectivo de Investigación Estética de los Medios Audiovisuales del Departamento de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.